— ¿En el sentido de las relaciones entre las gentes? — inquirió, interesado, el físico.
— ¡Exacto!
— Un sabio antiguo dijo que lo más difícil en la Tierra es conservar la alegría — terció Dar Veter —. ¡Ahí tienen otro fiel aliado de Veda!
Hacia ellos se acercaba derecho, a grandes pasos leves, Mven Mas, atrayendo con su corpulencia la atención general.
— Ha terminado la danza de Chara — dedujo Veda —. Pronto aparecerá también la tripulación del Cisne.
— En su lugar, yo vendría a pie y lo más despacio posible — dijo de pronto Dar Veter.
Veda la tomó del brazo:
— ¿Empiezas a emocionarte?
— Naturalmente. Me atormenta pensar que se van para siempre y que tampoco volveré a ver más esa nave. Algo se subleva en mi interior contra esta fatalidad inevitable. Tal vez ello se deba a que se lleva a amigos queridos.
— Seguramente no es por eso — manifestó Mven Mas, cuyo fino oído había captado desde lejos las palabras de Dar Veter —. Es la protesta natural del hombre contra la inexorabilidad del tiempo.
— ¿Tristezas de otoño? — preguntó Ren Boz con un dejo de ironía, sonriendo a su compañero con los ojos.
— ¿Ha notado usted que el otoño de las latitudes templadas, con su melancolía, agrada precisamente a las personas más enérgicas, llenas de vida y alegría y profundamente sensibles? — replicó Mven Mas, dando al físico unas cariñosas palmadas en el hombro.
— ¡Exacta observación! — exclamó Veda con entusiasmo.
— Es muy antigua…
— ¡Dar Veter! ¿está usted en el campo? ¡Dar Veter! ¿está usted en el campo? — resonó una voz que venía de la izquierda y de arriba —. Yuni Ant le llama al televisófono del edificio central. Yuni Ant le llama… al televisófono del edificio central…
Ren Boz se estremeció e irguió el cuerpo.
— ¿Puedo ir con usted, Dar Veter?
— Vaya en mi lugar. Usted puede faltar al acto del despegue. A Yuni Ant le gusta mostrar, a la manera antigua, sus observaciones directas en vez de las grabaciones. En esto coincide con Mven Mas.
El cosmopuerto estaba dotado de un potente televisófono y de una gran pantalla hemisférica. Ren Boz entró en la estancia, redonda y en silencio. El operario de guardia movió, con un chasquido, la palanquilla del conmutador y señaló a la pantalla lateral de la derecha, donde había aparecido Yuni Ant lleno de agitación. Éste examinó atentamente al físico y, comprendiendo la causa de la ausencia de Dar Veter, saludó a Ren Boz con una inclinación de cabeza.
— Estamos efectuando, fuera de programa, la escucha-búsqueda en la anterior dirección y con bandas de onda 62/77. Alce el embudo de la emisión dirigida y oriéntelo hacia el Observatorio. Voy a lanzar el rayo-vector, a través del Mediterráneo, directamente sobre El Homra — Yuni Ant miró a un lado y añadió —: ¡Pronto!
Ren Boz, experto en manipulaciones de recepción, hizo en dos minutos lo que le pedían. En el fondo de la pantalla hemisférica surgió la imagen de una gigantesca Galaxia. Los dos hombres de ciencia reconocieron, sin ningún género de dudas, la Nebulosa de Andrómeda o M-31, conocida desde tiempos remotos.
En su espira exterior más próxima al espectador, casi en el centro del disco lentiforme — en perspectiva — de la inmensa Galaxia, encendióse una lucecilla. De allí partía un sistema estelar que parecía un minúsculo hilillo de lana y era sin duda una rama colosal de cien parsecs de longitud. La lucecilla empezó a aumentar de tamaño al mismo tiempo que el «hilillo», mientras la Galaxia desaparecía, desvaneciéndose fuera del campo visual.
