La muchacha, anhelante, alzó hacia Evda Nal los ojos, cándidos, infantiles, cuajados de lágrimas.
— ¡Hoy mismo!
La psicóloga besó fuertemente a Chara.
— Hace bien, hay que apresurarse. Por la Vía Espiral, iremos juntas hasta Asia Menor.
Visitaré a Ren Boz, que está en un sanatorio quirúrgico de la isla de Rodas, y a usted la enviaré a Deir ez Zor, base de los espirópteros de asistencia técnico sanitaria que realizan viajes a Australia y Nueva Zelanda. Me imagino el placer con que el piloto llevará a Chara, a la danzarina y no a la bióloga, a cualquier punto que ella quiera…
El jefe del tren invitó a Evda Nal y a su acompañante al puesto central de comando.
Sobre los techos de los enormes vagones, en sentido longitudinal, había un pasillo cubierto de silicol. Por él, los empleados de guardia iban y venían de un extremo a otro del convoy, observando los indicadores de PCE (protección de los contactos electrónicos). Las dos mujeres subieron por una escalera de caracol, siguieron a lo largo del pasillo superior y fueron a parar a una gran cabina que pendía sobre la delantera aerodinámica del primer vagón. Dentro de aquella elipsoide de cristal, a siete metros sobre el nivel de la vía, estaban sentados en unos sillones dos maquinistas, separados por el alto fanal, en forma de pirámide, donde se encontraba el robot-conductor electrónico. Unas pantallas parabólicas de TV permitían ver todo lo que pasaba a ambos lados y detrás del tren. En el techo de la cabina, la antena del aparato advertidor debía anunciar, con sus temblantes varillas, la aparición de algún obstáculo en el camino, a cincuenta kilómetros de distancia, aunque tal caso sólo podía darse por una coincidencia excepcional de circunstancias.
Evda y Chara se sentaron junto a la pared posterior de la cabina, en un diván, a medio metro de altura sobre los asientos de los maquinistas. Y las dos quedaron como hipnotizadas, fijos los ojos en el ancho camino que venía raudo a su encuentro. La gigantesca Vía Espiral hendía las cordilleras, atravesaba veloz las llanuras, deslizándose por colosales ramblas, cruzaba los estrechos y las bahías por bajas estacadas a flor de agua. La velocidad de doscientos kilómetros por hora convertía los bosques, a ambos lados de los enormes taludes, en continuos tapices, que eran rojizos, de color de malaquita o verde oscuro, según la especie de los árboles: pinos, eucaliptos u olivos. El mar sereno del Archipiélago se rizaba, a derecha e izquierda de la estacada, al soplo del viento levantado por los vagones de aquel tren de diez metros de anchura. Y las grandes ondas se expandían en abanico oscureciendo la transparente agua azul celeste.
Las dos mujeres, mirando al camino, sumidas en sus pensamientos, plenos de zozobra, guardaban silencio. Transcurrieron así cuatro horas. Otras cuatro las pasaron sentadas en los blandos sillones del salón del segundo piso, entre otros viajeros, y se separaron en una estación, no lejos de la costa occidental de Asia Menor. Evda tomó un electrobús, que la conduciría al puerto más cercano, y Chara continuó en el tren hasta la estación del Tauro Oriental, arranque de la primera rama meridional. Dos horas más de viaje, y la muchacha se encontró en una planicie tórrida, envuelta en la neblina del aire seco, ardiente. Allí, en las inmediaciones del antiguo desierto de Siria, se hallaba Deir ez Zor, aeropuerto de los espirópteros, aparatos peligrosos para los lugares poblados.
Siempre recordaría Chara Nandi las angustiosas horas pasadas en Deir ez Zor, a la espera de un espiróptero. La muchacha meditaba sin cesar sus acciones y palabras futuras, procurando imaginarse la entrevista con Mven Mas, trazaba planes de búsquedas en la isla del Olvido, donde todo se esfumaba en la sucesión de unos días anodinos, monótonos.
Por fin, allí abajo, en los desiertos de Nefud y de Rub-el-Halí, extendíanse interminables los campos de termoelementos, formidables centrales que convertían el calor solar en energía eléctrica. Veladas por los esteres de la noche y el polvo, las centrales se alineaban en correcta formación sobre las grandes dunas, compactas y lisas, las cortadas mesetas con vertiente hacia el Sur y los laberintos de los barrancos llenos de arena. Eran monumentos de la grandiosa lucha de la humanidad por la energía. La amplia utilización de nuevas clases de energía nuclear — P, Q y F — había puesto fin hacía tiempo al riguroso régimen de economías. Inmóviles, alzábanse los bosques de aeromotores — otra reserva de energía para la zona Norte de viviendas — a lo largo de la costa meridional de la Península Arábiga. El espiróptero cruzó en un segundo el litoral del continente, que se divisaba apenas allí abajo, y pasó como una centella sobre el Océano Indico. Cinco mil kilómetros eran una distancia insignificante para un aparato tan rápido.
Poco después, Chara Nandi, acompañada de invitaciones a regresar pronto, bajaba del espiróptero con vacilante andar.
El jefe del campo de aterrizaje encargó a su hija que llevase la viajera a la isla del Olvido en una pequeña lat, motora de fondo plano. Y unos instantes más tarde las dos muchachas se deleitaban en alta mar con la impetuosa marcha de la minúscula embarcación sobre las grandes olas. La lat iba derecha hacia la orilla oriental de la isla del Olvido, proa a la gran bahía donde se encontraba una de las estaciones sanitarias del Gran Mundo.
Los cocoteros, inclinando sus palmas sobre las rumorosas olas, saludaban la llegada de Chara. La estación estaba desierta, todo el personal había ido al interior de la isla para exterminar unos arácnidos descubiertos en unos roedores del bosque.
Cerca de la estación, había unas cuadras. Los caballos para el trabajo y el transporte eran criados en los lugares como la isla del Olvido o en los sanatorios, donde la utilización de los girópteros estaba prohibida a causa de su ruido, y los carros eléctricos no podían circular por falta de caminos adecuados. Chara descansó un poco, se cambió de traje y fue a ver a aquellos hermosos y raros animales. Allí encontró a una mujer que dirigía hábilmente las máquinas encargadas de distribuir el pienso y de hacer la limpieza del local. Chara se puso a ayudarla, y ambas trabaron conversación. La muchacha le preguntó cómo se podía encontrar, con más rapidez y facilidad, a una persona en la isla.
La mujer le aconsejó que se incorporase a alguna de las unidades sanitarias que recorrían toda la isla y conocían el lugar mejor que los mismos aborígenes. El consejo agradó a Chara.
Capítulo XI. LA ISLA DEL OLVIDO
El out-board cruzó el estrecho de Palk con fuerte viento en contra y salvando a saltos las lisas olas. Hacía mil años, había allí una barrera de bancos de arena y de arrecifes de coral denominada Puente de Adán. Recientes procesos geológicos habían formado en aquel lugar una profunda sima de chapoteantes aguas negras que separaba a la humanidad activa, anhelosa de avances, de los amantes de la tranquilidad.
Mven Mas, afianzado en las piernas, muy abiertas, estaba en pie ante la barandilla, viendo cómo se iba agrandando en el horizonte la isla del Olvido. Aquella enorme isla, rodeada de un océano templado, era un paraíso natural. El paraíso, en el primitivo concepto religioso del hombre, venía a ser un delicioso refugio póstumo, sin preocupaciones ni trabajos. La isla del Olvido era también un refugio para quienes no sentían ya la atracción de la intensa actividad del Gran Mundo o no querían trabajar al igual que todos.