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— Sólo los seis primeros.

— Naturalmente, los otros seis se señalan cuando han sido realizados los anteriores — les recordó Dar Veter.

— Tenemos que limpiar y hacer visitable el piso inferior de la cueva de Kong-i-Gut, en Asia Central — empezó a enumerar Tor An.

— Hacer un camino hasta el lago Mental, a través de la aguda cresta de la montaña — continuó Dis Ken —; repoblar un bosquecillo de viejos árboles del pan, en la Argentina; esclarecer las causas de la aparición de grandes pulpos en la región del reciente alzamiento surgido cerca de la Trinidad…

— ¡Y aniquilarlos!

— Ese es el quinto. ¿Y cuál es el sexto?

Ambos jóvenes quedaron un poco cortados.

— Se ha reconocido que los dos tenemos aptitudes para la música — contestó, ruborizándose, Dis Ken —. Y nos han encargado que nos documentemos acerca de las antiguas danzas de la isla de Bali, a fin de reconstruir su música y coreografía…

— Por consiguiente, ¿vais a elegir danzarinas y a organizar un conjunto de baile? — precisó Dar Veter, riendo.

— Sí — confesó Tor An, con la vista baja.

— ¡Interesante encargo! Mas ésa es una tarea colectiva, lo mismo que la del camino del lago.

— ¡Oh, tenemos un buen grupo!.. Pero quieren pedirle una cosa: que sea usted también su mentor. ¡Eso sería magnífico!

Dar Veter manifestó sus dudas de que pudieran llevar a cabo la sexta empresa. Sin embargo, los chicos, saltando de contento, le aseguraron gozosos que Zig Zor «en persona» había prometido asumir la dirección de la misma.

— Dentro de un año y cuatro meses, yo encontraré un gran quehacer en Asia Central — les anunció Dar Veter, observando con satisfacción sus juveniles rostros radiantes.

— ¡Cuánto me alegro de que haya usted dejado de dirigir las estaciones! — exclamó Dis Ken —. ¡Yo ni siquiera pensaba que iba a trabajar con un mentor semejante!.. — y de pronto, el muchacho enrojeció hasta tal punto, que su frente se perló de sudor. Tor se apartó de él, con gesto de reproche.

Dar Veter se apresuró a echar una mano al hijo de Grom Orm, para sacarle de su azoramiento.

— ¿Tenéis mucho tiempo libre?

— Sólo nos han dado un permiso de tres horas. Hemos traído un enfermo de paludismo de nuestra estación del pantano.

— ¿Todavía se dan tales casos? Yo creía…

— Con muy poca frecuencia, y solamente en los pantanos — le interrumpió Dis —. ¡Para eso estamos nosotros allí!

— Aún disponemos de dos horas. Vayamos a la ciudad. A vosotros, seguramente, os gustará ver la Casa de lo Nuevo.

— No, no. Nosotros quisiéramos… que nos contestara a unas preguntas. Las tenemos preparadas. ¡Y eso es tan importante para elegir camino!..

Dar Veter accedió, y los tres se dirigieron a una habitación de la Sala de Huéspedes, refrescada por una brisa marina artificial.

Dos horas más tarde, otro vagón llevaba ya a Dar Veter, adormecido de cansancio sobre un diván. Se despertó en la parada de la Villa de los Químicos. Un inmenso edificio, en forma de estrella de diez refulgentes puntas de cristal, se alzaba junto a unos grandes yacimientos de hulla. El carbón de piedra que se extraía de ellos era transformado en medicamentos, vitaminas, hormonas, sedas y pieles artificiales. Los residuos se destinaban a la preparación de azúcar. En una de las puntas del edificio, se obtenían del carbón metales raros, como el germanio y el vanadio. ¡Qué no encerraría el preciado mineral negro!

