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Ya estaba allí, en la constelación de los Lebreles, otra galaxia conocida desde la remota antigüedad y denominada entonces NGK5194 o M — 51. Situada a millones de parsecs, era una de las pocas que se veían desde nuestro globo «de plano», perpendicular al de la «rueda». Era un núcleo denso y refulgente, de millones de estrellas, con dos ramas espirales. Los largos extremos, que partían en sentido opuesto a través de decenas de miles de parsecs, se hacían cada vez más tenues y confusos hasta desaparecer en la noche sideral. Entre las ramas principales, alternando con los negros abismos de las masas de materia opaca, extendíanse cortas cadenas de condensaciones estelares y nubes de gas fosforescente, curvadas como alabes de una turbina.

Bellísima era la gigantesca galaxia NGK 4565, en la constelación de la Cabellera de Berenice. Se la veía de canto a una distancia de siete millones de parsecs. Inclinada hacia un lado, como un pájaro que planea, expandía lejos su fino disco, que debía de constar de ramas espirales, mientras en su centro brillaba un núcleo esférico, muy comprimido, semejante a una compacta masa luminosa. Advertíase con nitidez que aquellas islas estelares eran sumamente planas, y la galaxia podía compararse con la fina rueda de un mecanismo de relojería. Los bordes de la rueda se columbraban borrosos, como si se esfumaran en las insondables tinieblas del espacio. En uno de los bordes de nuestra Galaxia, igual a aquéllos, se encontraban el Sol y una minúscula partícula de polvo — la Tierra —, ligada por la fuerza del saber a multitud de mundos habitados, que desplegaba las alas del pensamiento humano sobre la eternidad del Cosmos.

Dando vuelta a una manija, Mven Mas cambió de cuadro y proyectó la galaxia NGK 4594, de la constelación de Virgo, que siempre le había interesado más que ninguna y también se veía en su plano ecuatorial. Aquella galaxia, situada a diez millones de parsecs, se parecía a una gruesa lente de ígnea masa estelar envuelta en gas luminoso.

Cruzaba la convexa lente, por su ecuador, una gruesa franja negra de densa materia opaca. La Galaxia se asemejaba a una misteriosa linterna que alumbrara desde el fondo de un abismo.

¿Qué mundos se ocultaban en sus radiaciones, más intensas que las de otras galaxias y que alcanzaban, por término medio, la clase espectral F? ¿Había allí habitantes de poderosos planetas, cuyo pensamiento luchase, como el nuestro, por desentrañar los misterios de la naturaleza?

El mutismo absoluto de las inmensas islas siderales crispaba los puños de Mven Mas.

Y el africano se daba cuenta de la descomunal distancia: ¡la luz tardaba treinta y dos millones de años en llegar a aquella galaxia! ¡Para el intercambio de informaciones se necesitaban sesenta y cuatro millones de años!

Mven Mas rebuscó afanoso entre las bobinas, y en la pantalla se encendió un gran círculo de clara luz entre espaciadas y mortecinas estrellas. Una negra franja irregular lo dividía en dos, acentuando el fulgor de las ígneas masas que se extendían a ambos lados de la negrura. Esta se ensanchaba por sus extremos oscureciendo el vasto campo de gas incandescente que aureolaba el círculo luminoso. Tal era la fotografía — obtenida con los más inverosímiles artificios de la técnica — de las galaxias en choque de la constelación del Cisne. Aquella colisión de gigantescas galaxias, iguales por su tamaño a la nuestra o a la Nebulosa de Andrómeda, se conocía de antiguo como fuente de radiactividad — quizá la más poderosa — de la parte del Universo accesible a los terrenos. Colosales torrentes de gas corrían raudos engendrando campos electromagnéticos de una potencia tan inconcebible, que expandían por todo el ámbito del Universo la noticia de una catástrofe titánica. La propia materia enviaba aquella señal de desgracia por una emisora natural de mil quintillones de kilovatios. Mas la distancia hasta las galaxias era tan grande, que aquella fotografía proyectada en la pantalla sólo mostraba el estado en que se encontraban hacía cientos de millones de años. El aspecto actual de aquellas galaxias, que se interpenetraban, lo verían únicamente los terrícolas al cabo de infinidad de tiempo, si para entonces existía aún la humanidad. El africano dio un salto y apoyó las manos en la maciza mesa con tal fuerza, que sus articulaciones crujieron.

