La distribución de las masas nubosas reveló a Dar Veter que las obras se encontraban sobre la zona antártica del planeta y que, por consiguiente, entrarían pronto en la sombra de la Tierra. Los calentadores perfeccionados de las escafandras no podían contrarrestar por completo el gélido aliento del espacio cósmico, ¡y desdichado del viajero que gastase impremeditadamente la energía de sus baterías! Así había perecido, hacía un mes, un arquitecto-montador que se resguardara de una inopinada lluvia de meteoritos en la fría cápsula de un cohete abierto, donde encontró su tumba antes de la llegada al sector soleado… Un ingeniero había sido muerto por un meteorito. Aquellos accidentes no podían ser previstos ni evitados. La construcción de los sputniks exigía siempre víctimas.
¿Quién sería el siguiente?… Las leyes de los números grandes, aunque poco aplicables a las motillas de polvo de los hombres aislados, indicaban que Dar Veter tenía más probabilidades que nadie de ser el siguiente, pues era él quien se encontraba más tiempo en aquella altura, expuesta a todas las contingencias del Cosmos.. Pero una voz interior le decía traviesa que nada podía ocurrirle a su magnífica persona. Y por muy absurda que fuera tal certeza en un hombre habituado a pensar matemáticamente, no abandonaba nunca a Dar Veter y le ayudaba a mantenerse en sereno equilibrio sobre las vigas y enrejados de la indefensa armadura, suspendida en el abismo del negro cielo.
El montaje de construcciones se hacía en la Tierra con máquinas especiales, denominadas «embriotectónicas» porque funcionaban con arreglo al principio del crecimiento de los organismos vivos. Claro que la estructura molecular del ser vivo, formada por un mecanismo cibernético hereditario, era mucho más compleja y estaba subordinada no sólo a la selección físico-química, sino también a una acción rítmica ondular, enigmática todavía. Sin embargo, los organismos vivos no empezaban a desarrollarse más que en soluciones tibias de moléculas ionizadas, mientras que los ¡embriotectones funcionaban, generalmente, accionados por corrientes polarizadas, por la luz o un campo magnético. Las marcas y claves puestas con talio radiactivo en las piezas guiaban acertadamente el montaje, que se realizaba con una exactitud y rapidez asombrosas para los profanos. Allí, en aquella altura, no había ni podía haber tales máquinas. El sputnik se montaba a la antigua usanza, a mano. A pesar de los peligros que entrañaba, la empresa parecía tan interesante que atraía a millares de voluntarios.
Las estaciones de pruebas psicológicas apenas daban abasto a reconocer a todos los que manifestaban al Consejo su disposición a partir para el espacio interplanetario.
Dar Veter llegó hasta la base de unas máquinas solares que partían en sentido radial de un enorme cubo con un aparato de gravitación artificial, y conectó su batería dorsal a un borne del circuito de control. Una sencilla melodía resonó en el radioteléfono de su casco hermético. Entonces enlazó, paralelamente, una placa de cristal con un esquema trazado con finas líneas de oro. Le respondió la misma melodía. Dar Veter corrió dos nonios, para hacer coincidir los tiempos de las corrientes, y se cercioró de la concordancia absoluta no sólo de las melodías, sino de las tonalidades del reglaje. Una parte importante del futuro ingenio había sido ya montada de manera impecable. Se podía pasar a la instalación de los motores eléctricos de radiación. Dar Veter se enderezó, cansado de soportar la escafandra sobre los hombros, y movió la cabeza. El movimiento hizo crujir las vértebras cervicales, anquilosadas de la prolongada quietud dentro del casco hermético.
Menos mal que Dar Veter resultó refractario a afecciones mentales difundidas entre quienes trabajaban fuera de la atmósfera terrestre: la enfermedad ultravioleta del sueño y la rabia infrarroja; de lo contrario, no habría podido llevar a cabo su honrosa misión.
