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De nuevo, surgían en la memoria del jefe de la expedición los acontecimientos del último y nefasto día: Niza, tendida sobre él — que yacía indefenso cerca del monstruo — para protegerle como un escudo. Bien breve había sido el florecer de aquel amor joven que aunaba en sí la abnegada fidelidad de las mujeres antiguas de la Tierra y el arrojo inteligente y sin reservas de la época contemporánea…

Pur Hiss apareció silencioso tras el jefe para relevarle de la guardia. Erg Noor pasó a la biblioteca-laboratorio, pero en vez de seguir por el pasillo del compartimiento central que conducía a los dormitorios, abrió la pesada puerta del camarote-enfermería.

Una luz difusa, igual a la del día terrestre, brillaba centelleante en los armarios de silicol, llenos de frascos e instrumentos, en el metal de la instalación de Rayos X y de los aparatos de circulación sanguínea y de respiración artificiales. El jefe de la expedición apartó los cortinones, que llegaban hasta el techo, y se adentró en la penumbra. Una débil claridad, de luna, tomaba tonos cálidos en el cristal rosáceo de silicol. Dos estimulantes tiratrónicos, enchufados para el caso de un colapso súbito, mantenían, con un chasquido apenas perceptible, el latir del corazón de la muchacha paralizada. Dentro del fanal, a la luz rosáceo-argentada, la inmóvil Niza aparecía sumida en plácido sueño. Muchas generaciones de antepasados, que llevaron una vida sana, holgada y limpia, habían ido cincelando, con suma perfección de orfebres, las líneas flexibles y vigorosas del cuerpo de la mujer, la más bella obra de la pujante vida terrestre. Desde tiempos remotos, las gentes sabían que les había cabido en suerte un planeta extraordinariamente rico en agua. El agua estimulaba la exuberancia de la vida vegetal, y ésta creaba enormes reservas de oxígeno libre. Entonces, empezó a fluir, como un torrente impetuoso, la vida animal, que durante cientos de millones de años fue perfeccionándose gradualmente, hasta que apareció el ser pensante: el hombre. La enorme experiencia histórica del desarrollo de la vida en los sistemas planetarios de innumerables mundos, vino a demostrar que cuanto más penoso y largo era el ciego camino evolutivo de la selección, más bellas resultaban las formas de los seres superiores, pensantes, y con mayor sutileza se perfilaba la conveniencia de su adaptación a las condiciones circundantes y a las exigencias de la vida, armonía en que reside precisamente la belleza.

Todo lo existente se mueve y evoluciona en espiral. Erg Noor se imaginaba, como si la estuviera viendo, esa grandiosa espiral de general ascenso, aplicada a la vida y a la sociedad humana. Y por primera vez comprendió, con sorprendente claridad, que cuanto más difíciles son las condiciones de vida y funcionamiento de los organismos, como máquinas biológicas, tanto más penoso es el camino de desarrollo de la sociedad, más se aprieta la espiral del ascenso y más se juntan sus espiras. Por consiguiente, cuanto más lento y homogéneo es el proceso, más se parecen unas a otras las formas que surgen.

El no tenía razón al correr en pos de los maravillosos planetas de los soles azules. ¡Mal había enseñado a Niza! El vuelo a los nuevos mundos no debía perseguir el fin de buscar y descubrir unos planetas deshabitados cualesquiera, que se habían formado por sí mismos, de un modo casual; lo importante era que la humanidad avanzase paso a paso, con sensatez, por toda la rama de la Galaxia en una marcha triunfal del saber y la belleza de la vida… de una belleza como la de Niza…

Abrumado por una súbita pena, se arrodilló ante el sarcófago de silicol en que yacía Niza. La respiración de la muchacha era imperceptible, las pestañas proyectaban unas sombras lilas bajo los ojos, muy cerrados, y los labios, un poco entreabiertos, mostraban el brillante blancor de los dientes. En el hombro izquierdo, junto al codo y en el comienzo del cuello, se divisaban unas pálidas manchas azuladas: huellas de la nociva corriente.

— ¿Ves, recuerdas algo a través de tu sueño? — preguntaba acongojado, en un acceso de dolor, sintiendo que su voluntad se tornaba blanda como la cera, en tanto se le hacía un nudo en la garganta, que le impedía respirar.

Erg Noor, apretándose las entrelazadas manos con tal fuerza, que los dedos se amorataban, intentaba transmitir a Niza sus pensamientos, su ardiente llamada a la vida y a la dicha. Pero la muchacha de los cabellos rojizos y ondulados continuaba inmóvil, como una estatua de mármol rosado que reprodujera con toda perfección el modelo vivo.

La médica Luma Lasvi entró sin hacer ruido en la enfermería y presintió la presencia de alguien. Al apartar con cuidado los cortinones, vio al jefe de rodillas, inmóvil, como un monumento a los millones de hombres que hubieron de llorar a sus amadas. No era la primera vez que le encontraba allí, y una profunda compasión agitó su alma. Erg Noor se levantó sombrío. Luma se acercó presurosa a él y le dijo en emocionado susurro:

— Tengo que hablar con usted.

Erg Noor asintió con la cabeza y, entornando los ojos, pasó a la sala anterior de la enfermería. Sin aceptar la silla que la médica le ofrecía, siguió en pie, apoyada la espalda contra el soporte de un emisor de radiaciones en forma de cúpula.

Luma Lasvi, que era de pequeña estatura, enderezó el cuerpo afanosa de parecer más alta y grave en la conversación que se avecinaba. La mirada del jefe cortó sus preparativos.

— Usted sabe — empezó a decir la médica, vacilante — que la neurología moderna ha profundizado en el proceso de surgimiento de las emociones en el consciente y el subconsciente de la psiquis. El subconsciente cede a la acción que los remedios inhibitivos ejercen a través de las antiguas regiones del cerebro encargadas de la regulación química del organismo, incluido el sistema nervioso y, parcialmente, la actividad nerviosa superior.

Erg Noor arqueó las cejas. Y Luma Lasvi se dio cuenta de que su preámbulo era demasiado largo y detallado.

— Quería decir que la medicina tiene posibilidades de acción sobre los centros cerebrales que rigen las emociones fuertes. Yo podría…

El fulgor de los ojos de Erg Noor y su fugaz sonrisa denotaban que había comprendido.

— ¿Usted quiere ejercer influencia sobre mi amor, liberándome así de mis padecimientos? — inquirió rápido.

La médica asintió con la cabeza.

Erg Noor le tendió la mano, agradecido, y denegó:

— Yo no renuncio a la riqueza de mis sentimientos por mucho que me hagan sufrir. Los padecimientos, cuando no son superiores a las propias fuerzas, llevan a la comprensión, y ésta, al amor. Tal es el ciclo… Gracias, Luma, es usted muy buena, ¡pero no hace falta ese remedio!

E impetuoso como siempre, salió de la estancia.

Con la premura de los casos de avería, los ingenieros y los mecánicos electrónicos reinstalaron en el puesto central y en la biblioteca, igual que trece años antes, las pantallas de TVF para transmisiones terrestres. La astronave había entrado en la zona donde se podían captar las radioondas de la red universal de la Tierra, difundidas por la atmósfera.

Las voces, los sonidos, las formas, los colores del planeta natal y querido reanimaban a los viajeros, aguijoneando su impaciencia, y la duración del vuelo cósmico se hacía cada vez más insoportable.

La astronave llamaba al satélite artificial 57 por la onda habitual de los largos espacios intersiderales y esperaba, de hora en hora, la respuesta de aquella potente estación entre la Tierra y el Cosmos.