Allí estaba una estrellita pálida que declinaba hacia el horizonte del Norte: la Polar o Gama de Cefeo. En la Era del Mundo Desunido formaba parte de la Osa Menor, pero el viraje del extremo de la Galaxia, en unión del sistema solar, se efectuaba en dirección a Cefeo. Arriba, en la Vía Láctea, desplegadas las alas, el Cisne, una de las constelaciones más interesantes del cielo boreal, tendía ya hacia el Sur su largo cuello. En ella relucía la bella estrella doble que los antiguos árabes llamaban Albireo. En realidad, eran tres estrellas, la doble, Albireo I y Albireo II, enorme, azul y lejana, con un gran sistema planetario. Ésta se encontraba casi a la misma distancia de la Tierra que Deneb, gigantesco astro blanco, situado a la cola del Cisne y cuatro mil ochocientas veces más luminoso que nuestro Sol. En la última transmisión, nuestro fiel amigo 61 del Cisne había captado una advertencia de Albireo II, que conservaba extraordinario interés, a pesar de haber sido recibida cuatrocientos años después de su emisión. Un célebre explorador cósmico de Albireo II, cuyo nombre, transcrito en letras terrestres, era Vlijj oz Ddiz, había perecido en la región de la Lira al encontrar el más terrible peligro del Universo: la estrella Ookr. Los científicos de la Tierra incluían esos astros en la clase E, llamada así en honor de Einstein, ilustre físico de la antigüedad, que había previsto la existencia de esos cuerpos celestes. Su suposición fue largamente discutida e incluso se llegó a establecer un límite de masa estelar, denominado límite Chandrasekahr. Pero este astrofísico de los tiempos antiguos basaba solamente sus cálculos en la mecánica elemental de la atracción y la termodinámica general, sin tener absolutamente en cuenta la compleja estructura electromagnética de las estrellas gigantes y supergigantes. Y precisamente las fuerzas electromagnéticas eran las que condicionaban la existencia de las estrellas E, que competían en magnitud con colosos rojos de la clase M como Antarés y Betelgeuse, aunque se distinguían de ellos por una mayor densidad, aproximadamente igual a la del Sol. Su descomunal fuerza de atracción detenía la emisión de rayos, impidiendo que la luz abandonase la estrella para expandirse por el espacio. Aquellas enormes masas misteriosas existían en el Universo desde los tiempos más remotos, absorbiendo furtivas en su océano inerte todo cuanto caía en los irresistibles tentáculos de su atracción. En la antiquísima mitología hindú se llamaba «Noches de Brahma» a los períodos de inacción del Dios supremo; a ellos sucedían, según creencia de los antiguos, los «Días» o períodos de actividad creadora. Aquello se asemejaba en realidad al largo proceso de acumulación de materia que culminaba con el caldeamiento de la superficie de la estrella hasta llegar a la clase O — cero, es decir, a cien mil grados, aunque dicho proceso no tuviera relación alguna con la divinidad —. El resultado final era una deflagración formidable que lanzaba y esparcía por el espacio nuevas estrellas con nuevos planetas.
Así había hecho explosión en un tiempo la nebulosa del Cangrejo, cuyo diámetro era de cincuenta billones de kilómetros. Su explosión igualaba en fuerza a la simultánea de un cuatrillón de mortíferas bombas de hidrógeno de la Era del Mundo Desunido.
Las estrellas E, completamente oscuras, se adivinaban en el espacio tan sólo por su fuerza de atracción y la astronave que pasaba cerca de uno de aquellos monstruos estaba irremisiblemente perdida. Las estrellas invisibles infrarrojas de la clase espectral T constituían también un peligro en la ruta de los navíos cósmicos, así como las nubes opacas de grandes partículas y los cuerpos completamente enfriados de la clase TT.
