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De nuevo en el seno de la Tierra-Madre, pasaban allí años de calma, dedicados a sencillas y monótonas labores: la agricultura, la pesca o la cría de ganado al modo de la remota antigüedad.

Aunque la humanidad había entregado a sus débiles hermanos un gran trozo de tierra fértil, maravillosa, la economía primitiva de la isla no podía asegurar por completo a su población una vida de hartura, sobre todo en las épocas de mala cosecha o de otras anormalidades propias de las fuerzas productivas poco desarrolladas. Por ello, el Gran Mundo entregaba siempre a la isla del Olvido una parte de sus reservas.

Por tres puertos — en el Noroeste, el Sur y el Este de la isla — llegaban los productos alimenticios conservados para largos años, así como los medicamentos, medios de defensa biológica y otros artículos de primera necesidad. Los tres administradores principales de la isla residían en aquellos puntos y se denominaban, respectivamente, jefes de los ganaderos, de los agricultores y de los pescadores.

En tanto observaba las montañas azules que se alzaban en la lejanía, a Mven Mas le acometió de pronto una amarga duda: ¿no pertenecería él a la categoría de los «toros», gentes que siempre habían causado a la humanidad serias complicaciones? El hombre perteneciente a esa categoría era fuerte y enérgico, pero cruel, sin compasión alguna ante los sufrimientos y penas ajenos, y sólo pensaba en la satisfacción de sus necesidades. En los tiempos remotos de la humanidad, los padecimientos, discordias y calamidades se habían agravado por culpa de aquellos individuos, que se proclamaban, bajo distintos títulos, conocedores exclusivos de la verdad y se consideraban con derecho a aplastar toda discrepancia con sus ideas y a extirpar toda forma de pensamiento o vida diferente de la suya. Desde entonces, la humanidad empezó a evitar la más leve manifestación de absolutismo en las opiniones, deseos y gustos y a temer especialmente a los «toros», que, sin tener en cuenta las inquebrantables leyes de la economía ni preocuparse del futuro, vivían solamente al día. Las guerras y la economía desorganizada de la Era del Mundo Desunido dieron lugar al saqueo del planeta. Se talaban los bosques, quemaban las reservas de hulla y petróleo acumuladas durante centenares de millones de años, se contaminaba el aire con el ácido carbónico y los fétidos desechos arrojados por las fábricas, se exterminaban hermosos animales inofensivos, como las jirafas, las cebras y los elefantes, hasta que el mundo logró llegar a la organización de la sociedad. La Tierra estaba emporcada; los ríos y los mares, sucios de petróleo y de residuos químicos.

Y solamente después de una depuración radical del agua, el aire y la tierra, consiguió la humanidad dar al planeta el aspecto que tenía, dejándolo tan desbrozado y limpio, que se podía caminar descalzo, por todas partes, sin temor a lastimarse los pies.

En cambio él, Mven Mas, que había estado en un cargo de responsabilidad menos de dos años, había ya destruido un satélite artificial, creado con el esfuerzo conjunto de miles de personas y sorprendentes artificios de ingeniería, causando la muerte de cuatro científicos capaces, cada uno de los cuales habría podido llegar a ser un Ren Boz… Hasta el propio Ren Boz había sido salvado a duras penas. Y de nuevo, la imagen de Bet Lon, que se ocultaba allí, en algún lugar de las montañas o los valles, surgió ante él, viva, suscitándole una intensa compasión. Poco antes de partir, Mven Mas había visto unos retratos del matemático, y en su memoria habíanse grabado para siempre el rostro de enérgicas facciones, gran mentón, estrecho entrecejo y ojos penetrantes y hundidos, toda su figura atlética y corpulenta.

El mecánico del out-board acercóse al africano.

— Hay mucha marejada. No podremos atracar, las olas saltan por encima del muelle.

Habrá que ir al puerto Sur.

— No vale la pena. ¿Tienen ustedes balsillas salvavidas? Pondré en una la ropa y ganaré a nado la costa.

