Выбрать главу

Los habitantes de los planetas de los soles azules, caldeados por su ígneo aliento, ¡recibían a sus hermanos de la Tierra!.. Gran impresión había producido a muchos, entre ellos a Erg Noor, un cuadro que se conservaba en el museo de un centro oriental de la zona Sur, destinada a las viviendas. Veíase en el lienzo una planicie de arena escarlata con brumas en el horizonte, un cielo gris en llamas y, bajo él, unas figuras humanas, sin rostro, metidas en escafandras refractarias que proyectaban unas sombras azul-negras, de contornos extraordinariamente acusados. Estaban paradas en poses muy dinámicas, rebosantes de sorpresa, ante la esquina de una gran construcción metálica, calentada casi al rojo vivo. Al lado, había una mujer desnuda de esparcidos cabellos bermejos. Su clara piel relucía con fulgores aún más intensos que los de la arena: las sombras lila y grosella destacaban cada línea de su figura que se alzaba como una bandera de victoria de la vida sobre las fuerzas del Cosmos.

Audaz era el sueño, pero completamente irreal, pues estaba en contradicción con todas las leyes del desarrollo biológico, conocidas ahora, en la época del Circuito, con mucha más profundidad que en los tiempos en que fue pintado el cuadro.

Erg Noor se estremeció cuando la superficie del planeta, reflejada en la pantalla, vino rauda a su encuentro. El desconocido piloto del Argos se disponía a descender. Muy cerca, se deslizaban conos de arena, negras rocas, yacimientos de unos refulgentes cristales verdes. La astronave giraba en espiral, regularmente, alrededor del planeta, de un polo al otro. No había ningún rastro de agua ni de vida vegetal; si al menos lo hubiera, por primitiva que ésta fuese. ¡Otra vez «al menos»!..

Y surgió la nostálgica tristeza de la soledad, de la nave perdida en las lejanías muertas, bajo el poder de la estrella de las llamas azules… Erg Noor sentía como suya la esperanza de los que habían hecho el filme observando el planeta en busca, al menos, de una vida pasada. Todo el que había aterrizado en planetas muertos, desérticos, sin agua ni atmósfera, conocía bien aquellas afanosas búsquedas de presuntas ruinas, vestigios de ciudades y construcciones en los contornos casuales de quebradas y rocas sueltas, inertes, o en los despeñaderos de montañas donde jamás existiera vida alguna.

Pasaba rápida por la pantalla la tierra del lejano mundo, calcinada, sin un solo lugar umbrío, arrasada por furiosos torbellinos. Y Erg Noor, consciente del fracaso de los remotos sueños, se esforzaba en comprender cómo había podido surgir aquel falso concepto acerca de los calcinados mundos de la estrella azul.

— Nuestros hermanos terrenos quedarán decepcionados — dijo en voz baja el biólogo, que se había aproximado al jefe — cuando sepan la verdad. Millones de personas de la Tierra han contemplado a Vega en el transcurso de muchos milenios. En las noches estivales del Norte, todos los jóvenes enamorados y soñadores tendían la mirada hacia el cielo. En verano, Vega, esplendorosa y azul, brilla casi en el cénit, ¿cómo no deleitarse en su contemplación? Hace miles de años, la gente sabía ya bastante acerca de las estrellas. Mas, por una extraña orientación de sus pensamientos, no sospechaba que casi todas las estrellas de rotación lenta y campo magnético potente tenían planetas, del mismo modo que casi todos los planetas tienen satélites. Los hombres desconocían esta ley, pero soñaban con sus hermanos de otros mundos y, ante todo, con los de Vega, el sol azul. Yo recuerdo unos bellos versos, traducidos de una lengua antigua, consagrados a los semidioses de la estrella azul.

— Yo sueño con Vega desde aquel mensaje del Argos — dijo el jefe, volviéndose hacia Eon Tal —. Y ahora está claro que la milenaria atracción subyugante de los maravillosos y lejanos mundos cegaba a multitud de hombres sabios y prudentes y a mí mismo.

— ¿Cómo descifra usted ahora el mensaje del Argos?

— Simplemente así: «Los cuatro planetas de Vega carecen por completo de vida. No hay nada más hermoso que nuestra Tierra. ¡Qué dicha será volver a ella!» — ¡Tiene usted razón! — exclamó el biólogo —. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a nadie antes?

