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Fueron, para ser exactos, treinta y ocho. Chamorro, que no en vano era de familia de marinos (o de marines, que al fin y al cabo han de navegar igual), pasó la prueba gallardamente. Consiguió llegar al puerto de San Sebastián de la Gomera sólo un poco amarilla. Yo, en cambio, bajé a tierra desencajado, después de haber llenado las dos bolsitas de mis compañeras, la mía y la de una vecina a la que se la arrebaté sin pararme a pedirle permiso. En algún momento, llegué a abrigar el insolidario deseo de que aquel barcucho se hundiera de una vez, con tal de que cesara el tormento.

Mientras me aseguraba, incrédulo, de que el suelo del muelle no se movía, Anglada me obsequió con una juiciosa recomendación:

– No hagas nunca un crucero, mi sargento. Y menos por el Atlántico.

– No te preocupes, que ni pienso. Y si no te importa, para salir de aquí cogemos un barco de verdad, como ése -dije, señalando el enorme ferry que estaba atracado en el puerto-. No me importa tardar un poco más, si puedo ahorrarme tener que volver a perder la dignidad ante la tropa.

– No sabía que te marearas así -observó Chamorro, impresionada.

– Pues ahora ya lo sabes -dije-. Y si se lo cuentas a alguien, te mando hacer quinientas flexiones todas las mañanas.

– Me negaría -bromeó-. Es una orden ilegal.

La miré fijamente, pero todavía un poco tambaleante.

– No me pongas a prueba, Virginia. Te aseguro que se me pueden ocurrir quinientas maneras legales de putearte.

– Está bien -se rió-. Seré una tumba.

La capital de la isla resultó ser un lugar bastante apañado. Un pueblito cuyo casco urbano se organizaba pulcramente en torno a tres calles paralelas. Por un lado se encaramaba a la altura que dominaba el puerto y se volvía más empinado e irregular. Tenía una plaza donde sesteaban los jubilados y, según nos contarían y mostrarían después, conservaba algunos edificios que databan de finales del siglo XV, o lo que es lo mismo, de cuando recaló por allí Cristóbal Colón rumbo a su cita con la Historia.

Como no llevábamos mucho equipaje, fuimos caminando hasta la oficina de la compañía de alquiler de coches en la que habíamos reservado un vehículo. Guzmán se había disculpado por no poder prestarnos nada: tenían los justos, y encima uno en el taller. Por suerte, o porque se veían con cierta frecuencia acuciados por aquella clase de penurias, tenían acordado un precio especial con aquella compañía, y la factura no se iría por encima de la cifra de gastos que podíamos esperar que nos reembolsasen. En contrapartida, deduje al ver el chollo que nos daban, un Opel Corsa más que veterano, lo que nos habían guardado era lo más bajo de la gama inferior. Sin embargo, Anglada se sentó al volante con la desenvoltura habitual, y cuando puso el coche en marcha lo impulsó con brío hacia delante. Su compenetración con cualquier ingenio de cuatro ruedas era inmediata e instintiva.

– Vamos primero al hotel y nos deshacemos del equipaje -dijo.

No me pareció mal, y por tanto me abstuve de indicarle otra cosa. En apenas cinco minutos, Anglada nos trasladó a la parte más alta de la población, haciendo al Opel Corsa trepar como una exhalación por las duras pendientes. Al final había un recinto a cuya entrada se veía el logotipo de la red de Paradores. Para mi sorpresa, Anglada se metió precisamente allí.

– ¿Vamos a dormir en el parador? -pregunté.

– Por supuesto -dijo Anglada.

– ¿Pagas tú o qué?

– Tenemos un arreglo. Nos dejan la habitación a la mitad.

– ¿Por ser temporada baja? -interpretó Chamorro.

– Y en temporada alta también.

– Os lo montáis de maravilla -reconocí.

