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— No en vano me llamó la atención Chara Nandi, en cuanto la conocí — dijo Evda Nal —. Es una gran artista. ¡Acabamos de ver la danza de la fuerza de la vida! Eso debía de ser el Eros de los antiguos…

— Ahora comprendo la razón que tenía Kart San al afirmar que la belleza es más importante de lo que nos parece. En ella está la dicha y el sentido de la vida. ¡Certeras palabras! Y su definición también es cierta — asintió Veda, quitándose los zapatos y hundiendo los pies en el agua tibia que chapoteaba en los escalones.

— Cierta cuando la fuerza psíquica es engendrada por un cuerpo sano, pleno de energía — rectificó Evda Nal, en tanto se despojaba del vestido, y arrojóse a las transparentes olas.

Veda le dio alcance y ambas nadaron hacia una enorme isla de caucho, que brillaba argentada a kilómetro y medio del estadio. Su superficie plana, al mismo nivel del mar, estaba bordeada de hileras de conchas de nacarado plástico, lo suficientemente grandes para proteger del sol y del viento a tres o cuatro personas, aislándolas por completo de sus vecinos.

Ambas mujeres se echaron sobre el blando fondo balanceante de la «concha», a respirar el aire eternamente fresco del mar.

— Desde que nos vimos en la costa, ¡se ha tostado usted mucho! — comentó Veda, observando a su amiga —. ¿Ha estado junto al mar o ha tomado píldoras de pigmentación broncínea?

— Es de las píldoras PB — confesó Evda —. Sólo he estado al sol ayer y hoy.

— ¿No sabe verdaderamente dónde está Ren Boz? — inquirió Veda.

— Sobre poco más o menos, lo sé, y ello es bastante para sentirme intranquila — repuso quedo Evda Nal.

— ¿Es que usted querría?… — Veda no terminó la pregunta, y Evda, alzando lentamente los ojos, la miró de frente, a la cara.

— Ren Boz me parece un chiquillo inexperto, desvalido — prosiguió, vacilante, Veda —.

En cambio, usted es una mujer entera y con una gran inteligencia que no desmerece de la de cualquier hombre. Se percibe siempre en usted una voluntad tensa, de acero.

— Eso mismo me dijo Ren Boz. Pero su apreciación acerca de él es errónea y tan unilateral como el propio Ren Boz. Es un hombre audaz con un talento extraordinario y una enorme capacidad de trabajo. Incluso hoy día, hay pocas personas como él en nuestro planeta. En comparación con sus aptitudes, sus demás cualidades parecen poco desarrolladas, porque son análogas a las de la gente media e incluso más infantiles.

Tiene usted razón al calificarle de chiquillo, lo es pero al propio tiempo se trata de un héroe, en toda la acepción de la palabra. Fíjese en Dar Veter, él también tiene algo de chiquillo, pero ello se debe a exceso y no a falta de fuerza física, como le pasa a Ren.

— ¿Y qué opina usted de Mven? — indagó Veda —. Ahora ya le conoce usted mejor, ¿verdad?

— Mven Mas es una bella combinación de inteligencia fría y ardientes pasiones arcaicas.

Veda Kong soltó una carcajada.

— ¿Cómo aprendería yo a caracterizar con tanta exactitud?

— La psicología es mi profesión — dijo Evda, encogiéndose de hombros —. Pero permítame que le haga a mi vez una pregunta. ¿Sabe usted que Dar Veter me agrada mucho?…

— ¿Y teme las soluciones a medias? — repuso Veda arrebolándose —. Esté tranquila, en este caso no habrá esas fatales soluciones. Todo está claro como el agua… — y, bajo la escrutadora mirada de la psicóloga, continuó serena —: En cuanto a Erg Noor…

nuestros caminos se separaron hace tiempo. Mas yo no podía ceder a un nuevo amor mientras él estuviera en el Cosmos, no podía alejarme de él, debilitando así la esperanza, la fe en su regreso. Ahora, esto es ya una realidad. Erg Noor lo sabe todo, pero sigue su camino.

Evda Nal abarcó con su fino brazo los rectos hombros de Veda.

— Entonces, ¿es Dar Veter?…

— ¡Sí! — contestó Veda con firmeza.

— ¿Y él lo sabe?

