ciento sesenta, y ocho años independientes de vuelo y cuatro de exploración en los planetas. Mas para los viajeros, serían solamente cerca de ochenta años.
Debido al carácter de su trabajo, Dar Veter no viviría siquiera hasta la llegada del Cisne a los planetas de la estrella verde. Como en los pasados días de dudas, admiraba la audacia de la idea de Ren Boz y Mven Mas. Aunque su experiencia no se lograse, aunque aquel problema que afectaba a los fundamentos mismos del Cosmos estuviese aún lejos de ser solucionado y fuese una loca fantasía, aquellos insensatos eran unos colosos del pensamiento creador de la humanidad, pues incluso refutando su teoría y su experimento, los hombres darían un salto de gigante hacia las cimas del saber.
Sumido en sus pensamientos, Dar Veter estuvo a punto de tropezar contra la señal de la zona de seguridad, apartóse de allí y, al pie de la torreta automóvil de la T, divisó la conocida figura del dinámico Ren Boz. Erizados los rebeldes cabellos rojizos y entornando los agudos ojos, fue presuroso hacia él. Una fina red de cicatrices, apenas perceptibles, surcándole una expresión de dolor.
— ¡Me alegro de verle sano y salvo, Ren!
— Le necesito grandemente — dijo el físico, tendiéndole sus pequeñas manos, salpicadas de pecas.
— ¿Qué hace usted aquí tan temprano? Aún falta mucho para la salida…
— He venido a despedir a los de la Aella, pues me hacen suma falta unos datos sobre la gravitación de una estrella tan pesada. Y al enterarme de que usted vendría, me he quedado…
Dar Veter callaba, esperando la explicación.
— ¿Vuelve usted al observatorio de las estaciones exteriores, a petición de Yuni Ant?
Dar Veter asintió con la cabeza.
— Últimamente, Ant ha grabado varios mensajes recibidos por el Circuito y no descifrados aún…
— Todos los meses se efectúa una recepción de mensajes fuera del horario habitual de informaciones. Y el momento de conectar las estaciones se adelanta en dos horas terrestres. En un año, esta verificación ocupa veinticuatro horas terrestres, y en ocho, una cienmilésima de segundo galáctico. Así se llenan las lagunas en las recepciones del Cosmos. Durante el último semestre del ciclo de ocho años se han empezado a recibir mensajes incomprensibles y, sin duda, muy lejanos.
— Me interesan en extremo.
— Todo lo que yo sepa, se lo comunicaré inmediatamente.
Ren Boz dio un suspiro de satisfacción y preguntó:
— ¿Vendrá también Veda Kong?
— Sí, la espero. ¿Sabe usted que ha estado a punto de perecer al explorar una cueva llena de máquinas antiguas y dotada de una hermética puerta de acero?
— Lo ignoraba.
— Y yo me olvidaba de que usted no se interesa tan profundamente por la historia como Mven Mas. En todo el planeta se discute sobre lo que pueda haber tras esa puerta.
Millones de voluntarios se ofrecen para las excavaciones. Veda ha decidido someter la cuestión a la Academia de las Grandes Cifras y de la Predicción del Futuro.
— ¿Y Evda Nal no vendrá?
— No, no puede.
— Muchos lo sentirán. Veda la quiere extraordinariamente, y Chara la adora.
¿Recuerda usted a Chara?
— ¡Ah! ¿Esa mujer elástica… semejante a una pantera?… — y Dar Veter alzó las manos con fingido espanto.
— Usted dirá: ¡Vaya un modo de apreciar la belleza femenina! Pero yo caigo constantemente en el error de los hombres del pasado que no entendían nada de las leyes de la psicofisiología y de la herencia. Siempre quiero ver en los demás mis concepciones y sentimientos.
— Evda, como todos los habitantes del planeta — dijo Ren Boz, interrumpiendo aquella confesión de su interlocutor — seguirá el momento de la partida.
