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En la cámara de transición no se mantenía la presión normal terrestre, para evitar las pérdidas de aire cuando entraban y salían los numerosos trabajadores de las obras. Por ello, Dar Veter, sin quitarse la escafandra, pasó a una segunda cámara, construida temporalmente, y desconectó allí su casco hermético y sus baterías.

Desentumeciendo sus miembros, cansados de la escafandra, y recreándose con la vuelta a la pesantez normal, Dar Veter penetró con paso firme en el puente interior. La gravitación artificial de la planetonave funcionaba sin pausa. ¡Qué inmenso placer sentirse hombre, sólidamente afianzado sobre un suelo firme, y no una leve mosquilla voltejeando en el inestable e inseguro vacío! La suave luz, el aire templado y un blando sillón invitaban a arrellanarse cómodamente y entregarse al reposo, sin pensar en nada. Dar Veter experimentaba el placer de sus antepasados, que le extrañara en un tiempo en las novelas antiguas. Después de un largo viaje a través del desierto frío, el bosque húmedo o las montañas cubiertas de hielo, el hombre entraba en la acogedora vivienda: la casa, la chabola o la yurta de fieltro. Y entonces, como allí, en la planetonave, unas finas paredes le separaban de un mundo inmenso y peligroso, hostil a él, le guardaban el calor y la luz, brindándole el descanso para recuperar fuerzas y meditar sus futuras empresas.

Dar Veter resistió a la tentación del sillón y del libro. Tenía que comunicar con la Tierra, pues la luz encendida en la altura durante toda la noche podía alarmar a los hombres de los observatorios que vigilaban la marcha de las obras; además, había que prevenir que el relevo se necesitaría antes del plazo acordado.

Aquella vez Dar Veter tuvo suerte: habló con Grom Orm no por medio de las señales codificadas, sino por el televisófono, muy potente, como todos los de las naves interplanetarias. El ex presidente se mostró satisfecho y se ocupó sin demora de elegir un nuevo equipo y de intensificar el envío de piezas.

Al salir del puente de mando, Dar Veter pasó por la biblioteca, que se había acondicionado para dormitorio instalando dos filas superpuestas de literas a lo largo de las paredes. En los camarotes, los comedores, la cocina, los pasillos laterales y la sala delantera de máquinas había también lechos suplementarios. La planetonave, convertida en base estacionaria, estaba abarrotada. Arrastrando las piernas, Dar Veter caminaba por el pasillo, revestido de tibias planchas de plástico de color castaño, abriendo y cerrando con gesto de cansancio las herméticas puertas.

Pensaba en los astronautas que pasaban decenas de años en el interior de naves semejantes a aquélla, sin esperanza alguna de abandonarlas ni de salir al exterior antes del plazo señalado, terriblemente largo. El llevaba allí cerca de seis meses y cada día dejaba los angostos locales para trabajar en los agobiadores espacios del vacío interplanetario. Y sin embargo, sentía ya la nostalgia de la adorable Tierra, de sus estepas, de sus mares, de las zonas de vivienda con sus centros bulliciosos, pictóricos de vida. Mientras que Erg Noor, Niza y otros veinte tripulantes del Cisne deberían pasar en la astronave noventa y dos años dependientes, es decir, ciento cuarenta terrestres, contando el regreso de la nave al planeta natal. ¡Ninguno de ellos podría vivir tanto tiempo! Sus cuerpos serían incinerados y sus cenizas enterradas lejos, infinitamente lejos, en los planetas de la estrella verde circónica…

O morirían en ruta, y entonces, encerrados en un cohete funerario, serían lanzados al Cosmos… De un modo semejante, las naos fúnebres de sus remotos antepasados llevaban a alta mar los guerreros muertos en combate. Pero nunca había habido en la historia de la humanidad héroes que se recluyesen en una nave, para toda la vida, y volasen sin esperanza de retorno. No, él no tenía razón, ¡y Veda le habría reprochado sus pensamientos! ¿Había olvidado acaso a los luchadores anónimos en pro de la justicia y de la libertad para el hombre que, en los antiguos tiempos, iban a una reclusión perpetua, mucho más espantosa, en húmedas mazmorras, donde sufrían terribles tormentos? ¡Sí, aquellos héroes eran más fuertes y dignos de admiración que incluso los contemporáneos de Dar Veter, dispuestos a realizar aquel grandioso vuelo al Cosmos para explorar mundos lejanos!

