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– Tengo tres razones. Y si quieres te las digo.

– Oye, mi teniente, que no tienes por qué justificarte. Tú mandas.

Guzmán asintió, conciliador.

– La primera razón -dijo- es que Anglada se presentó voluntaria, cuando dije que veníais. Cosa que no hizo Morcillo. La segunda es que Anglada también está al tanto de los antecedentes del caso, y además conoce la zona y algunos detalles mejor que nadie. De hecho, cabe pensar que vio al asesino. Y la tercera es que Morcillo, aunque sepa disimular, está quemada con esto. Prefiero que llevéis a alguien que pueda cogerlo con entusiasmo.

– Está bien, entendido.

Lo dije con un improcedente alivio. A partir de ese instante me propuse vigilarme. No podía dejar que mi cerebro se distrajera con lo que no debía. Ésa es una disciplina que me he impuesto y que he tratado de seguir no pocas veces a lo largo de mi existencia. Siempre con resultados lamentables, porque, para qué engañarnos, uno es mal gobernante de sí mismo.

El subdelegado del gobierno nos recibió a Guzmán y a mí (no consideré necesario someter a Chamorro a aquel acto de vasallaje del que yo no podía escabullirme) a eso de las ocho menos diez, después de hacernos esperar unos cincuenta minutos en su antedespacho. Era un hombre de treinta y muchos años, escaso de pelo y con aire de deportista. Vestía de gris con camisa de cuadros y corbata color pastel y miraba a los ojos de un modo apremiante y artificial. Un político al uso, pensé, con un futuro sin duda prometedor. Por lo demás, el tipo se mostró campechano, insistió mucho en aprender a pronunciar correctamente mi apellido (cuyo origen tuvo la elegancia de no preguntarme) y en el rato que pasamos juntos se esforzó en darnos la impresión de no andar apurado y de estar dispuesto a dedicarnos todo el tiempo que necesitáramos. La lástima era que yo no creía necesitar nada de aquel hombre, y la entrevista vino a corroborarlo en gran medida. El subdelegado del gobierno parecía, ante todo, empeñado en demostrar que su intervención en el asunto, aunque inducida por razones familiares, no era ilegítima y se apoyaba en consideraciones de interés público. Era un esfuerzo que respecto de mí podía haberse ahorrado, porque hace mucho que acepté que dondequiera que haya alguien a quien hayan despenado con violencia se me puede obligar a investigarlo, sin que me importen ni la filiación ni la entidad del difunto, sean cuales sean. No me repugna resolver la muerte de un desgraciado y tampoco la de alguien con recursos, ya sean éstos fama o fortuna o parentesco político con un subdelegado del gobierno.

Acaso para ser más persuasivo, el subdelegado habló con franqueza:

– No sé si ha oído alguna vez eso que dicen de que uno no se casa con una persona, sino con un regimiento, el que forman la familia, los amigos y en definitiva la gente con la que se relaciona tu cónyuge -rió moderadamente su propia gracia-. Bueno, eso pasa, y eso me ha pasado a mí. Me casé hace un año, y una parte destacada del lote que venía con mi esposa fue su hermana Margarethe y la tragedia de su hijo. Que es la tragedia de la familia, como se pueden imaginar. De hecho, por su causa conocí yo a la que hoy es mi mujer, porque si ella no hubiera venido de Alemania a hacerle compañía a Margarethe tras el suceso, quizá no nos habríamos encontrado.

Algo indebido debió asomarnos al rostro al teniente o a mí, porque en este punto el subdelegado del gobierno tomó bruscamente un atajo:

– En fin, no les voy a aburrir con el detalle de mis relaciones familiares. El caso es que mi cuñada, como ya supondrán, está obsesionada con la muerte de su hijo. La absolución del acusado en el juicio fue un mazazo para ella, y lo que lleva peor es que pase el tiempo y el caso siga sin resolverse. Desde que nos conocimos y se enteró de que yo me dedicaba a la política, me ha estado agobiando para que hiciera algo. Siempre le dije lo mismo, que el asunto estaba en manos de la policía, bueno, de la Guardia Civil y de los jueces, que no había que entrometerse, que ellos ya hacían todo lo que podían, etcétera. Más o menos la iba capeando, haciendo alguna gestión informal aquí o allá, pero sin emplearme a fondo, la verdad.

El subdelegado del gobierno pareció reconocer con ello alguna clase de culpa. Me lo imaginé en las reuniones familiares, soportando a duras penas el asedio y posiblemente las recriminaciones de su cuñada.