Y el físico señaló a los altos trípodes de las cámaras de recepción blanca, infrarroja y ultravioleta, dispuestas en semicírculo alrededor de la astronave. Los diferentes grupos de rayos del espectro aumentarían en las pantallas las imágenes en colores, dándoles calor y vida real, del mismo modo que los diafragmas tonales suprimirían la resonancia metálica en las voces transmitidas.
Dar Veter miró en dirección Norte, de donde, arrastrando su pesada carga, venían unos electrobuses automáticos, abarrotados de gente. Del primero que llegó, saltó presurosa Veda y echó a correr, enredándose en la alta hierba. Sin detenerse, se lanzó contra el ancho pecho de Dar Veter para abrazarle con tan fuerte impulso que sus largas trenzas volaron sobre los hombros de él.
La apartó dulcemente, en tanto contemplaba aquel rostro, infinitamente querido, al que un singular peinado daba un aspecto nuevo.
— Acabo de trabajar en una película para niños, en el papel de reina de un país nórdico de los Siglos Sombríos — explicó ella un poco sofocada —. Y no he tenido tiempo de volver a peinarme.
Dar Veter se la imaginó con largo vestido de brocado, ceñida la cabeza por una corona de oro con gemas azules, con largas trenzas de color ceniza, que le llegaban más abajo de la rodilla, y una mirada audaz en los ojos grises. Y sonrió alegre.
— ¿Llevabas corona?
— ¡Claro! Una así — y trazó en el aire un ancho círculo con florones en forma de trébol.
— ¿La veré?
— Hoy mismo. Les pediré a ellos que te muestren el filme.
Dar Veter iba a preguntarla quiénes eran los enigmáticos «ellos», pero Veda, dejando las bromas, saludaba ya al físico. Éste sonreía ingenuo y cordial.
— ¿Dónde están los héroes de Achernar? — inquirió Ren Boz abarcando con la mirada el campo, desierto en torno a la astronave.
— ¡Allí! — y Veda señaló a un edificio cónico de placas de cristal blanco-verdoso, con calados cantos argentados: la gran sala del cosmopuerto.
— Entonces, vamos.
— No, estaríamos de más — dijo Veda con firmeza —. Presencian ahora el adiós que les da la Tierra. Vayamos hacia el Cisne.
Los dos hombres obedecieron.
Veda, que iba al lado de Dar Veter, le preguntó quedo:
— ¿Tengo un aspecto muy estrafalario con este peinado antiguo? Podría…
— No hace falta. El contraste entre el vestido moderno y las trenzas, más largas que la falda, es encantador. ¡Déjalas!
— ¡Me someto, Veter mío! — susurró ella las mágicas palabras que hacían latir con fuerza el corazón de él.
Centenares de personas se dirigían sin prisa hacia la astronave. Muchos sonreían a Veda o la saludaban, alzando la mano, con bastante más frecuencia que a Dar Veter o a Ren Boz.
— Es usted muy popular, Veda — comentó Ren Boz —. ¿A qué se debe: a su labor de historiadora o a su tan ponderada belleza?
— Ni a lo uno ni a lo otro. Al continuo y amplio contacto con la gente, debido a mi trabajo y actividades sociales. Usted y Veter unas veces están encerrados en el laboratorio; otras, se aíslan en su intensa labor nocturna. Ustedes hacen para la humanidad algo mucho más grande e importante que lo que yo hago, pero en un solo dominio, que no es el más cercano al corazón. Chara Nandi y Evda Nal son bastante más conocidas que yo…
— ¿Un nuevo reproche a nuestra civilización técnica? — le replicó en broma Dar Veter.
— No a la nuestra, sino a los vestigios de fatales errores pasados. Hace milenios, nuestros remotos antecesores sabían ya que el arte, con el desarrollo de los sentimientos que lleva aparejado, es tan importante para la sociedad como la ciencia.