— No. Más tarde, cuando la Tantra esté aquí… Bueno, ¿no es hora ya de volver? — se inquietó Veda.

— Para mí ya es hora de dejar la fiesta — contestó Evda Nal —. Mi permiso se acaba.

Me espera un nuevo y gran trabajo en la Academia de las Penas y de las Alegrías, y aún tengo que ir a ver a mi hija.

— ¿Tiene usted una hija mayorcita?

— De diecisiete años. Mi hijo es mucho mayor. Yo he cumplido el deber de toda mujer normalmente desarrollada y fecunda: tener dos hijos como mínimo. Me gustaría tener un tercero, ¡pero ya criado! — exclamó, mientras una sonrisa de amoroso cariño iluminaba su rostro, pensativo, y entreabría sus labios, de curvo trazo.

— Pues yo me imaginaba un lindo niño de ojos grandes… con una boquita tan acariciadora y sorprendida como la de usted… pero con pecas y chatillo — dijo picara Veda, perdida la mirada en la lejanía.

Luego de una pausa, su amiga le preguntó:

— ¿No tiene usted aún nuevo trabajo?

— No, espero a la Tantra. Después habrá una expedición larga.

— ¿Quiere venir conmigo a ver a mi hija? — Le propuso Evda, y Veda aceptó de buena gana.

Todo un muro del Observatorio estaba ocupado por una pantalla semiesférica, de siete metros, para la proyección de fotografías y filmes tomados por los potentes telescopios.

Mven Mas puso una vista panorámica de un sector del cielo, cercano al polo norte de la Galaxia, banda meridional de constelaciones desde la Osa Mayor hasta el Cuervo y el Centauro. Allí, en los Lebreles, la Cabellera de Berenice y Virgo, se encontraban multitud de galaxias, islas siderales del Universo en forma de ruedas planas o discos. Muchas de ellas se habían descubierto sobre todo en la Cabellera de Berenice: aislados, regulares e irregulares, en distintas posiciones y proyecciones, a veces a inimaginables distancias de miles de millones de parsecs y en ocasiones formando enormes «nubes» de decenas de miles de galaxias. Las más grandes llegaban a tener de veinte a cincuenta mil parsecs de diámetro, como nuestra isla estelar o galaxia NN891G5 + SB23, que antiguamente se llamaba M — 31 o Nebulosa de Andrómeda. Esta se divisa desde la Tierra, a simple vista, como una nubécula borrosa de débil luminosidad. Hacía mucho tiempo que los hombres habían desentrañado el misterio de aquella nubécula. Se trataba de un gigantesco sistema estelar, de forma de rueda y una vez y media mayor que nuestra enorme Galaxia.

El estudio de la Nebulosa de Andrómeda, a pesar de estar separada por cuatrocientos cincuenta mil parsecs de los observadores terrestres, había contribuido grandemente al conocimiento de nuestra propia Galaxia.

Mven Mas recordaba desde su infancia magníficas fotografías de distintas galaxias, obtenidas por inversión electrónica de las imágenes ópticas o mediante radiotelescopios que penetraban aún más lejos en las profundidades del Cosmos, como los de Pamir y la Patagonia, cada uno de los cuales tenía cuatrocientos kilómetros de diámetro. Las galaxias, inmensas acumulaciones de miríadas de estrellas, situadas a millones de parsecs unas de otras, siempre habían despertado en él un ardiente deseo de conocer las leyes de su estructura, la historia de su surgimiento y su ulterior destino. Interesábale ante todo la cuestión que apasionaba a todos los habitantes de la Tierra: la vida en los innumerables sistemas planetarios de aquellas islas del Universo, las llamas del pensamiento y del saber que allí brillaban, las civilizaciones humanas en aquellos espacios del Cosmos infinitamente lejanos. Tres estrellas, denominadas por los antiguos árabes Sirrhah, Mirrhah y Alrnah-alfa, beta y gamma de Andrómeda — situadas en línea recta ascendente — surgieron en la pantalla. A ambos lados de aquella línea se extendían dos galaxias cercanas: la colosal Nebulosa de Andrómeda y la bella espiral M — 33 en la constelación del Triángulo. Mven Mas no quiso contemplar de nuevo sus conocidos contornos luminosos y cambió el cliché metálico.