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– Con el corazón lo veo claro -dije-. El corazón dibuja una línea recta y se acabó. Pero el cerebro va de otro modo. Al cerebro le gustan los laberintos. Lo que dice el cerebro es que este sistema, a la vez que produce infartados y especuladores de toda índole, disminuye la mortalidad infantil. Y entonces le tiende una trampa al corazón. ¿Cuánto vale la sonrisa de todos los niños que gracias a la prosperidad económica ya no tienen que morirse?

– Se siguen muriendo los niños a espuertas, ahí, en ese continente que tenemos justo enfrente -intervino Anglada.

– Si se lo dices al que gobierna el negocio te dirá que la culpa la tienen, precisamente, la abulia de sus padres y su incapacidad para imitarnos.

– Lo que es una canallada, después de chuparles la sangre.

– Desde luego. El sistema estimula la eficacia, no la piedad.

– ¿Y eso te parece aceptable?

La observé. No había ningún reproche en su mirada, tan sólo una juguetona expectación. Parecía complacerse en forzarme a exhibir mis ideas y buscarles las vueltas. Pero yo también estaba jugando, así que seguí:

– En conciencia, no lo acepto. En la práctica, sí. Como la mayor parte de la gente que vive en el lado cómodo del mundo. Cada cuatro años acude a votar masivamente a quienes simpatizan o contemporizan con esa manera de organizar el cotarro. Y los que no votan, consienten de una forma o de otra. Nadie está muy disconforme con chupar del caño gordo del embudo.

– Bueno, ahí están los antisistema, ¿no? -objetó.

– Unos pardillos, en el mejor de los casos. Después de quemar las calles de la ciudad de turno, siempre delante de las cámaras de televisión, conectan el móvil y llaman a la novia para contarle la hazaña. Han puteado a los polis, los bomberos y los empleados de la limpieza, pero en ningún momento perjudican al enemigo, que es quien tiene las televisiones y las empresas de teléfonos móviles. Cada palabra que le dicen a la novia es dinero que le meten en el bolsillo. Y el enemigo, claro, se ríe a mandíbula batiente.

Chamorro, que había permanecido más bien ausente, rompió en ese instante su silencio. Antes de que abriera la boca, ya sabía que no iba a aplaudirme, pero me pilló de improviso la dureza con que sentenció:

– No hagáis caso de nada de lo que está diciendo. Aunque trate de parecer un corrosivo, luego es como la madre Teresa de Calcuta.

– ¿Y eso? -preguntó Anglada, ostensiblemente divertida con el giro que mi compañera acababa de imprimirle a la conversación.

– En el fondo, ahí donde lo ves, no hay nada que le tire más que socorrer huérfanos, consolar viudas y confortar madres. Incluidas las de los asesinos. Les da su número de teléfono para que lo llamen cuando los hijos lo pasan mal en la cárcel. Y entonces va a visitarlos. Les lleva revistas.

– Vaya -observó Anglada-. Aunque no me choca.

De pronto, me sentí no sólo en fuera de juego, sino profundamente estúpido. Y el caso era que me estaba bien empleado. Siempre me lo digo, que mi oficio consiste en observar y escuchar, y no en lucirme ni escucharme. Pero en cuanto uno se descuida, el idiota vanidoso que lleva dentro se pone a pavonearse ante el auditorio. Sabía por qué lo había hecho aquella noche. Miraba a los ojos negros de Anglada, atentos y chispeantes, y en ellos tenía la explicación. Siempre me parecía mentira: que después de tantos tropiezos, después de haberme juramentado tantas veces para atarme corto los instintos, a la menor se abriera una rendija y me fallara la voluntad. Pero lo que más me avergonzaba era haberme puesto a discursear delante de quien tenía el mejor mazo para pulverizarme, quien después de tantos meses y horas de trabajo en común me conocía lo bastante como para dejarme con el culo al aire en cuanto le diera la gana. Me sorprendía, de todos modos, que Chamorro usara el mazo. No era su costumbre, delante de terceros.

Por fortuna, en ese preciso momento llegó, al fin, el camarero con las bebidas. La mía era vodka con limón, que es algo en lo que siempre se puede confiar, relativamente, y que no negaré que me venía al pelo. El vodka resulta de gran ayuda para sobrellevar la sensación de ridículo.

– Pues bien mirado -dijo Anglada, después de largarle un buen sorbo a su gin-tonic-, yo creo que lo ideal es vivir en un lugar como éste. Con todos los beneficios y ventajas de la civilización moderna, y a la vez sin haber perdido del todo el sentido antiguo de la vida y del tiempo. Cuando hablo con mis primos y mis primas de Valencia, me dan lástima. Trabajan como burros, y no tienen más cosas ni mejores que las que tiene la gente aquí.

