– ¿Al infierno? -preguntó Anglada.
Demoré a propósito el momento de pronunciar la palabra.
– Intxaurrondo, Guipúzcoa.
– Te tocó la china -observó, seria.
– Me tocó, sí. Aunque todo depende del talante de cada uno.
– ¿Por qué?
– Está bien para probar cómo funciona eso que dice el Duque en su cartilla: «Sereno en el peligro». Es el lema que tienen a la puerta del cuartel.
– Nunca me ha apetecido mucho, la verdad -dijo el teniente.
– Ahí está, alguien tiene que ocuparse. Y hay a quien le atrae. Si quieres buscar tus límites, es el mejor lugar para encontrarlos.
Lo dije sonriendo, para quitarle dramatismo, pero logré que el silencio se instalara en el interior del coche. Los ojos negros de Anglada me buscaron con curiosidad en el retrovisor, y no debo ocultar que eso, aunque vaya en mi desdoro reconocerlo, me satisfizo. Chamorro, que permanecía con los labios sellados, también me miró de reojo. Sabía que aquél era un capítulo de mi vida que nunca, o muy excepcionalmente, sacaba a relucir con extraños. Le había dado pistas más que suficientes para sospechar algo raro en mi actitud. O no la conocía o en cuanto pudiera me lo haría notar.
Durante el resto del viaje, y una vez que llegamos a la comandancia, Anglada y Guzmán nos pusieron en antecedentes sobre el caso. Fue entonces cuando Anglada nos reveló que estaba destinada en La Gomera en la fecha del crimen, y nos refirió lo que de éste había conocido de primera mano, más o menos en los términos que ya conté al comienzo, aunque algunos detalles los supe más tarde. Su memoria parecía clara y fiable, y resultaba una narradora ordenada y puntual. Casi no tuve que preguntarle nada; ella se adelantaba a decirme cuanto pudiera interesarme saber. No me extrañaba que, en cuanto había podido, Guzmán la hubiera fichado para su equipo de policía judicial. Tenía cabeza, aplomo y madera de investigadora. Sin embargo, ella apenas había participado en las pesquisas que habían concluido con la detención e imputación del concejal Gómez Padilla. Se había incorporado a la unidad de policía judicial poco antes del juicio, cuando ya estaba todo el trabajo hecho. El que había corrido con el peso de la tarea, a las órdenes de Guzmán, había sido un sargento que después había pedido destino en la Península. Tras aportarnos ese dato, el teniente se apresuró a aclarar:
– No por el desafortunado desenlace de este caso, sino porque su familia está allí. Aunque ya te puedes imaginar que el asunto López von Amsberg no lo tenemos incluido en nuestro disco de grandes éxitos.
A falta de poder cambiar impresiones con el sargento, lo hicimos con los guardias que habían colaborado con él. La más curtida era una mujer, la misma que había tenido la oportunidad de interrogar a la inefable Desirée. Tanto al exponernos sus ideas sobre la muchacha, como sobre el conjunto del caso, Morcillo, que así se apellidaba la guardia, se mostró cooperadora y relajada. Parecía tener el sentido común y el rodaje suficientes como para saber que en el trabajo policial, como en todo, a veces se mete la pata hasta el fondo y ni el mejor está libre de que le pase. El otro guardia, Azuara, más joven e inexperto, se condujo, en cambio, de un modo incómodamente defensivo. Me hizo sentir todo el tiempo como un examinador.
– Tranquilo, hombre -acabé por decirle-. Que me he leído el expediente. Sé que os lo currasteis, yo no estoy buscándole las vueltas a nadie.
Sin embargo, hubo algo que desde el primer momento me llamó la atención, y no favorablemente. La investigación se había centrado de forma casi exclusiva en la hipótesis de que el asesino fuera el concejal. Se disponía de muchos datos y muy contrastados acerca de éste y, en particular, acerca de su inquina hacia el muerto. Pero de Iván López von Amsberg, la información no resultaba demasiado abundante. Por los testimonios de parientes y vecinos se habían procurado los investigadores una razonable aproximación a su carácter. No habían averiguado, por el contrario, demasiado acerca del modo en que ocupaba su tiempo. Morcillo sólo me pudo decir:
– No tenía oficio conocido. La actividad en la que se le recuerda, mayormente, era pasearse por ahí en una moto de gran cilindrada, que venía a ser una especie de prolongación de su personalidad, y a la que por lo visto dedicaba sus únicos desvelos. Durante una época, mantuvo con unos descerebrados como él un bar de copas. Y parece que también fue instructor de submarinismo, pero debieron de echarle antes de que matara a alguien.
