— La tensión máxima de la atracción hacia la estrella E da lugar a un fortísimo caldeamiento en el curso de la evolución del astro. Resulta un supergigante violeta, dotado de una fuerza monstruosa, que vence a la atracción colosal. No tiene ya parte roja en su espectro, porque, a pesar de la potencia del campo de gravitación, las ondas de los rayos luminosos se acortan, en vez de alargarse.
— Sí, pasan al extremo violado — asintió Mven Mas — y se convierten en ultravioletas.
— No es sólo eso. El proceso va más lejos. Cada vez aumenta más la potencia de los quantas hasta que se sobrepasa el campo cero y se llega a la zona del antiespacio, segundo aspecto del movimiento de la materia, que desconocemos en la Tierra debido a la pequeñez de sus dimensiones. Nosotros no podríamos conseguir nada semejante, aunque quemásemos todo el hidrógeno de los océanos.
Mven Mas hizo con rapidez un cálculo mental.
— Quince mil trillones de toneladas de agua, convertidas en energía del ciclo hidrógeno, según el principio de la relatividad masa-energía, hacen, en números redondos, un trillón de toneladas por minuto, ¡y eso es un decenio de radiación solar!
Ren Boz sonrió contento.
— ¿Y cuánta dará el supergigante azul?
— Es difícil de calcular. Pero juzgue usted mismo. En la Gran Nube de Magallanes que contiene la acumulación estelar NKG 1910, cerca de la Nebulosa de la Tarántula…
Perdone, estoy acostumbrado a operar con las antiguas denominaciones y signos estelares.
— Eso no tiene importancia alguna.
— En general, la Nebulosa de la Tarántula es tan luminosa, que si se encontrase en el lugar de la de Orión, de todos conocida, alumbraría igual que la Luna llena. El cúmulo estelar 1910, cuyo diámetro es de setenta parsecs solamente, cuenta con no menos de un centenar de estrellas supergigantes. Allí se encuentra el coloso doble azul ES de la Dorada, con claras rayas de hidrógeno violeta del mismo. ¡Es mayor que la órbita de la Tierra y su luminosidad equivale a la de medio millón de nuestros soles! ¿Era esa estrella la que usted tenía en cuenta? En esa misma acumulación las hay mayores, con un diámetro igual al de la órbita de Júpiter, pero todavía sólo empiezan a caldearse después de permanecer en el estado E.
— Bueno, dejemos ya a los supergigantes. En el decurso de milenios los hombres observaron a las nebulosas anulares de Acuario, la Osa Mayor y la Lira sin comprender que tenían delante campos neutrales de gravitación cero, que, según la ley repagular, son el estado transitorio entre la atracción y la antiatracción. Y allí precisamente estaba el enigma del espacio cero…
Ren Boz se levantó bruscamente del umbral del puesto blindado de comando, construido de grandes bloques recubiertos de silicato.
— Ya he descansado. ¡Podemos empezar!
A Mven Mas empezó a palpitarle el corazón con violencia, mientras se le hacía un nudo en la garganta. El africano dio un suspiro, entrecortado y profundo. Ren Boz estaba tranquilo, únicamente el febril brillo de sus ojos denotaba la gran concentración de voluntad y pensamiento que encerraba el físico al iniciar una empresa peligrosa.
Mven Mas estrechó con su gran mano la pequeña y firme de Ren Boz. Una inclinación de cabeza, y ya estaba la alta silueta del director de las estaciones exteriores descendiendo por la ladera, camino del Observatorio. Un viento frío aullaba lúgubre al batir los heleros de las montañas, pétreos colosos que guardaban el valle. Mven Mas sentíase estremecido por profundo temblor. Involuntariamente, apretó aún más el rápido paso, aunque no tenía prisa alguna, pues la experiencia no daría comienzo hasta después de la puesta del sol.
En seguida, Mven Mas logró ponerse en comunicación, por la radio de diapasón lunar, con el sputnik 57. Las instalaciones reflectoras y aparatos de guía de su estación localizaron la ¡Épsilon del Tucán en los minutos de desplazamiento del satélite artificial, entre el 33 de latitud norte y el Polo Sur, en que la estrella era visible desde su órbita.