¡El primer revestimiento defendería pronto a los trabajadores de aquella deprimente soledad en el ilimitado Cosmos, sobre el insondable abismo, sin cielo ni tierra!
Del Altai se desgajó raudo un pequeño proyectil de salvamento y pasó como una centella frente a las obras. Era un remolcador enviado para traer los cohetes automáticos, que no transportaba más que carga y se detenía a la altura señalada de antemano.
¡Llegaba muy a tiempo! La acumulación flotante de cohetes, hombres, máquinas y materiales entraba ya en el sector nocturno de la Tierra. El remolcador regresó arrastrando tres largos proyectiles de azulado brillo y forma de peces, cada uno de los cuales pesaba sobre el globo terráqueo sus buenas ciento cincuenta toneladas, sin contar el combustible.
Los cohetes se unieron a sus semejantes en torno a la plataforma de clasificación. Dar Veter, de un impulso, se trasladó al otro lado de la armadura y encontróse en medio del grupo de técnicos que dirigía la descarga. Se habían reunido para discutir el plan de trabajo nocturno. Dar Veter dio su asentimiento al mismo, pero exigió que se sustituyesen todas las baterías individuales por otras nuevas que asegurasen, durante treinta horas, el caldeamiento continuo de las escafandras, a más de suministrar fluido a las lámparas, los filtros de aire y los radioteléfonos.
Las obras se sumergieron por entero en las abismáticas tinieblas de la noche, pero la débil luz zodiacal, suave y grisácea, procedente de los rayos de sol diseminados por los gases de las capas superiores de la atmósfera, continuó esclareciendo el esqueleto del futuro satélite, yerto a un frío de ciento ochenta grados bajo cero. La superconductibilidad molestaba aún más que durante el día. Al menor desgaste del aislamiento de los diversos aparatos, baterías o acumuladores, los objetos próximos se rodeaban del nimbo azulado de la corriente que se esparcía por la superficie, haciendo imposible encauzarla en la dirección necesaria.
La impenetrable oscuridad del Cosmos había sobrevenido en unión de un frío aún más intenso. Brillaban las estrellas con un fulgor punzante, como agujas azules. El invisible y silencioso vuelo de los meteoritos causaba en la noche mayor espanto. Abajo, en la oscura superficie del globo y en los flujos de la atmósfera, surgían multicolores nubes de eléctrico resplandor, centelleantes descargas de enorme longitud o franjas, de miles de kilómetros, de luz difusa. Vientos huracanados, más fuertes que los peores ciclones terrestres, desencadenaban sus furias allá abajo, en las capas superiores de la envoltura aérea. La atmósfera, saturada de las radiaciones del Sol y del Cosmos, seguía entremezclando activamente la energía, dificultando de un modo extraordinario la comunicación entre las obras y el planeta natal.
Súbitamente, algo cambió en aquel mundillo perdido en las tinieblas y el espantoso frío.
Dar Veter no discernió al pronto que la planetonave había encendido sus proyectores. La noche parecía más negra, habían palidecido las fulgurantes estrellas, pero la plataforma y la armadura se destacaban netas, perceptibles, en la blanca luz. Al cabo de unos minutos, el Altai disminuyó la tensión. La luz se tornó amarilla y menos intensa.
La planetonave economizaba la energía de sus acumuladores. Y de nuevo, como en pleno día, empezaron a moverse los cuadrados y las elipses de las planchas del revestimiento, los enrejados de los tirantes y vigas, los cilindros y tubos de los depósitos, encontrado poco a poco su lugar en el esqueleto del satélite.
Dar Veter buscó a tientas la jácena transversal y se agarró a unos asideros de ruedas adosadas a unos cables verticales. Apoyando con fuerza un pie en la viga, tomó impulso y ascendió. Ante la misma escotilla de la planetonave, apretó los frenos de los asideros y se detuvo a tiempo para no chocar contra la puerta cerrada.