Al encomendar un trabajo a los jóvenes, se tenían siempre en cuenta las particularidades psicológicas de la juventud, sus impulsos hacia el futuro, elevado sentido de la responsabilidad y egocentrismo.
El enorme vagón se deslizaba raudo, sin ruido ni oscilaciones. Dar Veter subió al piso superior, con techo transparente. Allá abajo, lejos, y a ambos lados de la Vía, desfilaban, veloces, edificios, canales, bosques y cimas de montañas. La cinta de las fábricas automáticas, en el límite entre las zonas agrícola y forestal, refulgía al sol con sus cúpulas de vidrio «lunar». Los severos contornos de las colosales máquinas se columbraban a través de las paredes de cristal.
Pasó fugaz el monumento a Zhin Kand, inventor de un medio barato de obtención de azúcar artificial, y la arcada de la Vía empezó a cruzar los bosques de la zona agrícola tropical. Extendíanse inacabables, hasta perderse de vista, espesas franjas y selvas enteras de árboles de diversas formas y alturas, con follaje y cortezas de distintos matices. Por las llanas sendas que dividían los ingentes macizos de verdor, se deslizaban lentas las cosechadoras mecánicas, las máquinas de polinización y de recuento; innumerables cables brillaban como una descomunal telaraña. Hubo un tiempo en que el símbolo de la abundancia era el dorado trigal. Pero en la Era de la Unificación Mundial se comprendió ya la desventaja económica de los cultivos anuales; el traslado de toda la agricultura a la zona tropical hizo innecesario el cultivar cada año plantas y arbustos, cosa que requería mucha mano de obra y gran esfuerzo. Los árboles, vegetales vivaces que agotaban menos el terreno y resistían bien los rigores climáticos, constituían ya los cultivos fundamentales siglos antes de la Era del Circuito.
Árboles que proporcionaban grano para el pan, nueces, avellanas, piñones, bayas, miles de variedades de frutos ricos en proteínas, daban un quintal métrico de masa nutritiva por unidad. Inmensos vergeles, con una superficie de centenares de millones de hectáreas, rodeaban la Tierra en doble cinturón, verdadero cinturón de Ceres, la diosa mitológica de la agricultura. Entre ellos se encontraba la zona forestal ecuatorial, océano de húmedos bosques tropicales que aprovisionaba al planeta de madera de todas clases:
blanca, negra, violeta, rosa, dorada, gris con reflejos de seda, dura como el hueso y blanda como la pulpa de la manzana, sumergible como la piedra y flotante como el corcho. Allí se obtenían decenas de variedades de resina, más baratas que las sintéticas y que al propio tiempo poseían valiosísimas cualidades industriales o curativas.
Las copas de los gigantes silvestres llegaban al nivel de la Vía, y un mar verde susurraba a ambos lados de ella. En sus umbrías profundidades, en medio de acogedores claros, escondíanse las casas sobre altos pilotes metálicos y las enormes máquinas, semejantes a monstruosas arañas, que conseguían transformar toda aquella vegetación salvaje, de ochenta metros de altura, en sumisas pilas de troncos y tablas.
Las redondas cimas de las célebres montañas del ecuador aparecieron a la izquierda.
Sobre una de ellas, el Kenia, se encontraba un puesto de transmisión del Gran Circuito. El mar de bosques refluyó a la izquierda, dejando sitio a una pedregosa llanura. A los lados, se alzaron unas construcciones azules de forma cúbica.
El tren se detuvo, y Dar Veter salió a la amplia plaza, pavimentada de cristal verde, de la Estación del Ecuador. Cerca del puente para peatones, tendido sobre las copas planas, gris azuladas, de unos cedros del Atlas, se erguía una pirámide de aplita blanca, como de porcelana, del río Lualabá. En su truncada cúspide había una estatua de un hombre, con mono de trabajo, de la Era del Mundo Desunido. Con la mano derecha empuñaba un martillo y con la izquierda elevaba hacia el pálido cielo ecuatorial un globo refulgente con los cuatro vástagos de las antenas de emisión. Aquello era un monumento a los constructores de los primeros sputniks de la Tierra, que habían realizado la gran hazaña laboral, plena de inventiva y audacia. Todo el cuerpo del hombre, echado hacia atrás, parecía dar impulso al globo para lanzarlo al firmamento y expresaba la inspiración del esfuerzo. Aquel esfuerzo se lo transferían las figuras de unas gentes, con vestiduras extrañas, que rodeaban el pedestal.