Un torrente de estrellas rojas y amarillas se expandió por la pantalla. La lucecilla se convirtió en un pequeño círculo luminoso que brillaba en el más lejano extremo de la corriente estelar. De ésta se separó una estrella anaranjada, de la clase espectral K, en torno a la cual empezaron a girar los puntos apenas perceptibles de sus planetas. El circulillo luminoso cubrió por completo uno de ellos. Y de pronto, todo aquello comenzó a girar en un torbellino rojo, de líneas sinuosas, del que saltaban chispas. Ren Boz cerró los ojos…
— Una ruptura — explicó Yuni Ant desde la pantalla lateral —. Le he mostrado las observaciones del mes pasado en grabación de máquinas mnemotécnicas. Voy a transmitirle ahora la recepción directa.
Las chispas y las líneas rojo-oscuras continuaban girando en la pantalla.
— ¡Extraño fenómeno! — exclamó el físico —. ¿Cómo se explica usted esa ruptura?
— Aguarde. Ahora se reanuda la transmisión. Pero ¿qué le parece extraño?
— El espectro rojo de la ruptura. En el de la Nebulosa de Andrómeda hay un desplazamiento violáceo, lo que indica que ella se aproxima hacia nosotros.
— La ruptura no tiene ninguna relación con la Andrómeda. Es un fenómeno local.
— ¿Cree usted casual el que su estación emisora esté situada al extremo mismo de la Galaxia, en una zona todavía más alejada de su centro que la zona del Sol lo está del centro de nuestra Vía Láctea?
Yuni Ant envolvió a Ren Boz en una escéptica mirada. — Usted está dispuesto a discutir en cualquier momento, olvidando que la Nebulosa de Andrómeda nos habla desde una distancia de cuatrocientos cincuenta mil parsecs.
— ¡Es verdad! — repuso turbado Ren Boz —. Y mejor sería decir que desde una distancia de un millón y medio de años-luz. El mensaje fue lanzado hace quince mil siglos.
— ¡Y nosotros estamos viendo ahora lo que fue enviado mucho antes de la época glaciar y de la aparición del hombre en la Tierra! — agregó Yuni Ant, ya bastante más suave.
Las líneas rojas aminoraron su girar, la pantalla se apagó y volvió a encenderse de pronto. A la pálida luz, se columbraba apenas una llanura en penumbra. Diseminadas por ella, había unas construcciones extrañas, de forma de hongo. Cerca del límite anterior de la parte visible, brillaba con fríos fulgores un círculo azul gigantesco, en consonancia con la llanura, cuya superficie sin duda era metálica. Exactamente sobre el centro del círculo pendían, uno sobre otro, dos grandes discos biconvexos. No, no pendían, se elevaban lentamente a una altura cada vez mayor. La llanura desapareció y en la pantalla quedó solamente uno de los discos, más convexo por abajo que por arriba, con gruesas espirales en ambas caras.
— ¡Son ellos!.. ¡Ellos mismos!.. — gritaron los dos científicos, a cual más fuerte, al comprobar la semejanza de aquella imagen con las fotografías y diseños del espirodisco hallado por la 37a expedición en el planeta de la estrella de hierro.
Un nuevo torbellino de líneas rojas, y la pantalla se apagó. Ren Boz esperaba, temeroso de apartar de allí, ni un segundo, la mirada… ¡La primera mirada humana que se posaba en la vida y el pensamiento de otra galaxia! Pero la pantalla no volvió a iluminarse. En un panel lateral del televisófono resonó la voz de Yuni Ant:
— La comunicación se ha cortado. No es posible seguir gastando energía terrestre en espera de la continuación. ¡Todo el planeta se conmoverá! Hay que pedir al Consejo de Economía que se duplique la frecuencia de las recepciones fuera de programa; pero esto, después del envío del Cisne, no será posible antes de un año. Ahora sabemos que la astronave de la estrella de hierro procede de allí. Sin el hallazgo de Erg Noor, no habríamos comprendido nada de lo visto.
— ¿Y ese disco vino de allá? ¿Cuánto tiempo estaría volando? — preguntó Ren Boz, como si hablase consigo mismo.
— Después de la muerte de su tripulación, estuvo vagan do cerca de dos millones de años por el espacio que separa a las dos galaxias — repuso severo Yuni Ant — hasta que encontró refugio en el planeta de la estrella T. Por lo visto, estas astronaves están construidas de manera que pueden tomar tierra automáticamente, aunque ningún ser viviente haya tocado sus mandos desde milenios antes. — Tal vez ellos vivan mucho tiempo…