Precisamente en aquella dirección se abría una gran puerta al anchuroso espacio exterior, como asimismo en el punto opuesto del cielo, en el Taller del Escultor, no lejos de la célebre estrella Fomalhaut, donde se encontraba el «polo sur» del sistema. En la región periférica que contenía nuestro Sol, el espesor de las espiras de la Galaxia era sólo de seiscientos parsecs. Bastaba con atravesar de trescientos a cuatrocientos parsecs, perpendicularmente al plano del ecuador de la Galaxia, para elevarse sobre el nivel de aquella colosal rueda estelar. Aquel camino, infranqueable para las astronaves, no era un insuperable obstáculo para las transmisiones del Circuito. Pero ningún planeta de las estrellas situadas en aquellas regiones había conectado hasta la fecha con la gran red de comunicación…
Las eternas conjeturas y preguntas sin respuesta quedarían solventadas para siempre si se consiguiese llevar a cabo otra grandiosa revolución científica: vencer por completo al tiempo, salvar cualquier distancia en cualquier lapso, posar la planta del dueño y señor del Universo en los infinitos espacios del Cosmos. Y entonces, no sólo nuestra Galaxia, sino los demás archipiélagos siderales estarían tan próximos a nosotros como aquellos islotes del Mediterráneo, que chapoteaba, abajo, en las tinieblas de la noche. Allí estaba la justificación de la temeraria empresa ideada por Ren Boz, y que iba a realizar él, Mven Mas, director de las estaciones exteriores de la Tierra. Pero ¡si hubieran podido fundamentar mejor el proyecto para obtener la autorización del Consejo…
Las luces anaranjadas de la Vía Espiral se habían tornado blancas: eran las dos de la madrugada, hora en que se intensificaba el tráfico. Mven Mas recordó que al día siguiente era la Fiesta de las Copas Flamígeras, a la que había sido invitado por Chara Nandi. No podía olvidar a aquella muchacha de piel rojo broncínea y exquisita flexibilidad juncal que conociera a orillas del mar. Era como una flor de sinceridad y apasionados impulsos, rara en una época de sentimientos bien disciplinados. El director de las estaciones exteriores volvió a su despacho, llamó al Instituto de Metagaláctiea, que prestaba servicio nocturno, y pidió que le enviaran a la noche siguiente los estereo-telefilmes de varias galaxias.
Recibida la conformidad, subió a la azoteílla de la fachada interior, donde se encontraba su aparato de saltos a gran distancia. Le gustaba aquel deporte, no muy extendido, en el que había alcanzado bastante maestría. Después de ajustarse a la cintura la correa del balón de helio, el africano, de un ágil salto, se lanzó al espacio, poniendo en marcha por un segundo la hélice, que funcionaba con un acumulador ligero. Describió en el aire una curva de unos seiscientos metros, se posó en un saledizo de la Casa de la Alimentación y saltó otra vez. En cinco saltos, llegó a un pequeño jardín que se encontraba en la escarpada falda de una montaña caliza, quitóse el aparato sobre una torreta de aluminio y deslizóse a tierra por una pértiga, hacia su duro lecho, al pie de un enorme plátano.
Arrullado por el susurro de las anchas hojas, se quedó dormido.
La Fiesta de las Copas Flamígeras debía su nombre a un conocido poema del poeta e historiador Zan Sen, que había descrito una antigua costumbre hindú. Se elegía a las mujeres más bellas, y éstas ofrecían a los héroes que marchaban a la guerra espadas y copas con llameante resina aromosa. Las espadas y las copas habían caído en desuso hacia tiempo, y perduraban solamente como símbolo del heroísmo. Las hazañas se multiplicaban sin límite entre la intrépida población, plena de energías, de nuestro planeta.
La enorme capacidad de trabajo — que en el pasado únicamente poseían hombres de singulares dotes a los que se llamaba genios —, dependía por entero de la fortaleza física y abundancia de hormonas estimulantes. El cuidado de la salud, durante miles de años, había hecho que el hombre corriente fuera semejante a los héroes antiguos, ávidos de proezas, amor y saber.
La Fiesta de las Copas Flamígeras era la fiesta primaveral de la mujer. Todos los años, en el cuarto mes después del solsticio de invierno — o sea en abril del calendario antiguo — las más encantadoras mujeres de la Tierra mostraban en público sus danzas, canciones y ejercicios gimnásticos. Los finos matices de belleza de las diferentes razas, que se manifestaban en la mezclada población del planeta, resplandecían allí en inagotable diversidad, como múltiples facetas de maravillosas gemas, proporcionando inmenso deleite a los espectadores, entre los que figuraban desde los hombres de ciencia e ingenieros, fatigados de una labor asidua, hasta los inspirados artistas o los alumnos, todavía adolescentes, de las escuelas del tercer ciclo. No menos hermosa era la fiesta otoñal masculina de Hércules, que se celebraba en el noveno mes. Los jóvenes que habían llegado a su mayoría de edad rendían cuentas de sus «trabajos de Hércules».
Posteriormente, se tomó la costumbre de someter al juicio público en esos días las obras y realizaciones notables efectuadas durante el año. La fiesta pasó a ser general — de las mujeres y de los hombres — y se dividió en los días de la Bella Utilidad, del Arte Superior, de la Audacia Científica y de la Fantasía. En un tiempo, Mven Mas había sido proclamado héroe del primero y tercer día…
El africano llegó a la monumental Sala Solar del Estadio Tirreno en el preciso momento en que actuaba Veda. Encontró el noveno sector del cuarto radio, donde estaban sentadas Evda Nal y Chara Nandi, y se puso a la sombra de una arcada a escuchar la voz grave de Veda. Toda vestida de blanco, muy alzada la cabeza de cabellos claros, tendido el rostro hacia las gradas altas, cantaba una jubilosa tonada, y a Mven Mas le parecía que ella era la encarnación de la primavera.
Cada espectador oprimía uno de los cuatro botones instalados ante él. En el techo se encendían unas luces doradas, azules, esmeralda o rojas que indicaban al artista la apreciación que se daba a su trabajo, sustituyendo así los ruidosos aplausos de los antiguos tiempos.
Veda, al terminar su canción, fue recompensada con un vivo resplandor de luces doradas y azules, entre las que se perdían algunas esmeraldas. Arrebolada, como siempre que se emocionaba, se unió a sus amigas. Entonces se acercó Mven Mas, que fue acogido afectuosamente.
Buscó con la mirada a su maestro y antecesor, pero Dar Veter no aparecía por parte alguna.
— ¿Dónde han escondido ustedes a Dar Veter? — preguntó en broma a las tres mujeres.
— ¿Y dónde ha metido usted a Ren Boz? — repuso Evda Nal, y el africano rehuyó la penetrante mirada.
— Veter está escarbando el suelo de América del Sur, para extraer titanio — explicó caritativa Veda Kong, y un temblor impreciso estremeció su rostro.
Chara Nandi, con ademán protector, atrajo hacia sí a la bellísima historiadora y, cariñosa, apretó su mejilla contra la de ella. Los rostros de las dos mujeres, tan diferentes, se asemejaban, hermanados por la misma dulce ternura.
Las cejas de Chara, rectas bajo la despejada frente, parecían las desplegadas alas de un pájaro cernido en el espacio y armonizaban con los alargados ojos. Las de Veda se alzaban hacia las sienes.
«Una ave levanta el vuelo», comparó mentalmente el africano.
La espesa cabellera de Chara, negra y brillante, que caía sobre la nuca, esparciéndose por los hombros, acentuaba el tono severo de los alisados cabellos de Veda, recogidos en alto peinado.