Mven Mas consideraba que la creación del Gran Circuito, que enlazaba los mundos poblados de seres racionales, había sido una grandiosa revolución para la Tierra y cada uno de los planetas habitados. Además, significaba ante todo una victoria sobre el tiempo, sobre la corta duración de la vida humana, cuya brevedad no permitía a los terrenos ni a sus otros hermanos de pensamiento penetrar en las profundidades del espacio. Cada mensaje enviado por el Circuito era un mensaje al porvenir, porque el pensamiento humano remitido en esta forma seguiría atravesando el espacio hasta llegar a sus regiones más alejadas. La posibilidad de explorar estrellas muy remotas se hacía real, se trataba solamente de una cuestión de tiempo. Recientemente se había recibido una comunicación de una estrella inmensa, pero muy distante, denominada la Gama del Cisne, y la comunicación había tardado en llegar más de nueve mil años; sin embargo, era comprensible para los terrenos y había podido ser descifrada por los miembros del Circuito, cuya mentalidad era de un carácter afín. En cambio, la cuestión variaba por completo cuando el mensaje procedía de sistemas y cúmulos estelares globulares más antiguos que nuestros sistemas planos.
Lo mismo ocurría con respecto al centro de la Galaxia, en cuya nube estelar axial había una colosal zona de vida en millones de sistemas planetarios que no conocían las sombras de la noche y estaban eternamente iluminados por las irradiaciones de dicho centro. De allí se habían recibido incomprensibles mensajes, cuadros de estructuras complejas, inexplicables con arreglo a los conceptos terrestres. La Academia de los Límites del Saber llevaba ya cuatrocientos años tratando en vano de descifrarlos. Tal vez… — y al africano se le cortó el aliento ante la inesperada conjetura —. Tal vez las informaciones que llegaban de los sistemas planetarios cercanos, miembros del Circuito, fuesen de la vida interna de cada uno de los planetas habitados, de sus ciencias, técnica y obras de arte, mientras que los viejos mundos lejanos de la Galaxia mostrasen el movimiento externo, cósmico, de su ciencia y de su vida. ¿Cómo reorganizaban a su albedrío los sistemas planetarios?… «Barrían» el espacio limpiándolo de meteoritos que estorbaban el vuelo de las astronaves, los arrojaban en unión de los planetas exteriores, fríos, inhóspitos, sobre el astro central y prolongaban las irradiaciones de éste o elevaban de intento la temperatura de sus soles. Y cuando aquello no era suficiente, se reorganizaban los sistemas planetarios vecinos, donde creábanse condiciones óptimas para el desarrollo de civilizaciones gigantescas.
Mven Mas se puso en comunicación con el depósito de grabaciones mnemotécnicas del Gran Circuito y marcó la cifra correspondiente a una información lejana. Por la pantalla empezaron a pasar lentamente unos cuadros extraños, llegados a la Tierra procedentes del cúmulo estelar globular de la Omega del Centauro, el segundo en proximidad al sistema solar, del que le separaban tan sólo seis mil ochocientos parsecs. La luz de sus claras estrellas había atravesado el Universo durante veintidós mil años hasta llegar a los ojos del hombre terrestre.
Una compacta niebla azul se extendía en capas iguales hendidas por negros cilindros verticales que giraban con bastante rapidez. De modo apenas perceptible, los cilindros se estrechaban de vez en cuando por el medio formando unos conos de poca altura unidos por sus vértices. Entonces, la niebla azul se desgarraba en nítidas hoces de fuego que daban vertiginosas vueltas alrededor del eje de los conos; el color negro ascendía esfumándose en la altura, mientras se alzaban unas enormes columnas de cegadora blancura, entre las cuales asomaban, como oblicuos bastidores, unos alargados prismas verdes de afiladas aristas.
El africano se frotó la frente, haciendo esfuerzos para captar algo asequible a la mente terrena.
Los alargados prismas verdes se enrollaron en espirales a las columnas blancas y se deshicieron de pronto en una cascada de brillantes bolas que relucían con metálico fulgor y se iban juntando hasta formar un amplio anillo. El anillo aquel empezó a aumentar de tamaño, tornándose más ancho y alto.
Mven Mas sonrió enigmático y, luego de desconectar la grabación, abismóse de nuevo en sus meditaciones.
«Por falta de mundos habitados o, más bien, de contacto con ellos en las latitudes superiores de la Galaxia, los hombres de la Tierra no podemos aún desgajarnos de nuestra oscurecida zona ecuatorial galáctica. No podemos emerger del polvo cósmico en que están sumidas nuestra estrella-Sol y sus vecinas. Por ello, nos es más difícil que a otros conocer el Universo…» Volvió la mirada hacia el horizonte. Al Sur de la Osa Mayor, bajo los Lebreles, esparcíase la Cabellera de Berenice. Aquello era el «polo norte» de la Galaxia.