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– Coño, Virgi, qué pequeño es el mundo.

Capítulo 4 TODOS CONTRA IVÁN

– Bueno, parece que a vosotras no hace falta presentaros -constató el teniente Guzmán, vista la confianza con que Anglada saludaba a Chamorro.

– No -admitió mi compañera, con mal disimulada frialdad.

– Claro que no -confirmó Anglada, mucho más entusiasta-. Aquí esta chica y yo hemos pasado unos cuantos apuros juntas, ¿eh?

Chamorro dejó que la otra le pusiera la mano en el hombro y se lo estrechara de modo afectuoso. Pero dio la impresión de que aquel contacto la complacía tanto como el baboso mordisco de un zombi.

– Desde la academia de guardias hasta el curso de cabo -explicó Anglada-. Y ahora. Parece que nos fuéramos persiguiendo, tú.

– Muy bien, en ese caso, sólo tengo que presentarte al sargento Bevil… -se atascó el teniente.

– Bevilacqua -le auxilié.

– Eso, Be… vi… la… cua. Él es el responsable de la investigación. Ésta es la cabo Anglada. Irá con vosotros a La Gomera. Conoce la isla, el asunto, en fin, no se me ocurre que haya nadie más indicado que ella.

– A sus órdenes, mi sargento -me saludó Anglada, mientras yo sentía cómo el fuego de sus ojos negros me taladraba hasta el occipital.

– Encantado -repuse, sin perder del todo la compostura.

– Bevical… -dudó Anglada-. Perdón, no lo he cogido bien.

– Bevilacqua -repetí, con la paciencia que me asiste desde niño a este respecto-. Aunque puedes llamarme Vila. Es lo que hacen todos.

– ¿Resultaré demasiado poco original si pregunto de dónde le viene ese apellido tan peculiar, mi sargento?

A veces me doy un poco de asco. Como entonces, cuando en lugar de dejar que me aflorase el cansancio que me produce esa pregunta mil veces repetida, me esforcé en sonreír para ella, aunque en mi respuesta, como suelo, distara de ofrecerle la verdad, que sólo a mí me incumbe:

– Mi abuelo era uno de los guardaespaldas de Mussolini. Se salvó de milagro de que le limpiaran el forro junto a su jefe y consiguió que le diera asilo el régimen de Franco al final de la Segunda Guerra Mundial.

Anglada sopesó mi respuesta. Guzmán pareció creérsela.

– No jodas -dijo el teniente.

– Me temo que nos están diciendo amablemente que no seamos cotillas, mi teniente -dedujo Anglada, con un brillo de perspicacia en la mirada.

Noté que Chamorro aguardaba mi reacción. Que me observaba. Me había visto otras veces en este trance, y estaba atenta a registrar cualquier mínima diferencia en mi comportamiento. Así que hice lo de siempre.

– Era broma -confesé-. Es una historia mucho más vulgar. No creo que resulte interesante para nadie, aparte de mí.

No ofrecí contarla, y nadie me lo pidió. Tras guardar el equipaje en el maletero, subimos al coche. Dejamos a las dos mujeres en la parte delantera y el teniente y yo nos acomodamos en el asiento de atrás. Anglada sorteó como pudo los autobuses que a la entrada de la terminal cargaban o descargaban pilas de alemanes e ingleses, ya fuera en estado de lechosa palidez, rumbo a la playa rodeada de apartamentos de la que no saldrían en los próximos quince días, o intensivamente achicharrados y listos para ser expedidos de vuelta a sus oscuros lugares de residencia en el Norte. Antes de aquel día sólo había estado en Tenerife una vez, diez años atrás, y el panorama parecía haber empeorado bastante. La aglomeración era demencial.

– ¿No se supone que estamos en temporada baja? -pregunté.

– Aquí, en Tenerife, ya no hay temporada baja -respondió Guzmán-. Otra cosa es en las islas pequeñas, como La Gomera o La Palma, aunque tampoco les quedan más que un par de telediarios, no te vayas a creer.

Ya habíamos salido del recinto aeroportuario, y la visión de las apiñadas urbanizaciones próximas intensificó mi sensación de agobio.

– Cómo han podido dejar que construyan todo eso -observé.

– Ya ves. Vivimos de ellos -constató el teniente-. De darles sol, marcha y alcohol barato durante todo el año, en su idioma y a su gusto. Entre medias, se ha ido a tomar por saco esta isla, que era una maravilla de la Naturaleza. Pero supongo que lo más importante es que la gente coma, y el paisaje queda muy bien para los carteles, pero no le llena la panza a nadie.

– La Gomera todavía es otra cosa -dijo Anglada-. Mucho más tranquila y mucho menos triturada. Ya verá, mi sargento.

