Miiko y Veda iban cediendo involuntariamente a la fascinación de aquella profunda cueva que aprisionaba a ambas en sus negras entrañas, como en las profundidades de un pasado muerto, barrido por el tiempo, y que sólo revivía en las fantasías de la imaginación.
Efectuaban el descenso con rapidez, a pesar de la gruesa capa de pegajosa arcilla que cubría el suelo del pasadizo. Bloques desprendidos de las paredes las obligaban a veces a encaramarse a ellos y deslizarse por el estrecho hueco que quedaba entre los mismos y el techo. En media hora Miiko y Veda descendieron ciento noventa metros y llegaron a un muro liso contra el que estaban apoyadas pacíficamente las dos carretillas automáticas de reconocimiento. Un leve rayito de luz fue suficiente para ver que aquello era una puerta maciza, herméticamente cerrada, de acero inoxidable. En el centro de la puerta sobresalían dos pequeños discos con unos signos, flechas doradas y mangos redondos.
Para abrir, era preciso componer con ellos una señal convencional. Los dos arqueólogos conocían tipos de cerraduras semejantes a aquélla, pero de una época anterior. Después de cambiar impresiones, Veda y Miiko la examinaron atentamente. Era muy parecida a los artificios, construidos con maligna astucia, con que las gentes del pasado creían proteger sus tesoros de las asechanzas de los «extraños», pues en la Era del Mundo Desunido las personas estaban divididas en «propias» y «extrañas». Con frecuencia, aquellas puertas, cuando se intentaba abrirlas, lanzaban proyectiles explosivos, gases venenosos o radiaciones cegadoras, y los confiados investigadores perecían.
Sus mecanismos, de metales resistentes o plásticos especiales, se conservaban durante miles de años y habían costado la vida a muchos arqueólogos hasta que se consiguió neutralizarlos, haciéndolos inofensivos.
Era evidente que para abrir la puerta aquella harían falta instrumentos especiales.
¡Había que volverse desde el mismo umbral del principal misterio de la cueva! ¿Quién podía dudar de que tras ella, tan sólida y hermética, tenía que encontrarse lo más importante y valioso para las gentes de los tiempos remotos? Luego de apagar las lámparas, limitándose así a la tenue luz de las coronas, Veda y Miiko se sentaron a descansar y a tomar un poco de alimento.
— ¿Qué puede haber ahí? — preguntó Miiko, dando un suspiro, sin apartar los ojos de la puerta, en la que rebrillaba orgulloso el oro de los signos —. Parece que se ríe de nosotras: no os dejaré entrar, ¡no os diré el secreto!..
— ¿Y qué ha conseguido usted ver en los armarios de la segunda sala? — inquirió Veda, rechazando el enojo, primitivo y pueril, ante el inesperado obstáculo.
— Diseños de máquinas, libros, impresos no en papel antiguo, de pasta de madera, sino en hojas metálicas. Y además, como unos rollos de películas cinematográficas, unas listas, cartas estelares y terrestres.
— En la primera sala, están los modelos de las máquinas; en la segunda, la documentación técnica correspondiente a las mismas, y en la tercera, ¿cómo diría yo?…
los valores de una época en que existía aún el dinero. Desde luego, coincide con los esquemas.
— ¿Y dónde están los valores en el sentido actual? Es decir, las supremas realizaciones del desarrollo espiritual de la humanidad: de la ciencia, del arte, de la literatura?… — exclamó Miiko.
— Espero que tras esa puerta — repuso tranquila Veda —. Pero no me extrañaría que hubiese ahí armas.
— ¿Cómo?
— Armamentos, medios de rápido exterminio en masa.
La pequeña Miiko quedó pensativa y triste; luego, dijo en voz queda:
— Sí, es lo natural, teniendo en cuenta el objetivo de este escondrijo. Ahí se guardan, de una posible destrucción, los principales valores técnicos y materiales de la civilización occidental de entonces. Mas ¿qué se consideraba «lo principal», cuando no existía aún la opinión pública de todo el planeta y ni siquiera de los pueblos de aquellos países? La necesidad e importancia de algo, en un momento dado, las determinaba el grupo gobernante, integrado a menudo por personas que distaban mucho de ser competentes.
Por ello, en esta cueva no se encuentra ni mucho menos lo que en realidad constituía los mayores valores de la humanidad, sino lo que uno u otro grupo de gentes estimaba como tales. Procuraban conservar, en primer término, las máquinas y, posiblemente, las armas, sin comprender que las superestructuras de la civilización se forman, en la historia, a semejanza de un organismo vivo.
— Cierto, mediante el aumento y asimilación de la experiencia del trabajo, de los conocimientos, de la técnica, de las reservas de materiales, de substancias y formaciones químicas puras. Restablecer una elevada civilización destruida es imposible sin aleaciones muy sólidas, sin metales raros, máquinas de gran rendimiento y suma precisión. Si todo eso ha sido aniquilado, ¿de dónde tomar los materiales y la experiencia, el arte de crear máquinas cibernéticas cada vez más complejas, capaces de satisfacer las necesidades de miles de millones de personas? — ¥ tampoco era posible, entonces, el retorno a la civilización antigua, desprovista de máquinas, con la que soñaban algunos a veces.
— Desde luego. En vez de la cultura antigua, habría surgido una hambre espantosa.
¡Los soñadores individualistas no querían comprender que la historia no se repite jamás!
— Yo no afirmo categóricamente que tras esa puerta haya armas — manifestó Veda volviendo al tema fundamental —, aunque muchos indicios lo indican. Si los constructores de este escondrijo estaban en el error, cosa propia de aquel tiempo, de confundir la cultura con la civilización, sin comprender la obligación indeclinable de educar y desarrollar las emociones del ser humano, en tal caso no eran imprescindibles para ellos las obras de arte y de literatura o una ciencia alejada de las necesidades del momento. A la sazón, hasta la ciencia la dividían en útil e inútil, sin pensar en su unidad. Una ciencia y un arte semejantes eran considerados como atributos agradables, mas no siempre necesarios y provechosos, de la vida del hombre. Ahí se oculta lo más importante. Y yo creo que son armas, por ingenuo y absurdo que nos parezca hoy día.
Veda calló, clavados los ojos en la puerta.
— Quizá se trate simplemente de un mecanismo de composición y podamos abrirlo auscultando con el micrófono — dijo de pronto, acercándose a la puerta —. ¿Qué, nos arriesgamos?
Miiko se interpuso entre su amiga y la puerta.
— ¡No, Veda! ¿A qué correr un riesgo estúpido?
— Me parece que la cueva está a punto de derrumbarse. Si nos vamos, no podremos volver más… ¿No oye usted?
Un ruido confuso y lejano llegaba de vez en cuando hasta el recinto, resonando ya arriba, ya abajo.
Pero Miiko, de espaldas a la puerta, muy abiertos los brazos, permanecía inflexible, cerrando el paso.
— Si ahí hay armas, Veda, ¡tiene que haber por fuerza un dispositivo de defensa!..
Dos días más tarde fueron llevados a la cueva unos aparatos portátiles: una pantalla reflectora Roentgen para la radioscopia del mecanismo y un emisor de radiaciones enfocadas ultrafrecuentes para destruir las conexiones interiores de las piezas. Mas no hubo ocasión de utilizarlos.