— Puede que se le haya ocurrido a alguien, pero no a nosotros, los astronautas, y quizá, tampoco al Consejo. Sin embargo, eso nos hace honor, ¡pues es el sueño audaz, y no la decepción escéptica, lo que triunfa en la vida!

El vuelo circundante del planeta había terminado en la pantalla. A continuación, vinieron las informaciones grabadas por la estación automática enviada para analizar las condiciones en la superficie del mismo. Luego, se oyó una fortísima explosión: era que habían lanzado una bomba geológica. Hasta la astronave llegó una gigantesca nube de partículas minerales. Aullaron las bombas al recoger el polvo en los filtros de los canales aspiradores laterales. Varias muestras de polvillo mineral, procedente de las arenas y montañas del planeta calcinado, llenaron las probetas de silicol; el aire de las capas superiores de la atmósfera fue encerrado en balones de cuarzo.

Después, el Argos emprendió el viaje de regreso, que debería durar treinta años y que el destino le impidió terminar. Y ahora era su camarada terrestre quien habría de llevar a las gentes todo lo que habían conseguido, con tanto esfuerzo, paciencia y arrojo, los audaces exploradores muertos…

La continuación de las informaciones grabadas — seis bobinas de observaciones — debían ser estudiadas por los astrónomos de la Tierra, y lo más esencial sería transmitido por el Gran Circuito.

Nadie quiso ver los filmes referentes a la suerte ulterior del Argos: su lucha encarnizada contra la avería y la estrella T y el último carrete sonoro, especialmente trágico, pues las propias emociones eran todavía demasiado recientes. Decidieron aplazar la proyección para el día en que todos los tripulantes estuvieran despiertos. Sobrecargados de impresiones, los astronautas de guardia se fueron a descansar un poco, dejando al jefe en el puesto central de comando.

Erg Noor ya no pensaba en el frustrado sueño. Trataba de valorar aquellas amargas migajas de saber conseguidas para la humanidad a costa de tanto esfuerzo y tan grandes sacrificios de dos expediciones: la del Argos y la suya. ¿O serían amargas solamente ¡a, consecuencia de la tremenda desilusión?

Por vez primera, Erg Noor veía a su magnífico planeta natal como un inagotable tesoro de espíritus humanos cultivados, afanosos de saber, libres de los pesares y peligros de la naturaleza o de la sociedad primitiva. Los padecimientos, las búsquedas, los fracasos, los errores y las decepciones subsistían aún en la época del Circuito, pero habían sido trasladados a un plano superior de creaciones en las ciencias, el arte y la construcción…

Sólo merced a los conocimientos y al trabajo creador, la Tierra se había liberado de los horrores del hambre, la superpoblación, las enfermedades infecciosas y los animales dañinos. Habíase salvado del agotamiento de los combustibles, de la falta de elementos químicos útiles, de la muerte prematura y de la debilidad física de las gentes. Y aquellas migajas de saber que llevaba la Tantra eran también una aportación al poderoso alud del pensamiento que daba, cada decenio, un nuevo paso adelante en la organización de la sociedad y en el conocimiento de la naturaleza.

Erg Noor abrió la caja de caudales donde se guardaba el diario de navegación de la Tantra y sacó el cofrecillo que contenía el metal de la astronave discoidea. El pesado trozo, de un claro color azul celeste, descansaba compacto en la palma de la mano. Erg Noor sabía que ni en el planeta natal ni en sus vecinos del sistema solar y estrellas próximas semejante metal no existía. Y aquello era una información más, quizá la de mayor importancia, fuera de la noticia del perecimiento de Zirda, que llevaban a la Tierra y al Circuito…

La estrella de hierro estaba muy próxima a la Tierra y, después de la experiencia del Argos y de la Tantra, la visita del planeta negro por una expedición preparada al efecto no sería ya tan peligrosa, por muchos que fuesen los acalefos y cruces negras existentes en aquella noche eterna. Habían abierto la astronave discoidal desacertadamente. Si hubieran tenido tiempo para pensar bien la empresa, habrían comprendido sobre el terreno que el enorme tubo en espiral era una parte del sistema de propulsión.