– No hace falta que les diga que hace dos meses, cuando me nombraron subdelegado del gobierno, se me puso muy difícil decirle a mi cuñada que el asunto estaba en otras manos. Desde entonces, la presión que ha ejercido sobre mí ha sido, lógicamente, toda la que ha podido. Y a mí no me ha quedado más remedio que meterme en el caso, informarme a fondo y tratar de decidir de la mejor manera posible una línea de acción. Y con el respeto que quiero que sepan que tengo por su trabajo, he llegado a la conclusión de que aquí no se hizo todo lo que se debía, por razones seguramente comprensibles, pero que no deben servirnos de excusa para quedarnos de brazos cruzados. Por otra parte, creo que debemos plantearnos lo que significa dejar que quede impune un crimen tan notorio y tan sangriento, en una comunidad tan reducida como La Gomera, con la desazón y la mala imagen que eso supone para la ciudadanía. Es entonces cuando yo, no como cuñado de Margarethe von Amsberg, sino como subdelegado del gobierno, entiendo que no tengo otra opción que ordenar que se reabra el caso y se le dediquen los mejores recursos disponibles. Y ahí es donde interviene usted, sargento.

Era el momento en que se iba a depositar sobre mis frágiles hombros el peso del problema, cuyas dimensiones y trascendencia el subdelegado del gobierno, con su fino discurso, se había esmerado en dejar claras.

– Le aseguro que haremos cuanto esté en nuestra mano para merecer esa confianza, señor subdelegado del gobierno -me apresuré a decir, sin arredrarme ante lo inadecuado que resultaba su título para ser declamado con naturalidad en una fórmula adulatoria-. Aunque le aseguro que nuestros compañeros, desde el teniente aquí presente hasta el último de sus hombres, no son peores profesionales que nosotros. Hay que hacerse cargo de que la investigación criminal es siempre una labor incierta. Por otra parte, el trabajo que hicieron ellos nos ayuda a empezar el nuestro con ventaja. Si sacamos esto adelante, será en gran medida gracias a sus esfuerzos.

La forma en que me observó el subdelegado del gobierno me hizo suponer que había logrado parecerle un buen chico y que mi comandante no recibiría quejas de mí. Eso era todo lo que creía poder conseguir de aquella entrevista, así que me permití sentirme contento con mi desempeño.

Pero antes de despedirnos, el subdelegado del gobierno, debo reconocerlo, me suministró algunas pistas útiles para mi trabajo. Y lo hizo casi sin querer, buscando posiblemente llevar a mi ánimo algo distinto.

– Me gustaría que fueran a ver cuanto antes a mi cuñada -dijo, una vez que nos pusimos en pie-. Así tendrá la sensación de que todo está de nuevo en marcha, de que estamos trabajando. Sé que eso la animará mucho.

«Y quizá deje de llamarte todas las noches para abroncarte», pensé, pero no sólo lo comprendí, sino que vi la oportunidad de confortarlo:

– Es lo primero que haremos. La investigación así lo exige.

– Se lo agradezco. Hay algo que debo advertirle, sargento -aquí su tono se volvió confidencial, y sus ojos buscaron los míos sin recurrir al artificio aprendido, con un impulso por primera vez humano y espontáneo-. Mi cuñada es una persona, cómo decirlo… Supongo que lo mejor es no andarme con rodeos. No sé muy bien cómo era antes, pero lo que sí puedo decirle es que la muerte de su hijo la ha trastornado mucho. A veces, podría considerarse que no está en su juicio. Le contará cosas extrañas, o disparatadas, y es posible que no le resulte nada fácil hablar con ella. Puede ponerse agresiva, derrumbarse, en fin, mejor será que no descarte nada. Por otra parte, está sometida a una medicación muy fuerte, conviene que lo sepa. Honestamente, no sé si le resultará demasiado fiable lo que pueda decirle.

– Tendré que arreglarme con ello -respondí-. Es la madre y no puedo dejar de hablar con ella. Pero no se preocupe, que me hago cargo. Es muy duro para cualquiera, quizá lo más duro, ver morir a un hijo.

– También tengo que decirle otra cosa -añadió el subdelegado del gobierno, gravemente-. Esto no se basa en impresiones directas, sino en lo que he podido ir deduciendo aquí y allá, porque a Iván no le conocí. El chico debía de ser un pobre imbécil, una desgracia ambulante. Nadie se merece que le maten, claro, pero ya lo hiciera aquel hombre al que juzgaron o cualquier otro, tenga usted la sospecha de que mi sobrino hizo por buscárselo.

El que faltaba. Todos contra Iván, incluso quien mandaba que se esclareciera su muerte. La brutal declaración del subdelegado confirmaba, por si no lo hubiera intuido antes, que el mundo es un lugar paradójico.