Sucedíanse las largas guardias diarias en cámaras en penumbra, llenas de esferas y cuadrantes, donde la bomba de aireación acondicionada luchaba a duras penas contra el agobiador bochorno, agravado por el aumento de la presión a causa de los inevitables escapes de aire comprimido.
Terminada la jornada, Dar Veter y su joven ayudante salían a la superficie, a respirar durante largo rato el aire puro en la terraza con balaustrada; después de bañarse y comer, volvía cada uno a su habitación en una de las casitas superiores. Dar Veter trataba de reanudar su estudio de una nueva rama de las matemáticas: la coclear. Le parecía haber olvidado su anterior contacto con el Cosmos. Como a todos los trabajadores de la mina de titanio, le gustaba acompañar con la mirada las balsas con los lingotes de aquel mineral, cuidadosamente apilados. Después de la reducción de los frentes polares, las tempestades eran mucho menos fuertes, y una gran parte del transporte marítimo se efectuaba en balsas remolcadas o automotrices. Cuando llegó el día de relevar el personal, Dar Veter se quedó allí con otros dos entusiastas de los trabajos mineros.
Nada es eterno en este variable mundo, y la mina hubo de paralizarse para la reparación correspondiente del grupo de máquinas de extracción y fraccionamiento. Dar Veter penetró por vez primera hasta el fondo de la explotación, donde solamente con una escafandra especial podía soportarse el calor, la elevada presión y el gas tóxico que escapaba de pronto por las fisuras. A la cegadora luz de la galería, las parduscas paredes de rutilo centelleaban con sus peculiares destellos diamantinos y lanzaban rojos fulgores, como unos ojos furibundos ocultos en la roca. Reinaba allí un silencio extraordinario. La perforadora electrohidráulica de chispa y los enormes discos — emisores de ondas ultracortas — permanecían inmóviles por primera vez en muchos meses. Al pie de ellos, aprovechando la ocasión, unos geofísicos que acababan de llegar estaban atareados instalando sus aparatos, a fin de comprobar los contornos del yacimiento.
Arriba, cálidos y serenos, transcurrían los días del otoño meridional. Dar Veter fue a las montañas, donde sintió con singular fuerza la grandeza de aquellas moles de piedra que se alzaban inmóviles, en el decurso de milenios, ante el mar y el cielo. Rumoreaban las hierbas secas, con susurro de seda; de abajo, apenas llegaba el batir de las olas. El cuerpo cansado demandaba reposo, pero el cerebro captaba con ansia las impresiones del mundo, que se antojaban nuevas después del largo y penoso trabajo subterráneo.
El ex director de las estaciones exteriores, al aspirar el aroma de las rocas recalentadas y de las hierbas del desierto, creyó que aún le esperaba mucho bueno, tanto más, cuanto más fuerte fuera él mismo. Y le vino a la memoria una vieja sentencia popular:
Quien siembra la acción, recoge la costumbre. Quien siembra la costumbre, recoge el carácter.
Quien siembra el carácter, recoge el destino.
Sí, ¡la mayor lucha del hombre era la lucha contra el egoísmo! No había que combatirlo con máximas sentimentales ni con una moral bella, pero ineficaz, sino con la comprensión dialéctica de lo que el egoísmo significaba. Éste no era un engendro de algún espíritu maligno, sino el natural instinto de conservación del hombre primitivo, que había desempeñado tan gran papel en el salvajismo. Ahí estaba la causa de que en individualidades fuertes, brillantes, el egoísmo fuera también fuerte, con bastante frecuencia, y difícil de vencer. Pero esa victoria constituía una necesidad, quizá más imperiosa en la sociedad moderna. Por ello se dedicaban tantos esfuerzos y tiempo a la educación y se estudiaba con sumo cuidado la estructura de la herencia de cada uno. En la grandiosa mezcla de razas y pueblos que habían creado una sola familia en el planeta, surgían de pronto, de las ignotas profundidades de la herencia, los más inesperados rasgos del carácter de los antepasados. Producíanse sorprendentes desviaciones psíquicas que tenían sus orígenes en los tiempos de grandes calamidades de la Era del Mundo Desunido, cuando los hombres no guardaban precauciones en las pruebas y empleo de la energía nuclear, lesionando así la herencia de multitud de personas…
Dar Veter también había tenido una larga genealogía, innecesaria ya. El estudio de los antepasados se había sustituido por el análisis directo de la estructura del mecanismo hereditario, análisis que en el tiempo presente adquiría mayor importancia debido a la longevidad. A partir de la Era del Trabajo General, los hombres vivían hasta ciento setenta años, y ya se vislumbraba que los trescientos no eran el límite de la vida humana…
El susurro de unas piedrecillas al rodar arrancó a Dar Veter de sus vagas y complejas meditaciones. Por la vertiente descendían dos personas: la operaría de la sección de electro-fundición, mujer callada y tímida, y el ingeniero del servicio exterior, hombre pequeño y vivaracho. Los dos, colorados de la rápida marcha, saludaron al pasar con la intención de seguir su camino, pero Dar Veter los detuvo.