Mven Mas ocupó su sitio ante el pupitre de comando, en una sala subterránea muy parecida a la del Observatorio del Mediterráneo.
Revisando por milésima vez los datos sobre el planeta de la Épsilon del Tucán, comprobó metódicamente el cálculo de su órbita y se puso de nuevo en comunicación con el 57 para acordar que en el momento en que se conectase el campo, los observadores de aquél cambiasen muy lentamente la dirección, siguiendo un arco cuatro veces mayor que la paralasis de la estrella.
El tiempo se alargaba interminable. Mven Mas, por muchos esfuerzos que hacía, no lograba apartar el recuerdo de Bet Lon, el matemático criminal. Pero, de pronto, en la pantalla de la TVF apareció Ren Boz junto al cuadro de comando de la instalación experimental. Sus sedosos cabellos cortos estaban más erizados que de ordinario.
Los advertidos dispatchers de las centrales energéticas comunicaron que estaban preparados. Mven Mas empuñó las palancas del pupitre de comando, pero un ademán de Ren Boz, en la pantalla, le detuvo.
— Hay que avisar a la central Q, de reserva, de la Antártida. La energía de que disponemos es insuficiente.
— Ya lo he hecho, está preparada.
El físico reflexionó unos segundos más:
— En la península de Chukotka y en la del Labrador hay centrales de energía F. ¿Y si nos pusiéramos de acuerdo con ellos para que conectasen en el momento de la inversión del campo? Temo que el aparato no sea perfecto…
— Ya lo he hecho.
Ren Boz, resplandeciente de alegría, bajó la mano.
La formidable columna de energía alcanzó el sputnik 57. En la pantalla hemisférica de la estación surgieron los emocionados y juveniles rostros de los observadores.
Después de saludar a aquellos audaces muchachos, Mven Mas comprobó que la columna seguía exactamente al satélite. Entonces, transmitió la corriente a la instalación de Ren Boz. La cara del físico desapareció de la pantalla.
Los indicadores del débito de potencia inclinaban sus agujas hacia la derecha, registrando el constante aumento de la condensación de la energía. Las luces de señales brillaban cada vez más claras y blancas. En cuanto Ren Boz conectaba uno tras otro los emisores del campo, los indicadores de cantidad descendían a bruscos saltos hacia el trazo cero. Un repiqueteo metálico, que llegaba de la instalación experimental, hizo estremecer a Mven Mas. El africano sabía lo que tenía que hacer. Un movimiento de palanca, y la corriente en torbellino de la central Q afluyó iluminando los ojos de los aparatos, que se apagaban, y dando impulso a sus desfallecientes agujas. Pero apenas hubo conectado Ren Boz el inversor general, las saetas volvieron a saltar hacia cero. Casi instintivamente, Mven Mas conectó a un tiempo las dos centrales F.
Le pareció que los aparatos se apagaban y que una extraña luz blanca inundaba el subterráneo. Los sonidos cesaron. Un segundo más, y la sombra de la muerte oscureció la conciencia del director de las estaciones exteriores, embotando sus sentidos. Aferrado al borde del pupitre, luchaba contra el vértigo, jadeando del esfuerzo y del espantoso dolor en la columna vertebral. La pálida luz aquella empezó a hacerse más intensa en un lado de la cámara subterránea, sin que el africano pudiera determinar cuál era: tal vez fuera el de la pantalla o el de la instalación de Ren Boz…
De pronto, una cortina ondulante pareció desgarrarse, y Mven Mas oyó con nitidez sonoro rumor de olas. Un olor indefinible, nuevo, penetró por sus dilatadas fosas nasales.
La cortina se descorrió hacia la izquierda, mientras un cendal gris continuaba ondulando en el rincón opuesto. Con sorprendente realismo, se alzaron unas montañas cobrizas, festoneadas de bosques azul turquí, y las olas del mar violeta chapotearon a los mismos pies de Mven Mas. La cortina se desplazó más a la izquierda, y el africano vio la viva imagen de su sueño: la mujer de la roja piel, acodada a una mesa de piedra blanca y pulida superficie, contemplaba el océano desde el rellano superior de la escalinata.