– ¿Y eso? -se interesó Chamorro.
– Sí, vamos, de una embolia; así se llama lo que les da a los que suben demasiado deprisa, ¿no? Lo que me extraña es que no le diera a él.
– Se diría que no tienes una gran opinión del difunto -observé.
Morcillo pareció calibrarme durante unos instantes. Era la primera vez que se tomaba tiempo antes de responder. Yo la observé a mi vez, tranquilo. Era una mujer de treinta y pocos años, seguramente un poco más grave y descreída que sus compañeras de colegio que no habían tenido la ocurrencia de ingresar en la Guardia Civil y ocuparse de indagar crímenes.
– Usted ya sabe, mi sargento, estoy segura -dijo al fin- Hay veces, cuando ahondas un poco, que acabas llegando a la conclusión de que tampoco se ha perdido gran cosa. Lo de esta criatura es el ejemplo perfecto.
– Tampoco era tan malo, mujer -apuntó Anglada, que durante toda la conversación había permanecido en segundo plano.
– No digo que hiciera mucho mal, más que a sí mismo y a su madre, que para eso lo parió -aclaró Morcillo-. No tengo información para asegurarlo. Pero tampoco me consta que le hiciera ningún bien a nadie.
Chamorro tomó entonces la palabra, y al hacerlo me demostró haber leído con atención no sólo el expediente, sino también los recortes de prensa.
– ¿Y qué nos puedes decir del asunto ese de las drogas que sacó la abogada de Gómez Padilla en el juicio?
Morcillo sonrió.
– Bueno, qué te voy a decir. Que el niño, como tantos otros de su edad, le daba a las pastillas, el hachís y la cocaína siempre que podía. Que para conseguir todo eso trataba con gente que infringía la ley, por supuesto, por la sencilla razón de que si no, al menos en este país, no puedes comprarlo. Ahora bien, de ahí, a convertirlo en narcotraficante, hay un pasito.
– No es necesario que él traficara -dijo Chamorro.
Morcillo se volvió a mi compañera. Por primera vez, me pareció advertirle una sombra de susceptibilidad en el semblante.
– Pudo bastar con que no pagara lo que debía -añadió Chamorro.
Morcillo se mordió el labio. Luego volvió a sonreír.
– Para eso, habrían tenido que fiarle. Pero yo no le habría fiado ni un céntimo a Iván López von Amsberg. Y un camello no es más confiado que yo.
Pudimos hablar largamente con nuestros compañeros, y resolver sin ninguna prisa todas las dudas que nos había planteado la lectura del expediente. Y es que, según nos dijeron en su oficina, el subdelegado del gobierno no podría recibirnos hasta por la tarde. Sin embargo, había dado instrucciones de que no se nos ocurriera salir hacia La Gomera sin verle. Eso iba a obligarnos a hacer noche en Tenerife, cosa que en principio no entraba en nuestros cálculos, pero obviamente el subdelegado del gobierno tenía en la cabeza cuestiones más importantes que nuestros miserables problemas de alojamiento. Por fortuna, el teniente Guzmán nos echó una mano para conseguir un hotel. Además de eso, tuvo el detalle de invitarnos a almorzar en un restaurante económico, pero digno. Se notaba que le gustaba oficiar de anfitrión, y no se le daba nada mal. Su amabilidad, y las facilidades que nos había dado para revisar la investigación que había llevado a cabo su gente, absteniéndose de interferir mientras hablábamos con ellos, me animaron a consultarle un extremo algo peliagudo. Admito que me costó hacerlo, no sólo porque él pudiera considerarlo una impertinencia por mi parte, sino también por si le inclinaba a tomar una decisión contraria a mis apetencias personales. Prevaleció en mí, no obstante, el rigor profesional. Aprovechando un momento en que nos quedamos a solas él y yo, le pregunté:
– ¿Por qué no me has asignado a Morcillo?
Guzmán me observó con interés.
– ¿La preferirías?
Había cierta picardía en la pregunta, que preferí pasar por alto. La verdad es que Morcillo era una mujer mucho menos atractiva que Anglada.
– No sé -repuse, en un tono neutro-. Participó en la investigación. Conoce bien el caso. Parece curtida, y lista.
– Anglada también es lista. Ya lo verás.
– Entiéndeme, no quiero meterme donde no me corresponde. Ni digo que Anglada no pueda aportar cosas. Sólo es que me choca que no elijas para acompañarnos a quien mejor domina los antecedentes del caso.