– Sí -se adhirió Guzmán-. Ahí habéis tenido suerte. Ya que no podemos decir que la hayáis tenido con el asunto que os trae por aquí.

– No se preocupe, mi teniente -le tranquilicé-. Estamos habituados a convivir con la desesperación. Y a veces hasta sacamos algo en limpio.

– No te compraría el negocio, desde luego. Vamos, que no lo querría ni regalado. Además, me imagino que lo normal es que os reciban de uñas. Si ya es ingrato hurgar en cosas viejas, cuando encima están torcidas…

– Bueno, no se crea, este asunto no es peor que otros.

– Hombre, ya lo sé, vuestra fama os precede. Vuestros casos salen en la tele, y hasta leí una vez un reportaje sobre vosotros en un suplemento dominical. Estamos muy impresionados de conoceros en persona.

– No me tome el pelo, mi teniente. Ni se crea lo que lee en los suplementos dominicales. Usted ya sabe lo que es este trabajo. Mucha calle, mucho sueño perdido y paciencia franciscana. Aparte, ayuda estar un poco gilipollas, para comérselo todo por el mísero sueldo que paga la empresa. Pero ningún periodista haría un reportaje con eso, así que le dan otro lustre.

– Era broma, Vila -dijo Guzmán-. Y vamos a tutearnos, anda, que este culo que gasto se ha comido muchas horas de patrulla en el todoterreno, y no hace tanto tiempo como para que me haya olvidado.

– Como quieras. Procuro tomar primero la distancia a la gente.

– Pues pasa de chorradas, tío. Yo me siento policía, punto, y entre tú y yo, espero que pronto se acabe el rollo militar. Ya sé que a la gente le gustan los desfiles, y si me apuras a mí también; verlos, quiero decir. Porque cuando me toca disfrazarme y agarrar el sable me siento como un payaso, qué quieres que te diga. Aparte de que el puto uniforme me canta en seguida los centímetros de barriga que he ganado desde la última vez que me lo puse.

Como cualquiera, y especialmente como cualquiera en el país donde me ha tocado vivir, tengo mi opinión respecto de casi todo, incluido el asunto que Guzmán acababa de sacar. Pero he llegado a la conclusión de que no es necesario ni oportuno decir siempre y ante todos lo que piensas, y de que hay cuestiones respecto de las que más vale pecar por defecto que por exceso. Así que me cuidé de respaldar o rebatir los juicios del teniente y me limité a aprovechar la confianza que a raíz de ellos me otorgaba.

– El caso es que, oye, es curioso -volvió a hablar Guzmán-. Si te dijera que echo de menos aquellos tiempos… Los del sucio Nissan y andar todo el día por los caminos. A mí lo que me gusta es el campo, y no esto.

Lo que señalaba el teniente era la autopista por la que avanzábamos hacia la capital. Anglada, que llevaba el coche (sin permitirle en ningún momento bajar de ciento cincuenta, dicho sea de paso), se sumó a su opinión.

– Reconozco que a mí también me gustaba patrullar por el campo -dijo-. No sé, hay muchos momentos en que te relaja. Como cuando ves salir o ponerse el sol, o como cuando se levanta de pronto una tormenta.

– A eso me refiero, por ejemplo -ratificó el teniente, nostálgico.

– Te sientes puteada, claro -continuó Anglada-. Sobre todo al principio, cuando te toca como me tocaba a mí salir con el guardia viejo de turno y por la noche veías al caimán roncar en el asiento de al lado y tú como una idiota tratando de seguir despierta. Pero tiene su encanto incluso eso, estar ahí, sola con tus pensamientos, cuando todos los demás duermen.

No podía ver el rostro de Chamorro, sólo su nuca. Le imaginé un gesto impenetrable, y sentí deseos de volver a estar a solas con ella para preguntarle el motivo de su antipatía hacia aquella chica. La estaba llevando al extremo de hacerla parecer mucho más estirada de lo que en realidad era.

– Y a ti, mi sargento, ¿te gustó tu época rural? Porque la tendrías, ¿no?

Al oír la pregunta de Anglada, dos pensamientos se cruzaron en mi cerebro. Uno: su teniente me había autorizado a tutearlo, pero yo no le había dado permiso a ella para tutearme a mí. Tampoco iba a ofenderme por eso, pero me hizo temer que aquella mujer hubiera percibido algo de la impresión que me había causado, cosa que siempre lesiona la vanidad de uno. Dos: no estaba seguro de que me apeteciera, aún, contarle mi historia.

Mi respuesta, no obstante, no fue del todo elusiva:

– No, yo nunca he estado en un puesto. Cuando salí de la academia, me fui directo al infierno y allí me pasé tres años.