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Mven Mas rió despreocupado y alegre.

— ¿Adonde va usted?

— A la quinta barriada. Iba a la ciudad, y le encontré…

El africano ladeó la cabeza, indicándole que siguiera el camino y tomó de la mano a la muchacha. Ella, sumisa, no hizo resistencia, y ambos echaron a andar por el sendero lateral que conducía a la barriada.

La muchacha, de vez en cuando, volvía inquieta la cabeza y aseguraba que el hombre aquel la acechaba por todas partes.

Su temor de hablar con entera franqueza indignaba a Mven Mas. Él no podía tolerar la opresión, ¡por muy casuales que fueran los casos de ella en la Tierra organizada!

— ¿Por qué sus convecinos no hacen nada y no dan cuenta al Control del Honor y del Derecho? ¿Es que no enseñan historia en sus escuelas y no saben ustedes a lo que pueden conducir los más pequeños focos de violencia?

— La enseñan… y lo sabemos — repuso Onar, mirando hacia adelante.

La florida llanura terminaba, y el sendero, describiendo una curva cerrada, ocultábase tras los matorrales. De la curva surgió un hombre alto y sombrío, interceptando el camino.

Estaba desnudo hasta la cintura, y sus músculos de atleta se tensaban bajo el vello canoso que le cubría el pecho. La muchacha, convulsa, retiró su mano, murmurando quedo: — ¡Váyase, hombre del Gran Mundo, temo por usted!..

— ¡Deteneos! — rugió una imperiosa voz.

Nadie hablaba con tanta rudeza en la época del Circuito.! Mven Mas, instintivamente, protegió con su cuerpo a la muchacha.

El hombre alto se acercó y trató de apartarle, pero el africano permanecía firme como una roca.

Entonces, el desconocido, con la celeridad del rayo, le asestó un puñetazo en la cara.

Mven Mas se tambaleó. Jamás había recibido golpes premeditadamente crueles, asestados para ocasionar un terrible dolor a un ser humano, para aturdirle y agraviarle, ni presenciado nada semejante.

Mven Mas, aturdido, oyó confusamente el grito angustiado de Onar y arremetió contra su adversario, pero fue derribado por otros dos terribles puñetazos. Onar se hincó de rodillas, cubriéndole con su cuerpo, pero el enemigo, lanzando un alarido de triunfo, agarró a la muchacha. Retorciéndole los brazos, le sujetó las manos atrás; ella, roja de ira, encorvóse gimiendo de dolor.

Pero Mven Mas ya se había repuesto. En sus años mozos, durante los «trabajos de Hércules», había tenido encuentros más serios con enemigos no sujetos a la ley humana.

Recordó cuanto le enseñaran para la lucha cuerpo a cuerpo con animales peligrosos.

Se levantó despacio y dirigió una mirada al rostro de su atacante, demudado por la rabia, eligiendo el punto apropiado para un golpe demoledor, pero de pronto, irguióse y retrocedió. Había reconocido aquel rostro que venía obsesionándole tan largo tiempo en sus torturantes pensamientos sobre la razón de la experiencia del Tíbet.

— ¡Bet Lon!

Éste soltó a la muchacha y quedó inmóvil, clavados los ojos en aquel hombre de oscura piel a quien no conocía y que había perdido de pronto toda su bondad natural.

— ¡Bet Lon, mucho pensaba en una entrevista con usted, considerándole un compañero de infortunio — exclamó Mven Mas —, pero nunca imaginaba que nos veríamos en estas circunstancias!

— ¿En qué circunstancias? — preguntó cínico Bet Lon, ocultando el rencor que brillaba en sus ojos.

El africano le rechazó con un ademán.

— ¿Para qué sirven las palabras vanas? En aquel mundo usted no las pronunciaba, y sus actos, aunque criminales, eran una gran obra. Pero aquí, ¿en nombre de qué procede así?

— ¡En nombre de mí mismo, y nada más que de mí mismo! — replicó con desprecio Bet Lon, mordiendo las palabras —. ¡Bastante tiempo he tenido en cuenta a los demás, el bien común! El hombre no necesita nada de eso, me he convencido de ello. Eso ya lo sabían también algunos sabios de la antigüedad…

— Usted no ha pensado nunca en los demás, Bet Lon — le interrumpió el africano —.

