— Pero no millones de años. Eso es contrario a las leyes de la termodinámica — replicó fríamente Yuni Ant —. Además, pese a sus colosales dimensiones, el espirodisco no podía llevar en sus entrañas todo un mundo de personas… de seres pensantes… No, por el momento, nuestras galaxias no pueden llegar la una a la otra ni intercambiar comunicaciones.
— Pero podrán — dijo con firmeza Ren Boz. Y luego de despedirse de Yuni Ant, volvió al campo del cosmopuerto.
Dar Veter y Veda, Chara y Mven Mas permanecían un poco aparte del gentío, alineado en dos largas filas, que había acudido a despedir a los viajeros. Todas las cabezas estaban vueltas hacia el edificio central. Una ancha plataforma con los veintidós tripulantes del Cisne pasó rauda frente a la multitud que agitaba las manos y aclamaba con gritos a los que marchaban, cosa que la gente sólo se permitía hacer en público en casos muy excepcionales.
La plataforma llegó a la astronave. Ante el alto ascensor transportable esperaban unos hombres, enfundados en monos blancos y pálidos de cansancio: eran los veinte miembros de la comisión de partida, compuesta principalmente de ingenieros-obreros del cosmopuerto. Durante las últimas veinticuatro horas habían comprobado, con ayuda de máquinas de control, todo el equipamiento de la expedición, así como el buen estado de la nave, por medio de aparatos tensoriales.
Según el reglamento, que databa de los albores de la astronáutica, el jefe de la comisión dio el parte a Erg Noor, reelegido comandante de la astronave y jefe de la expedición a Achernar. Los demás miembros de la comisión marcaron sus iniciales en una placa de bronce, con sus retratos y nombres, que entregaron a Erg Noor, y, tras de despedirse de él, se retiraron. Entonces, la multitud avanzó hacia la nave y se alineó ante los viajeros, dejando a los íntimos de éstos acceso a la pequeña explanada que quedaba libre en el ascensor. Los operadores de cine fijaban cada gesto o ademán, de los que partían: postrer recuerdo de los que abandonaban el planeta natal.
Desde lejos, Erg Noor vio a Veda, y, después de meter bajo su ancho cinturón de astronauta aquel diploma de bronce, avanzó impetuoso hacia la joven mujer.
— ¡Mucho le agradezco que haya venido, Veda!
— ¿Podía faltar acaso?
— Para mí, es usted el símbolo de la Tierra y de mi juventud pasada.
— La juventud de Niza le acompañará siempre.
— No sería sincero si dijese que no lamento nada. Y ante todo, me da lástima de Niza, de mis compañeros, y también de mí mismo… Es demasiado lo que pierdo. En este regreso he aprendido a querer a la Tierra de un modo nuevo, con un amor más fuerte, más sencillo e incondicional…
— Y sin embargo, Erg, se va usted…
— No podía proceder de otra manera. De negarme, habría perdido no sólo el Cosmos, sino la Tierra.
— ¿La hazaña es tanto más difícil cuanto más grande es el amor?
— Usted siempre me ha comprendido bien, Veda. Mire, ahí viene Niza.
Acercóse la muchacha — enflaquecida, semejante a un chico con sus ondulados cabellos rojizos —, y se detuvo.
— ¡Qué doloroso resulta!.. — dijo, con la vista baja —. Todos vosotros sois… tan buenos, tan radiantes y bellos… y tener que separarse, que desgajarse, viva, de la madre Tierra… — la voz de la astronauta se quebró, trémula.
Veda, instintivamente, la atrajo hacia sí para consolarla con femenina ternura.
— Dentro de nueve minutos cerrarán las escotillas — anunció en un susurro Erg, sin apartar los ojos de Veda.
— ¡Cuánto tiempo aún!.. — exclamó ingenua Niza. Y en su voz se percibían las lágrimas.
Veda, Erg, Dar Veter, Mven Mas y los restantes amigos de los viajeros advirtieron de pronto, con pena y asombro, que no encontraban palabras. No las había para expresar los sentimientos ante aquella hazaña que iba a realizarse para unos seres humanos que no existían aún, para quienes vinieran al mundo muchos años después. Los que se iban y los que se quedaban sabían bien todo aquello, ¿de qué podían servir las palabras?