— Hace tiempo quería pedirle — dijo, dirigiéndose a la operaría — que ejecutara la trece sinfonía cósmica en fa menor azul. Usted ha tocado mucho para nosotros, pero nunca esa obra musical.
— ¿La de Zig Zor? — inquirió la mujer, y como Dar Veter asintiera, ella se echó a reír.
— Hay pocas personas en la Tierra capaces de interpretarla… El piano solar de triple teclado es demasiado pobre, y todavía no está hecha la transposición… Yo dudo de que la hagan alguna vez. Pero ¿por qué no pide usted a la Casa de la Música Superior que pongan la grabación? Nuestro receptor es universal y de bastante potencia.
— Yo no sé cómo se hace eso — barbotó Dar Veter —. Antes, no…
— ¡Yo la pediré esta noche! — le prometió y, luego de tenderle la mano a su acompañante, continuó el descenso.
Durante el resto del día, Dar Veter tuvo el presentimiento de que iba a acontecer algo trascendental. Con extraña impaciencia aguardaba las once de la noche, hoja fijada por la Casa de la Música Superior para la transmisión de la sinfonía.
La operaría de la electrofundición, como directora de la velada, colocó a Dar Veter y a otros aficionados en el campo focal de la pantalla semiesférica de la sala de conciertos, frente a la rejilla de plata de la caja de resonancia. Apagó la luz, después de explicar que ésta impediría apreciar bien la parte cromática de la sinfonía, la cual sólo podía ejecutarse en una sala especialmente equipada, mientras que allí, por fuerza, veríase constreñida al espacio interior de la pantalla.
En las tinieblas, percibíase solamente la débil claridad de la pantalla y apenas se oía el constante fragor del mar. Allá, en la infinita lejanía, surgió un sonido grave y tan denso que parecía tener corporeidad. Se hacía cada vez más fuerte, conmoviendo la estancia y los corazones; luego descendió de pronto, aumentando de tono, y desgranose al punto, esparcido en millones de añicos de cristal. Unas chispas minúsculas, de anaranjados destellos, rasgaron las sombras. Aquello era como la descarga del rayo primitivo que fundiera por primera vez, hacía millones de siglos, las combinaciones simples de carbono en moléculas más complejas que habían de ser base de la materia orgánica y de la vida.
A continuación, se alzó una ola de agitados sonidos desacordes, y un coro de mil voces cantó el dolor, la nostálgica tristeza, la desesperación, matizados de unos tenues fulgores purpúreos y escarlata que se encendían y apagaban con celeridad.
En la sucesión de las breves notas, que vibraban con brusquedad, observose un movimiento circular ascendente, y una confusa espiral de fuego gris se elevó sinuosa a gran altura. De súbito, el torbellino del coro fue hendido por unas notas largas, arrogantes y sonoras, plenas de impetuosa fuerza.
Los vagos contornos ígneos del espacio eran atravesados por las nítidas líneas azules de unas flechas de fuego que volaban en las insondables tinieblas, más allá de la espiral, para hundirse en la noche del espanto y el silencio.