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Chara miró al reloj de la cúpula de la sala y se levantó.

Su vestido asombró a Mven Mas. Una estrecha malla de platino rodeaba los tersos hombros de la muchacha dejando ver el cuello. Bajo las clavículas, la malla se cerraba con un reluciente broche de turmalina roja.

Los pechos, firmes, turgentes, como dos espléndidas pomas de maravilloso trazo, estaban casi descubiertos. Una franja de terciopelo morado pasaba entre ellos, desde el broche hasta el cinturón. Otras franjas iguales, que mantenían tensas unas cadenillas enlazadas en la desnuda espalda, cruzaban por en medio cada seno. Ceñía el breve talle un albo cinturón, tachonado de estrellas negras, con una hebilla de platino en forma de media luna. Sujeta por atrás al cinturón pendía una especie de media falda larga de gruesa seda blanca, ornada igualmente de negras estrellas. La danzarina no llevaba joya alguna, salvo las refulgentes hebillas de sus zapatitos negros.

— Pronto me toca a mí — dijo Chara imperturbable, dirigiéndose hacia los arcos de la entrada a escena. Lanzó una mirada al africano y desapareció seguida de un murmullo de interés y de millares de ojos.

En el escenario apareció una gimnasta. Era una muchacha, admirablemente formada, que no tendría más de dieciocho años. Aureolada por una luz de oro, ejecutó al compás de la música una verdadera cascada de saltos, vuelos y rápidas vueltas en el aire para quedar inmóvil, en inconcebible equilibrio, durante los pasajes armoniosos y lentos de la melodía. Los espectadores manifestaron su aprobación encendiendo infinidad de luces doradas, y Mven Mas pensó que a Chara Nandi no le sería fácil actuar después de un éxito semejante. Un poco inquieto, observó a la multitud de enfrente, y de pronto vio en el tercer sector al pintor Kart San. Éste le saludó con una alegre despreocupación que el africano consideró inoportuna, pues ¿quién, sino él, que había pintado «La hija del Mediterráneo», tomando a Chara como modelo, debía sentir mayor preocupación por la suerte de ella en aquel momento?

Apenas hubo decidido el africano que en cuanto terminase la experiencia iría a ver el cuadro, se apagaron las luces de arriba. El transparente suelo de cristal orgánico iluminóse con resplandor grana, como el hierro candente. De las candilejas brotaron surtidores de luces rojas que se agitaban y corrían en oleadas al ritmo de la melodía, donde el canto agudo de los violines era acompañado por los graves sones de las cuerdas de cobre. Levemente aturdido por el ímpetu y la fuerza de la música, Mven Mas no advirtió al pronto que en el centro de aquel suelo en llamas había surgido Chara y empezado su danza con una cadencia tan rápida, que mantenía en suspenso a los espectadores.

Mven Mas se preguntó con espanto qué iba a ocurrir si la música requería aún mayor celeridad de movimientos. Ella danzaba no sólo con los pies y los brazos, todo su cuerpo respondía a la llamada de la ardiente música con el aliento, no menos cálido, de la vida. Y el africano pensó que si todas las mujeres de la antigua India eran como Chara, el poeta tenía razón al compararlas con copas flamígeras y dar este nombre a la fiesta femenina.

Los reflejos del escenario y el suelo daban al bronceado rojizo de Chara tonos de refulgente cobre. Y el corazón de Mven Mas empezó a palpitar con violencia. Aquella tonalidad de piel la había visto por vez primera en los habitantes del maravilloso planeta de la Épsilon del Tucán. Precisamente entonces había conocido la existencia de cuerpos humanos tan espiritualizados, que eran capaces de transmitir con sus movimientos, con sutilísimos cambios de bellas formas, los más hondos matices del sentimiento, de la fantasía, de la pasión, de la jubilosa plegaria…

El africano, que tenía puesto todo su afán en aquella inaccesible lejanía de noventa parsecs, acababa de comprender que en el inmenso tesoro de belleza de la humanidad terrena podían hallarse flores tan divinas como la admirable visión del lejano planeta, guardada por él con sumo cuidado. Pero aquel irrealizable anhelo, acariciado largamente, no podía desaparecer tan pronto. Al tomar el aspecto de la mujer de piel roja, hija de la Épsilon del Tucán, Chara había hecho aún más fuerte la tenaz decisión del director de las estaciones exteriores.