El segundo sistema de señales del ser humano mostraba su imperfección y cedía su puesto al tercero. Profundas miradas, que reflejaban impulsos apasionados, imposibles de expresar con palabras, se encontraban silenciosas, tensas, o se fijaban en la pobre naturaleza de El Homra, absorbiéndola, bebiéndola con ansia.
— ¡Ya es hora! — restalló la voz metálica de Erg Noor, estremeciendo los nervios en tensión.
Veda, sin ocultar sus sollozos, estrechó entre sus brazos a Niza. Las dos mujeres permanecieron juntas unos segundos, apretadas las mejillas, cerrados los ojos, mientras los hombres cambiaban miradas de adiós y se estrechaban las manos.
El ascensor se había llevado ya ocho astronautas, que desaparecieron en la ovalada escotilla. Erg Noor tomó a Niza de la mano y le susurró algo al oído. La muchacha enrojeció y, desprendiéndose de él, se lanzó hacia la astronave.
Los dos subieron juntos.
La gente quedó inmóvil cuando, ante la negra boca de la escotilla, en un saliente claramente iluminado del Cisne, se detuvieron un instante dos siluetas — una, masculina, de gran talla; la otra, de muchacha, esbelta y armoniosa —, respondiendo a los últimos saludos de la Tierra.
Veda Kong se apretó las manos, y Dar Veter oyó el crujido de sus dedos.
Erg Noor y Niza desaparecieron. De las negras fauces de la escotilla avanzó una plancha ovalada del mismo color gris que todo el casco. Un segundo más, y ni el ojo más experto podría advertir la menor huella de abertura en los abombados flancos del colosal casco de la nave.
La astronave, erguida sobre sus separados soportes, tenía algo de figura humana. Tal vez aquella impresión la diera la esfera de la proa, con su afilado capirote y sus faros de señales que brillaban como ojos de persona. O los alabes de la parte central, semejantes a las hombreras de la armadura de un caballero. La astronave se alzaba sobre sus soportes, parecida a un gigante que, afianzado sobre las abiertas piernas, mirase con desprecio y presunción al gentío que se extendía a sus plantas.
Bramaron amenazadoras las sirenas dando el primer aviso. Como por arte de magia, surgieron junto a la nave unas anchas plataformas de autotracción que se llevaron a multitud de personas. Deslizándose, retrocedieron los trípodes de los televisófonos y los proyectores sin apartar del Cisne sus cuencas y rayos. El casco gris del navío cósmico se oscureció y pareció perder sus enormes dimensiones. En su «cabeza» se encendieron siniestras unas luces rojas, señales de preparación para el despegue. La vibración de los potentes motores repercutió en el firme terreno: la nave viraba sobre sus soportes, orientándose para la arrancada. Las plataformas, cargadas de gente, se fueron alejando cada vez más, batidas por el viento, hasta que cruzaron la línea luminosa de seguridad; una vez allí, los pasajeros saltaron presurosos a tierra, y las plataformas volvieron para recoger a nuevas personas.
— ¿Ellos no volverán a vernos más, ni siquiera nuestro cielo? — preguntó Chara a Mven Mas, inclinado hacia ella.
— No, tal vez con los estereotelescopios…
Bajo la quilla de la astronave encendiéronse unas luces verdes. En la atalaya del edificio central empezó a girar furiosamente el radiofaro, enviando en todas direcciones la advertencia de que el enorme navío cósmico iba a emprender el vuelo.
— ¡La astronave recibe la señal de partida! — resonó de pronto una voz metálica, con tal fuerza, que Chara, estremecida, apretóse contra Mven Mas —. Los que queden dentro del círculo, ¡que alcen las manos! ¡Alcen las manos o perecerán!.. — gritaba el robot, mientras sus proyectores palpaban el campo buscando a quienes hubieran podido quedar casualmente en la zona peligrosa.