Выбрать главу

¿Acaso no surgían igualmente, de súbito, en la cristalina alma del joven la obstinación rencorosa, la petulancia del cretino, el egoísmo de la bestia? Y entonces, si el ser humano, en vez de someterse a la autoridad de una sociedad tendente a la sabiduría y al bien, cedía a sus ambiciones casuales y sus pasiones personales, el valor se convertía en ferocidad; la creación, en cruel astucia; la fidelidad y la abnegación, en base de la tiranía, de la explotación implacable y del ultraje desenfrenado… El velo de la disciplina y la cultura social se arrancaba fácilmente, bastaban para ello una o dos generaciones de vida mala. Mven Mas había visto aquella faz de la fiera allí, en la isla del Olvido. Y si no se la refrenaba y se le daba rienda suelta, renacería pujante el monstruoso despotismo, que todo lo pisoteaba e imponía, durante tantos siglos, al género humano una arbitrariedad desvergonzada.

Lo más sorprendente en la historia de la Tierra era el surgimiento del odio inextinguible al saber y la belleza, compañero inseparable de los ignorantes dañinos. El odio aquel, el temor y la desconfianza pasaban a través de todas las sociedades humanas, empezando por el miedo a los hechiceros y brujas primitivos y terminando por las torturas de los pensadores que se habían adelantado a su época en la Era del Mundo Desunido. Aquello había ocurrido también en otros planetas de civilizaciones muy desarrolladas, pero que no habían sabido preservar a su régimen social de los desmanes de pequeños grupos de individuos: de la oligarquía, que surgía de pronto, pérfidamente, bajo las más diversas formas… Mven Mas recordó las informaciones transmitidas por el Gran Circuito sobre mundos habitados donde las más grandes conquistas de la ciencia eran utilizadas para la intimidación, las torturas y el castigo, para leer los pensamientos y convertir a las masas en gentes sumisas, medio idiotas, dispuestas a cumplir cualquier orden por monstruosa que fuera. El angustioso clamor de uno de esos planetas, demandando ayuda, irrumpió en el Circuito y atravesó el espacio muchos siglos después de que perecieran tanto quienes habían lanzado el mensaje como sus crueles gobernantes.

Nuestro planeta se encontraba en un grado de desarrollo general tan elevado, que excluía para siempre la posibilidad de tales horrores. Pero el desarrollo espiritual del ser humano era todavía insuficiente, y en subsanar esto se esforzaban personas como Evda Nal…

— El pintor Kart San decía que la sabiduría es la unión de los conocimientos y los sentimientos. ¡Seamos sabios! — resonó atrás la voz de Chara.

Y, pasando rauda junto al africano, la muchacha se arrojó desde el acantilado a la fragorosa sima.

Mven Mas vio que, suavemente, daba la vuelta en el aire, extendía los brazos, como alas, y desaparecía al instante entre las olas. Los muchachos del destacamento sanitario, que se estaban bañando abajo, quedaron inmóviles, mientras por la espalda del africano corría un escalofrío de admiración, rayana en miedo. Aunque él no había saltado nunca desde tan espantosa altura, acercóse sin temor al borde del precipicio y se desnudó. Más tarde, recordaba que, en sus fugaces y confusos pensamientos, Chara le había parecido una diosa omnipotente de la antigüedad. Y puesto que ella había podido, ¡él podría también!

El grito de la muchacha, advirtiéndole del peligro, se alzó débil entre el fragor de las olas, pero Mven Mas, que se había lanzado ya al abismo, no lo oyó. La caída era deliciosamente larga. Excelente saltador, el africano penetró de cabeza, con precisión, en el agua y hundióse a gran profundidad. La asombrosa transparencia del mar le hizo creer que el fondo estaba peligrosamente cerca. Encogióse, y recibió tan tremendo golpe, a causa de la inercia, que, por un instante, perdió el conocimiento. Con la celeridad de un cohete subió a la superficie, echóse de espaldas y se entregó al balanceo de las olas. Al recobrarse por completo, vio que Chara se acercaba nadando. La palidez del espanto había atenuado por vez primera el reluciente bronceado de su piel. El reproche y la admiración brillaban en sus ojos.

