Al pie del cuadro, su título — «Solo» — era tan lacónico como expresivo.
Cautivada por el lienzo, Chara no advirtió al pronto el arte y el ingenio con que el arquitecto había proyectado la sala: las gradas estaban dispuestas en abanico y de manera que se podía llegar a cada asiento por galerías disimuladas bajo el anfiteatro.
Cada una de las filas estaba aislada de la vecina, superior o inferior. Apenas se hubo sentado junto a Evda, Chara reparó en el estilo antiguo de los sillones, pupitres y barreras, de madera natural, gris perla, de África. Ahora nadie habría gastado tanto trabajo en hacer todo aquello, que se podía fundir y pulir en unos minutos. Tal vez por ese respeto a la antigüedad propio de las gentes, a Chara le pareció la madera más íntima y viva que el plástico. Y con ternura, acarició el curvado brazo del sillón, en tanto examinaba la sala.
Como de ordinario, se había congregado mucha gente, aunque potentes teletransmisores habrían de difundir por todo el planeta cuanto ocurriese en la sala. Mir Om, secretario del Consejo, dio como de costumbre una breve información de las novedades acaecidas desde la última sesión. Entre los centenares de personas que se encontraban allí presentes no se veía un solo rostro distraído o desatento. La profunda atención a todo constituía el rasgo característico de las gentes de la época del Circuito.
Sin embargo, Chara, que continuaba observando la sala, no oyó el primer comunicado, pues leía en aquel momento las sentencias de célebres sabios inscritas bajo los mapas de los planetas. Le gustó en particular un llamamiento, al pie de Júpiter, en el que se exhortaba a ser sensibles a los fenómenos de la Naturaleza: «Fijaos en que, por doquier, nos rodean hechos incomprensibles; se nos meten por los ojos, gritan en nuestros oídos, pero nosotros permanecemos ciegos y sordos a los grandes descubrimientos que encierran bajo sus confusos contornos.» En otro sitio, campeaba la siguiente inscripción:
«No debemos limitarnos a alzar el velo de lo desconocido; sólo después de un trabajo tenaz, de retrocesos y desviaciones, empezamos a captar el verdadero sentido de las cosas y a percibir las nuevas e inmensas perspectivas que se abren ante nosotros. No eludáis nunca lo que a primera vista parece inútil, inexplicable.» Un movimiento en la tribuna, y en la sala se atenuó la luz. La voz serena y fuerte del secretario del Consejo tembló de emoción.
— Vais a ver ahora lo que hace poco parecía completamente imposible: una fotografía de nuestra Galaxia, tomada desde fuera de ella. Hace más de ciento cincuenta mil años, es decir, un minuto y medio de tiempo galáctico, los habitantes del sistema planetario… — siguió una serie de cifras que no decían nada a Chara —… de la constelación del Centauro se dirigieron a los moradores de la Gran Nube de Magallanes, único sistema estelar extragaláctico cercano a nosotros y en el que sabemos hay mundos pensantes, capaces de comunicar con nuestra Galaxia por el Circuito. Todavía no podemos determinar la situación exacta de ese sistema planetario de Magallanes, pero también hemos recibido su emisión: una fotografía de nuestra Galaxia. ¡Ahí la tenéis!
En la inmensa pantalla apareció la lejana claridad argentada de una ancha acumulación de estrellas que se estrechaba por sus extremos. Las profundas tinieblas del espacio llenaban los bordes de la pantalla. La misma negrura colmaba los intervalos entre las espiras, de astilladas puntas. Un pálido nimbo rodeaba el anillo de cúmulos globulares de los más antiguos sistemas astrales de nuestro Universo. Los llanos campos estelares alternaban con nubes y franjas de negra materia enfriada. La fotografía había sido tomada desde un ángulo incómodo, cuando la Galaxia se presentaba muy oblicuamente y, por añadidura, de manera que el núcleo central apenas sobresalía como una ígnea masa convexa, en medio de una estrecha lentejuela. Para tener una idea más completa de nuestro sistema estelar, haría falta sin duda pedir informes a galaxias más lejanas, situadas a mayor altura, siguiendo la latitud galáctica. Pero ninguna de ellas había dado señales de vida racional desde que existía el Gran Circuito.