Dar Veter contemplaba siempre con emoción los rostros de aquellas estatuas. Sabía que los hombres que habían construido los primeros satélites artificiales y llegado a los umbrales del Cosmos eran rusos, es decir, pertenecían al mismo admirable pueblo del que procedía Dar Veter y que había sido el primero en emprender tanto la edificación de la nueva sociedad como la conquista del Cosmos…
Y, como siempre, Dar Veter se dirigía hacia el monumento para examinar una vez más los rasgos de los antiguos héroes, buscando parecidos y diferencias con los modernos.
Bajo las aterciopeladas ramas argentadas de los leucodendros sudafricanos que encuadraban la pirámide, centelleante al sol con cegadores reflejos, aparecieron dos esbeltos jóvenes y detuviéronse al momento. Uno de ellos se abalanzó hacia Dar Veter para abrazarlo. Abarcando con el brazo la potente espalda, el muchacho contempló a hurtadillas las conocidas facciones de aquel rostro enérgico: la nariz grande, el mentón ancho, los labios dilatados en alegre sonrisa de sorpresa que contrastaba con la expresión algo sombría de los ojos de acero, bajo las juntas cejas.
Dar Veter examinó con aprobatoria mirada al hijo del hombre ilustre, constructor de estaciones en el sistema planetario del Centauro y presidente, desde hacía cinco trienios, del Consejo de Astronáutica. Grom Orm debía de tener, como mínimo, ciento treinta años, tres veces más que Dar Veter.
Dis Ken llamó a su compañero, un muchacho de cabellos negros.
— Tor An, mi mejor amigo, el hijo del compositor Zig Zor. Trabajamos los dos en los pantanos. Queremos hacer juntos «los trabajos de Hércules» y no separarnos jamás.
— ¿Sigues con tu afición a la cibernética de la herencia? — preguntó Dar Veter.
— ¡Desde luego! Tor, que es músico como su padre, la ha hecho aún mayor. Él y su novia… sueñan con dedicarse a una esfera en que la música ayuda a comprender la evolución del organismo vivo, es decir, a estudiar la sinfonía de su estructura.
— Eso es demasiado vago — le indicó Dar Veter, con ceño.
— Quizá Tor lo explique mejor — contestó turbado Dis —. Yo no puedo hacerlo aún…
El otro muchacho se puso colorado, pero aguantó la escudriñadora mirada.
— Dis quería hablarle del ritmo del mecanismo de la herencia. El organismo vivo, al formarse de la célula materna, se enriquece con acordes moleculares. El par espiral primitivo se desarrolla siguiendo un plan análogo al de la sinfonía. Dicho de otra manera:
¡el programa de formación del organismo, mediante las células vivas, es musical!
— ¡Ah! ¿sí? — exclamó Dar Veter, con exagerado asombro —. Pero, en ese caso, ¿toda la evolución de la materia orgánica e inorgánica se reduce, según vosotros, a una sinfonía colosal?!
— Sí, cuyo plan y ritmo son regidos por las leyes físicas fundamentales. Solamente hace falta comprender la estructura del programa y lo que informa ese mecanismo líricocibernético — confirmó, con juvenil suficiencia, Tor An.
— ¿De quién es la idea?
— De mi padre, Zig Zor. Hace poco ha publicado su trece sinfonía cósmica en fa menor, de tonalidad cromática 4,750..
— ¡La oiré sin falta! Me gusta el color azul… Bueno, pero vuestros proyectos inmediatos son «los trabajos de Hércules». ¿Sabéis ya cuáles os han sido señalados?