— ¿Por qué ha hecho usted eso? — preguntó en un susurro, casi sin aliento.

— Porque usted lo había hecho antes. Yo la seguiré a todas partes… ¡para construir en nuestra Tierra nuestra Épsilon del Tucán!

— ¿Y volverá conmigo al Gran Mundo?

— ¡Sí!

Mven Mas se volvió para nadar más lejos y lanzó un grito de sorpresa. La inaudita transparencia del mar, que acababa de jugarle una mala pasada, era aún mayor allí, a distancia de la costa. Chara y él parecían planear a una altura de vértigo sobre el fondo, netamente visible hasta en sus menores detalles a través del agua, tan transparente como el aire. El arrojo triunfante de los que lograban sobrepasar los límites de la atracción terrestre se apoderó de Mven Mas. Aquellos vuelos en plena tempestad, sobre el océano encrespado, y los saltos en el negro abismo del Cosmos desde satélites artificiales suscitaban las mismas sensaciones de infinita intrepidez y seguro éxito. De un fuerte impulso, acercóse a Chara, susurrando su nombre y leyendo la ardiente respuesta en sus ojos claros, audaces. Y sus manos y sus labios se unieron sobre la sima de cristal.

Capítulo XII. EL CONSEJO DE ASTRONÁUTICA

El Consejo de Astronáutica, al igual que el de Economía, cerebro del planeta, poseía un edificio aparte para sus sesiones científicas. Se estimaba que el acondicionamiento y el ornato especiales del local debían disponer bien a los congregados para la solución de los problemas del Cosmos, contribuyendo así al rápido tránsito de los asuntos terrestres a los siderales.

Chara Nandi, que no había estado nunca en la gran sala del Consejo, entró con emoción, acompañada de Evda Nal, en aquel extraño recinto, cuya bóveda parabólica y anfiteatro elíptico le daban una forma oval. Una clara luz rosáceo-violada, que parecía emitida por otro astro, inundada la sala. Todas las líneas de los muros, del techo y de las gradas iban a unirse al fondo de la enorme estancia, como si aquel fuese su punto de convergencia natural. Allí, sobre un estrado, había unas pantallas para las proyecciones, una tribuna y unos asientos destinados a los miembros del Consejo que presidían la sesión.

Los paneles de las paredes, de color oro mate, estaban cruzados por una fila de mapas en relieve. A la derecha, se extendían los de los planetas del sistema solar; a la izquierda, los de los planetas de las estrellas próximas, estudiados por las expediciones del Consejo. Más arriba, bajo el telón azul de la bóveda, se alineaban los esquemas, trazados con colores luminosos, de los sistemas estelares habitados, recibidos de los mundos vecinos por el Gran Circuito.

A Chara le llamó la atención un cuadro, oscurecido por el tiempo y restaurado, sin duda, más de una vez, que se encontraba sobre la tribuna, en el muro del fondo. Un cielo morado ocupaba toda la parte superior del inmenso lienzo. La pequeña hoz de una luna ajena lanzaba su luz blanquecina y muerta sobre la popa, alzada impotente hacia el cielo, de una vieja astronave que se destacaba con rudeza sobre la púrpura del crepúsculo.

Erizábanse en hileras unas azules plantas deformes, secas y duras, que parecían metálicas. Y un hombre con ligera escafandra de protección caminaba a duras penas hundiendo los pies en la profunda arena. Miraba atrás, a la nave destrozada y a los cuerpos, sacados de ella, de sus compañeros perecidos. Los cristales de su máscara tan sólo reflejaban los purpúreos resplandores del sol poniente; pero el pintor, con ignoto artificio, había sabido expresar en ellos la infinita desesperación de la soledad en un mundo extraño. A la derecha, por un montículo, reptaba algo vivo, informe y repugnante.