Aquellos moradores de la Tierra no apartaban los ojos de la pantalla. Por primera vez, el hombre podía ver su Universo sideral desde un espacio infinitamente lejano.
A Chara le pareció que todo el planeta contemplaba anhelante su Galaxia en millones de televisores de los seis continentes y los océanos, donde sólo había esparcidos islotes de vida y trabajo humanos.
— Han terminado las novedades que ha recibido nuestro observatorio, por el Gran Circuito, y que no eran aún del dominio mundial — dijo de nuevo el secretario —. Pasemos ahora a los proyectos que deben ser sometidos a amplia discusión.
— La propuesta de Yuta Gay de crear una atmósfera artificial respirable en Marte, extrayendo gases ligeros de las profundidades de las rocas por medio de aparatos automáticos, se ha considerado merecedora de atención, por estar basada en serios cálculos. Se obtendrá aire suficiente para la respiración y el aislamiento térmico de nuestros poblados, los cuales ya no precisarán invernáculos. Hace muchos años, a raíz del descubrimiento de océanos de petróleo y de montañas de hidrocarburos sólidos en Venus, se pusieron en marcha instalaciones para la creación de una atmósfera artificial bajo enormes campanas de materias plásticas transparentes. Esas instalaciones permitieron cultivar plantas y construir fábricas que facilitaban a la humanidad toda clase de productos de la química orgánica, en cantidades colosales.
El secretario apartó sus notas, grabadas en una placa metálica, y sonrió afectuoso. Por el extremo de las gradas cercano a la tribuna, había aparecido Mven Mas, grave y severo el semblante, con traje rojo oscuro y solemne ademán. En señal de respeto a la asamblea, alzó sobre su cabeza las manos juntas y se sentó.
Acto seguido, el secretario abandonó la tribuna, cediéndosela a una mujer joven de cortos cabellos dorados, con una expresión de asombro en sus verdes ojos. El presidente del Consejo, Grom Orm, se puso a su lado.
— De ordinario, nosotros mismos solemos hacer públicas las nuevas propuestas. Pero hoy vais a oír, de labios de la propia autora, Iva Dzhan, el resultado de sus investigaciones, ya casi terminadas, que os dará materia para reflexionar.
La mujer de los ojos verdes empezó a hablar tímidamente, con apagada voz. Comenzó citando el hecho, conocido de todos, de que la flora de los continentes meridionales se distinguía por el color azulenco de las hojas, matiz característico de las antiguas variedades de plantas terrestres. Según había demostrado el estudio de la vegetación de otros planetas, el follaje azul era propio de otras atmósferas más transparentes que la nuestra o surgía bajo radiaciones astrales ultravioletas más duras que las del Sol.
— Nuestro Sol — siguió diciendo Iva —, constante en su radiación roja e inestable en la azul y la ultravioleta, experimentó hace cerca de dos millones de años un brusco cambio de esta última que se prolongó largo tiempo.
«Entonces aparecieron las plantas azulencas, los pájaros y animales que vivían en lugares no abrigados se tornaron negros e igual tinte tomaron los huevos de las aves que anidaban en sitios no protegidos por la sombra. Por aquel tiempo, la modificación del régimen electromagnético del sistema solar hizo inestable nuestro planeta respecto a su eje de rotación. Hacía ya mucho que existían proyectos de verter los mares en las depresiones continentales para alterar el equilibrio existente y cambiar la posición del globo terráqueo con relación a su eje. Esto ocurrió cuando los astrónomos se basaban exclusivamente en la mecánica elemental de la gravitación sin tener en cuenta en absoluto el equilibrio electromagnético del sistema, mucho más variable que aquélla.