Los plazos de millones de años para el intercambio de mensajes, inaccesibles a decenas de miles de generaciones y que significaban el fatal «nunca» incluso para nuestros más lejanos descendientes, podrían desaparecer del golpe de una varita mágica.

Y la varita mágica era el descubrimiento de Ren Boz y la experiencia que iban a hacer.

¡Puntos del Universo situados a las más inconcebibles distancias quedarían al alcance de la mano!

Los astrónomos de la antigüedad consideraban que las galaxias corrían en distintas direcciones. La luz de las lejanas islas estelares que llegaban a los telescopios terrestres se alteraba: las ondas luminosas se dilataban, convirtiéndose en ondas rojas. Aquel enrojecimiento de la luz era testimonio de que las galaxias se alejaban del observador.

Los antiguos, acostumbrados a interpretar los fenómenos de un modo rígido y unilateral, habían ideado la teoría de la dispersión o de la explosión del Universo, sin comprender aún que veían solamente un aspecto del gran proceso de destrucción y creación.

Precisamente un solo aspecto — la destrucción y la dispersión, es decir, el paso de la energía a los grados inferiores según la segunda ley de la termodinámica — era percibido por nuestros sentidos y los aparatos destinados a ampliarlos. El otro aspecto — la acumulación, la concentración y la creación — pasaba desapercibido para los hombres, ya que la propia vida extraía su fuerza de la energía difundida por las estrellas-soles, lo que condicionaba nuestra percepción del mundo circundante. Sin embargo, el potente cerebro humano logró también penetrar en los enigmáticos procesos de creación de los mundos en nuestro Universo. Pero en aquellos remotos tiempos se creía que cuanto más lejos de la Tierra se encontraba una galaxia, tanto mayor era la velocidad de su alejamiento.

Según ellos, con el adentramiento de las galaxias en el espacio, su velocidad llegaba a ser cercana a la de la luz. El límite de visibilidad del Universo era la distancia desde donde las galaxias parecían haber alcanzado la velocidad de la luz, pero en realidad, los terrenos no recibirían de ellas luz alguna y no podrían verlas nunca. Se conocían ya las verdaderas causas del enrojecimiento de la luz. Éstas eran varias. De las lejanas islas siderales sólo llegaba la luz que emitían sus brillantes centros. Aquellas colosales masas de materia estaban cercadas por campos electromagnéticos anulares que actuaban muy fuertemente sobre los rayos luminosos, tanto por su potencia como por su extensión, la cual iba amortiguando gradualmente las vibraciones de la luz, convirtiéndolas en ondas que se distendían y tornaban rojas. Los astrónomos sabían desde hacía mucho tiempo que la luz de las estrellas muy compactas enrojecía, las rayas del espectro se desplazaban hacia la extremidad roja, y la estrella correspondiente daba la impresión de que se alejaba. Así ocurría, por ejemplo, con la segunda componente de Sirio, el enanillo blanco Sirio B. Cuanto más se alejaba la galaxia, mayor era la centralización de las radiaciones que nos llegaban y más pronunciado su desplazamiento hacia el extremo rojo del espectro.

Por otro lado, las ondas luminosas, en su inmenso recorrido por el espacio, «se balanceaban» fuertemente, y los quantos de luz perdían parte de su energía. Ahora, el fenómeno estaba ya estudiado: las ondas rojas podían ser también ondas fatigadas, «viejas» de luz ordinaria. Y si hasta ondas luminosas que todo lo penetraban «envejecían» en el inacabable camino, ¿qué esperanza tenía el hombre de salvarlo si no atacaba a la misma gravitación por su antítesis, siguiendo los cálculos matemáticos de Ren Boz? La zozobra había disminuido. ¡Tenía razón al realizar el inaudito experimento!