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Oscuridad y silencio: tal era el final de la primera parte de la sinfonía.

Antes de que los oyentes, un poco aturdidos, tuvieran tiempo de pronunciar una palabra, se reanudó la música. Anchas cascadas de potentes sonidos, acompañados de cegadores reflejos multicolores, caían, cada vez más bajos y débiles, mientras se apagaban, en melancólico ritmo, las luces centelleantes. De nuevo, algo estrecho y afilado palpitó impetuoso en las cascadas, y otra vez las luces azules empezaron a danzar en ascensión rítmica.

Dar Veter, maravillado, percibió en los sonidos azules la tendencia a la complicación de ritmo y de formas, y pensó que no había mejor manera de reflejar la primitiva lucha de la vida contra la entropía… Escalones, diques y filtros contenían la caída de la energía a los niveles inferiores. «¡Así es, así precisamente! ¡Ahí están los primeros impulsos de la muy compleja organización de la materia!» Las flechas azules se unieron en una zarabanda de figuras geométricas, de formas cristalinas y de enrejados que se complicaban proporcionalmente a las combinaciones de tonos menores, o se esparcían y agrupaban de nuevo para desvanecerse súbitos en la penumbra gris.

La tercera parte de la sinfonía se inició con una lenta sucesión armónica de notas graves, a cuyo compás se encendían y apagaban unos faroles azules que se hundían en el abismo infinito del espacio y el tiempo. La afluencia de sones profundos, amenazadores, aumentaba y su ritmo se hacía más frecuente convirtiéndose en una melodía entrecortada, siniestra. Las luces azules se inclinaban como flores sobre sus finos e ígneos tallos. Abatíanse tristes al embate de los sones de cobre, broncos y retumbantes, que se iban extinguiendo. Pero las filas de aquellos farolillos o lucecillas se hacían cada vez más compactas, y sus tallos más gruesos. Dos franjas de fuego perfilaban ya un camino que se perdía en la negrura inacabable, mientras en la inmensidad del Universo expandíanse, doradas y sonoras, las voces de la vida, animando con su calor magnífico la sombría indiferencia de la materia en movimiento. La oscura senda se convertía en un río, en un torrente gigantesco de llamas azules, en el que rielaban, como arabescos cada vez más caprichosos, los multicolores reflejos.

Las sutiles combinaciones superiores de armoniosas curvas y de superficies esféricas eran tan bellas como los tensos acordes escalonados y ascendentes, cuya sucesión aumentaba con suma rapidez la complejidad de la sonora melodía, que resonaba más y más fuerte…

Dar Veter sentía mareos y no podía seguir todos los matices de la música y la luz. Tan sólo captaba las líneas generales de aquella obra grandiosa. En el océano de agudas notas límpidas, cristalinas, cabrilleaba, gozosa y espléndida, la potente luz azul. El tono iba en continuo crescendo. La melodía siguió girando vertiginosa en espiral ascendente, hasta que se quebró de pronto en cegadora explosión de fuego.

La sinfonía había terminado, y Dar Veter comprendió al fin qué era lo que le faltaba durante aquellos largos meses. Le faltaba el trabajo lo más cerca posible del Cosmos, de la espiral — que giraba en constante ascenso — de la tendencia humana hacia el futuro.

Desde la sala de conciertos fue directamente al puesto de conferencias televisofónicas y llamó a la estación central de distribución de trabajo de la zona Norte de viviendas. El joven informador que había enviado a Dar Veter a las minas, le reconoció y se alegró de verle.

— Esta mañana le han llamado del Consejo de Astronáutica, pero no he podido establecer contacto con usted. Ahora mismo le pongo en comunicación.

La pantalla se apagó para volver a iluminarse al instante, y en ella surgió Mir Om, primer secretario de los cuatro del Consejo. Estaba muy serio, incluso triste, al menos así le pareció a Dar Veter.