Evda Nal y Veda Kong, que eran excelentes bailarinas y veían por primera vez las danzas de Chara, estaban maravilladas de su arte. Veda, en la que alentaba el antropólogo y el historiador de las razas antiguas, llegó a la conclusión de que en el pasado remoto las mujeres de Gondwana, de países meridionales, habían sido siempre más numerosas que los hombres, diezmados por las luchas con multitud de terribles fieras. Más tarde, cuando en los países meridionales de densa población se formaron los Estados despóticos del antiguo Oriente, muchísimos hombres morían también en las continuas guerras frecuentemente provocadas por el fanatismo religioso o los caprichos de los tiranos. Las hijas del Sur llevaban una vida dura, en la que se iba puliendo su perfección. En cambio en el Norte, donde los habitantes eran pocos y la naturaleza pobre, no existía el despotismo estatal de los Siglos Sombríos. Los hombres se conservaban en mayor número y las mujeres, más apreciadas, vivían con más dignidad.

Veda observaba cada ademán de Chara y advertía en sus movimientos una sorprendente dualidad: eran a la vez dulces y rapaces. La dulzura provenía de su cadencia suave y de la flexibilidad prodigiosa de su cuerpo, mientras que la impresión de rapacidad era debida a las bruscas transiciones, vueltas y paradas, que realizaba con vertiginosa rapidez de fiera. Aquella agilidad furtiva la habían heredado las morenas hijas de Gondwana en milenios de enconada lucha por la existencia. Y sin embargo, ¡cuan armoniosamente se conjugaba en Chara con los rasgos, firmes y suaves, cretensehelenos!

A la breve lentitud del adagio se unieron los sones discordantes, cada vez más acelerados, de unos instrumentos de percusión. El impetuoso ritmo de ascenso y descenso de los sentimientos humanos se reflejaba en la danza con movimientos plenos de emoción que alternaban con inmovilidades de estatua. El despertar de los sentimientos adormecidos, su explosión fulminante, una extenuación agotadora, la muerte, y, de nuevo, el renacer; otra vez las pasiones tumultuosas e ignotas, la vida encadenada y en lucha con la marcha irrefrenable del tiempo, con la determinación, precisa e indeclinable, del deber y el destino. Evda Nal percibía cuan entrañable le era el fondo psicológico de aquella danza, y un cálido arrebol coloreaba sus mejillas, mientras se le cortaba el aliento… Mven Mas ignoraba que la suite del ballet había sido compuesta expresamente para Chara Nandi, pero no temía ya a aquel ritmo huracanado que la muchacha seguía sin esfuerzo. Las olas rojas envolvían su cuerpo de cobre, arrancando destellos grana de sus fuertes piernas, para perderse en los sombríos pliegues del vestido entre los rosados reflejos de la blanca seda. Sus brazos, echados hacia atrás, iban quedando inmóviles, lentamente, sobre la cabeza. Y de pronto, el torbellino de impetuosas notas altas se interrumpió, sin final alguno, y se apagaron las luces rojas. En la elevada cúpula encendióse la luz corriente. La muchacha, cansada, inclinó la cabeza, y sus espesos cabellos le cubrieron el semblante. Al momento, un resplandor iluminó la sala — en dorado centelleo de miles de luceros — y oyóse un rumor sordo: los espectadores, en pie, tributaban a Chara el más alto honor que se podía rendir a un artista, alzando y bajando las manos, juntas sobre la cabeza. Y Chara, impasible antes de su actuación, se turbó, apartó del rostro los cabellos y echó a correr, fija la mirada en las gradas superiores.

Los directores de la fiesta anunciaron un entreacto. Mven Mas salió lanzado en busca de Chara, mientras Veda Kong y Evda Nal se dirigían hacia la monumental escalinata, de opaco cristal — esmalte azul celeste y un kilómetro de anchura —, que descendía del estadio al mismo mar. El crepúsculo, claro y fresco, invitaba a las dos mujeres a bañarse, siguiendo el ejemplo de miles de espectadores.