Y él, que nunca había abandonado por largo tiempo el planeta donde naciera, en comparación con ellos, era un mísero hombrecillo que no tenía nada de ángel del cielo, como le llamaba en broma la adorabilísima Veda Kong.

Capítulo XIV. LA PUERTA DE ACERO

Veinte días estuvo atareado el robot-minero, en la húmeda oscuridad, desbrozando la galería de decenas de miles de toneladas de escombros y entibando las desmoronadas bóvedas. El acceso a las profundidades de la cueva quedó al fin abierto. Sólo restaba comprobar sus condiciones de seguridad. Unas carretillas automáticas de orugas y un tornillo de Arquímedes deslizáronse silenciosos hacia abajo. Los aparatos comunicaban, a cada cien metros de avance, la composición del aire, la temperatura y el grado de humedad. Sorteando hábilmente los obstáculos, las carretillas llegaron a una profundidad de cuatrocientos metros. Entonces Veda Kong, en unión de un grupo de colaboradores, penetró en la misteriosa cueva. Hacía noventa años, durante una prospección de aguas subterráneas entre calizas y areniscas que no tenían nada de metalíferas, los indicadores habían señalado de pronto la presencia de una gran cantidad de metal. Poco después se puso en claro que el lugar coincidía con la descripción del que rodeaba la famosa cueva secular, denominada de Den-Of-Kul, lo que en una lengua desaparecida significaba «Refugio de la Cultura». Ante el peligro de una espantosa guerra, los pueblos que se consideraban más avanzados en la ciencia y en la cultura habían escondido en dicha cueva los tesoros de su civilización. En aquellos lejanos siglos, los secretos y los misterios estaban muy en boga…

Veda estaba tan emocionada como la más joven de sus colaboradoras cuando descendía por la húmeda arcilla roja que revestía el suelo de la rampa de entrada.

Se imaginaba grandiosas salas con herméticas cajas de caudales repletas de filmes y mapas; armarios con bobinas de grabaciones magnetofónicas o de películas de máquinas mnemotécnicas, y estanterías llenas de muestras de compuestos químicos, aleaciones y medicamentos; animales disecados, ya desaparecidos, en vitrinas transparentes e impenetrables a la humedad y al aire; herbarios, esqueletos petrificados de pueblos del planeta, ya extinguidos. Después, se figuraba placas de silicol protegiendo lienzos de los más famosos pintores, verdaderas galerías de esculturas de magníficos representantes de la humanidad, de sus más grandes hombres, y obras maestras de escultores animalistas… Maquetas de famosos edificios, inscripciones conmemorativas de célebres acontecimientos inmortalizados en la piedra y el bronce.

Entregada a sus sueños, Veda penetró en una gigantesca cueva de tres mil o cuatro mil metros cuadrados de superficie. El techo, que se perdía en las sombras, se alzaba en pronunciada bóveda de la que pendían largas estalactitas, relucientes a la luz eléctrica. La sala era en realidad grandiosa. Confirmando las suposiciones de Veda, en los nichos de las paredes, con abundantes vetas y concreciones calcáreas, se divisaban máquinas y armarios. Los arqueólogos se dispersaron por la sala subterránea, lanzando exclamaciones de júbilo. Muchas de aquellas máquinas, que guardaban aún, en algunos lugares, el brillo del cristal y del barniz, resultaron ser coches, tan del gusto de las gentes de la remota antigüedad y considerados en la Era del Mundo Desunido como el summum de la técnica alcanzado por el genio humano. Por entonces, no se sabía por qué causas, se construían muchísimos vehículos, capaces de transportar en sus blandos asientos a un pequeño número de personas. La elegancia de sus líneas se perfeccionaba hasta llegar a la exquisitez, los mecanismos de dirección y motrices eran cada vez más ingeniosos; pero, en todo lo demás, continuaban siendo completamente absurdos. Centenas de miles de ellos circulaban por las calles de las ciudades y por las carreteras, llevando y trayendo a gentes que, por ignoradas razones, trabajaban lejos de sus viviendas y cada día se apresuraban para llegar a tiempo al trabajo y regresar luego a sus casas. Aquellos automóviles eran peligrosos de conducir, mataban a multitud de personas y consumían miles de millones de toneladas de preciosas materias orgánicas acumuladas en el pasado geológico del planeta, envenenando la atmósfera de ácido carbónico. Los arqueólogos de la época del Circuito se sintieron decepcionados al ver que se destinaba tanto espacio en la cueva a aquellos extraños vehículos.