Cediendo a todas sus pasiones, ¿en qué se ha convertido usted? En un opresor, ¡en casi una bestia!

El matemático hizo un movimiento para arrojarse de nuevo sobre Mven Mas, pero se contuvo.

— ¡Basta! ¡Habla usted demasiado!

— Y yo creo que usted ha perdido demasiado, por eso quiero…

— ¡Pues yo no quiero! ¡Apártese de mi camino!

Mven Mas no se inmutó. Inclinada la cabeza, permanecía firme y amenazador ante Bet Lon, sintiendo el roce del trémulo hombro de la muchacha. Y aquel temblor le infundía mucho más coraje que los golpes recibidos.

El matemático, inmóvil, observaba los ojos del africano, centelleantes de rabia.

— Váyase — dijo, con fuerte jadeo, dejándole paso.

Mven Mas volvió a tomar de la mano a la muchacha y la condujo por el sendero, entre los matorrales, percibiendo en la nuca la mirada de odio de Bet Lon. Al entrar en la curva, se detuvo tan bruscamente que Onar chocó contra su espalda.

— ¡Bet Lon, volvamos juntos al Gran Mundo!

El matemático rió con igual desenfado, pero el agudo oído del africano captó un dejo de amargura en la insolente bravata: — ¿Y quién es usted para proponerme eso? ¿No sabe que yo?…

— Lo sé. Yo también he hecho un experimento prohibido que ha costado la vida a personas que confiaron en mí. En las investigaciones, yo iba por un camino cercano al de usted… ¡Y usted y yo, y otros, estamos ya en vísperas de la victoria! Las gentes le necesitan, pero no en ese estado…

El matemático dio un paso hacia Mven Mas y bajó los ojos, pero al instante volvióse y profirió despectivo, por encima del hombro, unas groseras palabras de negación. Mven Mas, en silencio, echó a andar por el sendero.

Hasta la quinta barriada quedaban cerca de diez kilómetros.

Al saber que la muchacha no tenía familia, el africano le propuso que se trasladase a la orilla oriental, a uno de los poblados costeros, para no encontrarse más con aquel hombre grosero y cruel. El famoso científico de ayer se convertía en un tirano en la vida dispersa y tranquila de los pueblecillos montañeros. Para prevenir funestas consecuencias, Mven Mas decidió ir inmediatamente a la pequeña ciudad y pedir que se vigilase a aquel sujeto.

Despidióse de Onar a la entrada de la barriada. La muchacha le contó que, recientemente, habían aparecido en la montaña de forma de cúpula unos tigres, escapados del coto o antiguos moradores de las intrincadas selvas que rodeaban el pico más alto de la isla. Estrechándole con fuerza la mano, Onar le pidió que tuviera cuidado y no fuese de noche, por nada del mundo, a través de las montañas. Mven Mas emprendió a paso rápido el regreso. Reflexionando sobre lo ocurrido, recordó la última mirada de la muchacha, llena de inquietud y devoción a él. Y por primera vez pensó en los verdaderos héroes de los tiempos remotos, gente que, sometida a humillaciones, odios y sufrimientos físicos, realizaba la mayor proeza: la de continuar siendo buena, humana, pese a que el medio circundante contribuía al desarrollo de un egoísmo animal.

La dualidad de la vida siempre había puesto de manifiesto ante los hombres sus contradicciones. En el mundo antiguo, entre los peligros y las vejaciones, el amor, la fidelidad y la ternura se hacían más grandes precisamente al borde de la muerte, en un ambiente hostil y rudo. La sumisión a los caprichos de la fuerza bruta hacía todo fugaz e inestable. La suerte de una persona podía variar radicalmente en cualquier momento, frustrando sus planes, esperanzas y pensamientos, porque en la sociedad mal organizada de antaño mucho dependía de gentes casuales. Pero aquella fugacidad de las esperanzas, del amor y de la dicha, lejos de debilitar, reforzaban los sentimientos.

Por eso, lo mejor del ser humano no había perecido, a pesar de los terribles padecimientos de la esclavitud de los Siglos Sombríos o de la Era del Mundo Desunido.