— ¡Ha ocurrido una gran desgracia! El satélite artificial 57 ha perecido. El Consejo le confía una misión extraordinariamente difícil. Le enviaré ahora mismo una planetonave iónica. ¡Esté preparado!

Dar Veter permaneció inmóvil de estupor, ante la pantalla apagada.

Capítulo VIII. OLAS ROJAS

En el amplio balcón del Observatorio soplaba libre el viento. Traía de África, a través del mar, el incitante aroma de las flores tropicales, que despertaba inquietos anhelos.

Mven Mas, por muchos esfuerzos que hacía no lograba adquirir esa serena firmeza, exenta de toda duda, tan necesaria la víspera de una gran prueba. Ren Boz le había comunicado desde el Tíbet que el reequipamiento de la instalación de Kor Yull estaba terminado. Los cuatro observadores del satélite artificial 57 habían accedido de buen grado a arriesgar su vida con tal de colaborar en una experiencia que desde hacía largos años no se efectuaba en la Tierra.

Pero el experimento se realizaba sin autorización del Consejo y una amplia discusión previa de todas las posibilidades, lo que daba a la empresa el agridulce aliciente de una reserva furtiva, tan impropia de los hombres contemporáneos.

El grandioso fin que perseguían parecía justificar todas aquellas medidas, y sin embargo… ¡mejor hubiera sido tener completamente limpia la conciencia! Surgía el antiquísimo conflicto humano entre el fin y los medios para conseguirlo. La experiencia de miles de generaciones demostraba que había que saber determinar el límite de transición con igual exactitud que lo hacía el cálculo repagular en las abstractas cuestiones de las matemáticas. Mas ¿cómo conseguir esa exactitud en el dominio de la intuición y la moral?…

El caso de Bet Lon le quitaba el sueño al africano. Hacía treinta y dos años, Bet Lon, célebre matemático de nuestro planeta, había descubierto que ciertos síntomas de desviación en la acción recíproca de potentes campos de fuerza debían obedecer a la existencia de dimensiones paralelas. El matemático aquél hizo una serie de curiosas experiencias sobre la desaparición de objetos. La Academia de los Límites del Saber encontró un error en sus fórmulas y dio una explicación completamente distinta en cuanto a los orígenes de los fenómenos observados. Bet Lon era hombre de gran inteligencia, hipertrofiada a expensas de la moral, débilmente desarrollada en él, y de la inhibición de los deseos. Enérgico y egoísta, decidió continuar sus experiencias en el mismo sentido.

Para obtener pruebas decisivas, incorporó a sus experiencias a unos jóvenes voluntarios, gente intrépida, dispuesta a cualquier sacrificio con tal de servir a la ciencia. Aquellos muchachos desaparecían sin dejar rastro alguno, lo mismo que los objetos, y ni uno solo dio desde «el más allá» las señales de vida que esperaba el cruel matemático. Después de haber enviado a «la nada», es decir, a una muerte cierta, a un grupo de doce personas, Bet Lon fue entregado a los tribunales. El delincuente supo demostrar su convicción de que los desaparecidos seguían vagando, vivos, por otra dimensión y afirmó que había actuado únicamente con el asentimiento de sus víctimas. Condenado al exilio, pasó diez años en Mercurio y luego se recluyó en la isla del Olvido, apartándose del mundo. En opinión de Mven Mas, el caso de Bet Lon se parecía al suyo. En aquella ocasión también se trataba de una experiencia secreta, prohibida por razones científicas, y la similitud desagradaba grandemente al director de las estaciones exteriores.

Dos días más tarde tendría lugar la transmisión por el Circuito, y después quedaría libre una semana para llevar a cabo la experiencia.

Mven Mas alzó los ojos al cielo. Las estrellas le parecieron más brillantes y entrañables que nunca. A muchas las conocía por sus antiguos nombres, como a viejas amigas. ¿No eran acaso, desde tiempos inmemoriales, amigas del hombre, al que guiaban en su camino, elevando sus pensamientos y alimentando sus sueños?