Aunque Chamorro parecía haberse replegado de nuevo a su hosco mutismo anterior, el correctivo que acababa de infligirme había logrado quitarme las ganas de seguir mariposeando. Preferí cambiar de táctica e invitar a nuestros anfitriones a llevar el peso de la conversación:

– Y vosotros, ¿tenéis mucho trabajo?

– Bueno, la verdad es que solemos estar bastante pringados, lo que aquí nos convierte en los tontos del pueblo -respondió Guzmán-. Somos pocos y llevamos cuatro islas. A veces llegas a las dos de la mañana de levantar un muerto en el Hierro, cagándote en todo, y te suena el teléfono y te dicen que tienes que ir a levantar otro en La Palma. Una alegría. Y la mujer, encantada. No te cuento lo que me llama en esos momentos, porque hasta Anglada, que jura como un camionero, se me podría escandalizar.

– La putada es que sean cuatro islas -dijo Anglada-. Por lo demás, la gente no mata mucho por aquí. Son tranquilos hasta para eso.

– Sí -corroboró el teniente-. El índice de homicidios es más bajo que en la Península. Lo que le va aquí al personal es suicidarse.

– ¿Ah, sí? -pregunté, extrañado.

– Sí, y sobre todo a los palmeros -dijo Anglada, risueña.

El teniente asintió.

– Es verdad, en La Palma se suicidan muchísimo. Cuando la gente ve la isla le sorprende, porque es un lugar especialmente agradable y acogedor. Pero parece que hay una explicación científica y todo. El agua.

– ¿El agua? -preguntó Chamorro.

– Por lo visto tiene muy poco litio -explicó Anglada-. No me preguntes por qué, pero resulta que la falta de litio hace que te deprimas y que acabes tirándote del primer lugar alto por el que pases. Y para colmo, eso, en La Palma, está chupado. Porque puentes y barrancos hay por un tubo.

– De todos modos, no te vamos a engañar -dijo Guzmán-. La inmensa mayoría de las muertes las resolvemos en un par de días, como mucho. Es la ventaja que tiene el entorno insular. Son comunidades cerradas, muy pequeñas a veces, donde todo el mundo se conoce. Y si sabes pegar la hebra a la gente y caerle bien, no te esconden nada. Largan con facilidad.

– Lo complicado, en algunos pueblos de las montañas, es llegar a entender lo que te dicen -precisó Anglada-. Al principio yo lo llevaba fatal. Les hacía repetirme todo tres veces y se me acababan cabreando.

– En cualquier caso -dije-, aquí entra y sale mucha gente todos los días. Los que vienen de vacaciones, me refiero. Eso os dará algún problema.

– Eso es lo que menos problema da -respondió el teniente-. Cuando una horda de hooligans se enreda a botellazos y terminan matando a uno, el culpable suele estar con la cabeza abierta tres calles más allá, o en el ambulatorio. Los demás turistas si acaso se matan resbalando en la piscina del hotel, lo que tampoco exige un gran esfuerzo investigador. Otros extranjeros son los propietarios, principalmente alemanes. Ésos lo tienen clarísimo. Se encierran en su búnker y no quieren saber nada del mundo exterior. Si por casualidad matan a alguno, ya puedes contar con que lo ha hecho otro de ellos. Con los indígenas no buscan tener el menor roce. Y viceversa.

– Bueno, en este caso el muerto era medio alemán -recordó Chamorro.

– Y medio canario -completó el teniente-. En los mestizos pesa más lo segundo. Ya veréis a la madre. No tiene ni un tornillo en su sitio, pero puede decirse que está bastante integrada. Habla como una gomera auténtica. Son una minoría, pero son. Los guiris que han cortado amarras y se han mezclado. Y en cuanto al chaval, por lo que sabemos de él era un isleño más. Había nacido allí, y desde pequeñito había tenido trato con los paisanos. Mucho trato, en realidad. Desde los seis o los siete años, por lo visto, pasaba más tiempo en la calle que en su casa. La madre tampoco se aburría, y aunque ahora esté embarcada en una cruzada para que se le haga justicia, cuando el niño estaba vivo no consta que fuera demasiado maternal.

En ese momento, sonó un teléfono móvil. Tenía el pitido muy estridente, tanto como para que pudiera oírse en el local, donde la música no estaba excesivamente alta, pero el ruido de la gente era considerable. Chamorro dio un respingo y sacó de su bolso un aparatito plateado, bastante mono. Debía de ser nuevo, porque no se lo había visto antes. Quizá un regalo.