El mecánico y el timonel le miraron con respeto. Las turbias olas abatíanse una tras otra sobre un banco de arena, fundiéndose en fragorosa cascada. Más cerca de la orilla, se adentraban profundamente, en confuso tropel, en la playa de suave declive, espumeantes, removiendo la arena. Unos nubarrones bajos esparcían una lluvia menuda, tibia, oblicua del viento, que se mezclaba con la agitada espuma. A través de aquella red brumosa, se columbraban unas siluetas grises.

Los dos marinos cambiaron una mirada, mientras Mven Mas se desnudaba y plegaba su ropa. Los que partían para la isla del Olvido quedaban sin la tutela de una sociedad en la que cada uno protegía y ayudaba a los demás. La personalidad de Mven Mas infundía involuntario respeto, y el timonel decidió advertirle del gran peligro. El africano se encogió de hombros despreocupado. El mecánico le trajo un paquete pequeño, herméticamente cerrado.

— Tome, aquí tiene alimentos concentrados, para un mes.

Mven Mas reflexionó un instante y metió el paquete, junto con la ropa, en la cámara impermeable, cerró cuidadosamente la válvula y, con la pequeña balsa bajo el brazo, saltó la barandilla.

— ¡Vire! — ordenó.

El out-board se inclinó de costado, en redondo viraje, y Mven Mas, lanzado de la embarcación, entabló una furiosa lucha con el mar. Desde el out-board se le veía elevarse sobre las crestas de las encrespadas olas para hundirse al instante en sus abismos y resurgir de nuevo.

— Llegará — aseguró el mecánico con un suspiro de alivio —. El mar nos arrastra, hay que marcharse.

Zumbó sonora la hélice, y la embarcación, dando un salto, avanzó alzada por una ola que venía a su encuentro. La negra figura de Mven Mas apareció en la orilla, en toda su talla, y esfumóse en la neblina de la lluvia.

Por la arena, apisonada por el temporal, venía un grupo de hombres sin más ropas que unos taparrabos. Traían, con aire triunfante, un gran pescado, que se debatía aún. Al ver a Mven Mas, se detuvieron para saludarle amistosos.

— Uno nuevo, venido del otro mundo — comentó sonriente uno de los pescadores —. ¡Y qué bien nada! ¡Vente a vivir con nosotros!

Mven Mas, que los miraba franco y afectuoso, negó con la cabeza.

— Me sería penoso vivir aquí, a orillas del mar, otear su infinita lejanía, añorando mi hermoso mundo perdido.

Otro pescador — de espesa y canosa barba, que debía considerarse allí ornato masculino — puso su mano sobre el mojado hombro del forastero.

— ¿Es que le han mandado aquí a la fuerza?

Mven Mas, con sonrisa de amargura, trató de explicar las causas de su llegada.

El barbudo le dirigió una mirada compasiva y triste.

— Tú y yo no nos entenderemos. Ve allí — el hombre señaló hacia el Sudeste, donde, en un desgarrón de las nubes, se perfilaban los escalones azules de unas lejanas montañas —. El camino es largo, pero aquí no hay más medio de locomoción que ésta…

— y se dio unas palmadas en la musculosa pierna.

Ansioso de alejarse, Mven Mas echó a andar a grandes pasos, sin esfuerzo, por el serpenteante sendero que ascendía hacia unas colinas de suave pendiente.

Aunque hasta el centro de la isla había doscientos kilómetros y pico de camino, Mven Mas no se apresuraba. ¿Para qué? Lentamente se deslizaban los días, largos, vacíos, sin ninguna actividad provechosa. Al principio, hasta que no se repuso por completo del accidente, su cansado cuerpo demandaba reposo, la caricia de la naturaleza. Si no hubiera tenido conciencia de la terrible pérdida, se habría deleitado con el silencio de las desiertas mesetas, oreadas por los vientos, con las sombras y la calma primitiva de las calurosas noches tropicales.

Pero pasaron los días, y el africano, que vagaba por la isla en busca de una ocupación de su agrado, empezó a sentir agudamente la nostalgia del Gran Mundo. No le alegraban ya los apacibles valles, donde la mano del hombre cultivaba vergeles de árboles frutales, ni le arrullaba el rumoreo de los cristalinos ríos montañeros, a cuyas orillas podía pasar incontables horas en los bochornosos mediodías o en las noches de luna.