Un viejo compañero de Dar Veter, que trabajaba allí de químico, le recibió. Hubo en un tiempo tres alegres jóvenes mecánicos en una estación indonésica de máquinas cosechadoras de frutos de la zona tropical… Uno de ellos era ya químico y estaba al frente del gran laboratorio de una importante fábrica; otro continuaba siendo horticultor y había inventado un nuevo procedimiento de polinización; en cuanto al tercero, Dar Veter, volvía otra vez al seno de la Tierra, más hondo aún, a sus profundas entrañas. Aunque los dos amigos no estuvieron juntos más de diez minutos, aquel contacto directo era bastante más agradable que las entrevistas por medio de las pantallas de TVF.

El resto del viaje lo hizo con rapidez. El jefe de la línea aérea latitudinal, mostrando la benevolencia propia de todos los hombres de la época del Circuito, se dejó convencer fácilmente.

Dar Veter cruzó en avión el océano y se encontró en la rama Occidental de la Vía, al Sur de la ramificación 17, en cuyo extremo costero se transbordó a un out-board.

Altas montañas bordeaban el mar. En sus faldas, de suave pendiente, había unas mesetas escalonadas de piedra blanca que contenían el terreno, cubierto de hileras de pinos meridionales y widdringtonias, cuyo follaje broncíneo y agujas azul-verdosas alternaban en alamedas paralelas. Más arriba, en las rocas desnudas, se divisaban oscuras quebradas a las que caía, como un fino polvillo, el agua de las cascadas. Por las mesetas se esparcían las casitas en espaciadas hileras, con sus tejados gris-azulencos, pintadas de color naranja o amarillo de oro.

Un promontorio artificial de arena se internaba lejos, en el mar y terminaba en una torre bañada por las olas. Ésta se erguía al borde de un acantilado que se hundía en el océano a una profundidad de un kilómetro. Del pie de la torre partía vertical hacia abajo un enorme tubo de hormigón cuyas gruesas paredes resistían a la fuerte presión abisal. Al llegar al fondo, penetraba en la cumbre de una montaña submarina, compuesta de rutilo — óxido de titanio — casi puro. Todo el beneficio del mineral se efectuaba bajo el agua y las montañas, únicamente subían a la superficie los grandes lingotes de titanio puro y los residuos, que se expandían por ella enturbiándola en una amplia extensión. Aquellas olas amarillas y turbias balanceaban el out-board ante el desembarcadero, situado en la parte sur de la torre. Dar Veter aprovechó un momento propicio y saltó a una pequeña plazoleta, mojada de las salpicaduras. Luego, subió a una galería cubierta donde se habían congregado varias personas, salientes de guardia, para recibir al nuevo compañero. Los trabajadores de aquella mina, que a Dar Veter le pareciera tan aislada, no eran los sombríos anacoretas que él se había imaginado bajo la influencia de su estado de ánimo. Caras afables le sonreían alegres, aunque en ellas se reflejaba el cansancio del duro trabajo. Eran cinco hombres y tres mujeres, pues allí había también personal femenino…

Pasaron diez días. Dar Veter ya estaba acostumbrado a su nuevo trabajo.

La explotación tenía su propia central energética: en el fondo de unas viejas galerías del continente, se ocultaban unos generadores de energía nuclear del tipo E — llamada antiguamente del segundo tipo —, que por no emitir radiaciones residuales duras era conveniente para las instalaciones locales.

Un sistema complicadísimo de máquinas se adentraba en las pétreas entrañas de la montaña submarina penetrando de continuo en el frágil mineral rojo-parduzco. El trabajo más difícil era el del piso inferior del sistema, donde se realizaba la extracción y fraccionamiento automáticos de la roca. La maquinaria recibía señales del puesto central, que se encontraba arriba, donde se efectuaba la observación general sobre el funcionamiento de los aparatos de corte y trituración, el control de las variaciones de dureza y viscosidad del mineral y la verificación de los pozos de preparación hidráulica. La velocidad del grupo de máquinas extractoras y trituradoras se aumentaba o disminuía en dependencia del variable contenido de metal. Toda aquella labor de vigilancia y comprobación que efectuaban los mecánicos no se podía confiar a dispositivos automáticos, debido a la limitación del espacio protegido contra el mar.

Dar Veter era mecánico, encargado del reglaje y observación del grupo inferior.