– Esto es un pañuelo, mi sargento -explicó Anglada-. Conocemos a todos los choris con nombres y apellidos. Les hacemos entender de forma persuasiva que más les vale que no pase nunca nada en el parador, y la dirección del establecimiento sabe valorar nuestra diligencia. Si te fijas en la distribución y en el perímetro del hotel, puedes hacerte una idea de lo que les costaría un sistema de vigilancia que neutralizara cualquier peligro.

En efecto, como comprobaría luego, aquel hotel, construido según el modelo de una antigua mansión colonial, extendida en torno a una serie de patios y jardines, no era precisamente una fortaleza inexpugnable.

En la recepción había una chica joven. Anglada la saludó con confianza.

– Hola, Yaiza, cómo va eso.

– Flojito, pero va -repuso Yaiza, con una franca sonrisa.

Ya fuera porque el hotel estaba medio vacío, o por la influencia de Anglada, nos dieron tres habitaciones inmejorables, con vistas al mar. Cuando reparé en que desde la mía se veía Tenerife y el perfil del Teide alzándose sobre el horizonte oceánico, me dije que nunca me había alojado así por cuenta de la empresa. Casi se olvidaba uno de que le habían mandado allí a lo de siempre, husmear entre la carroña. Quizá, en aquella ocasión, el trabajo fuera compatible con el placer. Ya sé que no era eso lo que debía pensar, como jefe del equipo, pero todos tenemos nuestras veleidades.

Cuando nos reunimos en la recepción, Anglada nos preguntó:

– ¿Qué tal?

– Increíble -admití.

– Bonita habitación, sí -juzgó Chamorro, algo más fría.

– Para que vayáis luego diciendo por Madrid que os tratamos mal.

– Si esto sigue así, no diremos nada, no vayan a entrarle a todo el mundo ganas de venir. En adelante, Chamorro y yo nos quedamos todo lo que suceda en la provincia de Tenerife. ¿Qué te parece, Virginia?

– Puedes pedir destino, incluso -sugirió Chamorro-. Te lo darían.

Lo dejé correr. Ahora que estábamos los tres solos, y con tarea por delante, debía hacer lo posible por mantener la cohesión del grupo. Decidí empezar a ejercer como jefe. Era mucho más cómodo abandonarse a la condición de invitado, pero no me pagaban por eso. Se imponía, ante todo, organizar la jornada. Me dirigí a Ruth en tono imperativo:

– Vamos primero al puesto. Luego nos acercamos a ver a la madre de la víctima. Si es posible me gustaría que el subdelegado del gobierno no tardara en comprobar que una de nuestras máximas prioridades es darle gusto.

– A tus órdenes, mi sargento -acató-. Por cierto, que me extraña que con esa preocupación por el bienestar de la clase dirigente sólo seas sargento.

La observé de reojo. Estaba muy buena, era lista, su ayuda resultaba insustituible y no me caía mal. Pero de ahí a que se creyera con derecho a tomarme por el pito del sereno debía marcarle que mediaba un abismo.

– Soy sargento porque valgo para comer mierda y hacérsela comer a los que están por debajo -dije, sonriendo-. Ésa es la misión de los sargentos. Y es importante, porque con ella se ganan todas las guerras. Lo que hacen los que están por encima son pamplinas. Así que no aspiro a subir.

Era lista, como ya he dicho, y no le hizo falta más. Echó a andar dócilmente hacia el coche, se instaló en el asiento del conductor y cuando los demás montamos y cerramos las puertas arrancó y emprendió en silencio el camino del puesto. Por el retrovisor pude ver la mitad de la cara de Chamorro. Había superado sus expectativas, lo que me llenaba de satisfacción. No me hacía ninguna gracia, como se comprenderá, que mi compañera se creyera capacitada para desentrañar las debilidades de mi carácter.

El puesto donde había servido en su día Anglada, y que seguía mandando Nava, ahora ascendido a sargento primero, se encontraba junto a la carretera. De reciente construcción, y más habitable y discreto que la media, casi no se habría distinguido de un edificio civil de no ser por la bandera izada a un mástil a la puerta y por el guardia que la vigilaba.

El sargento primero Nava andaría por los cuarenta años. Era un hombre bien plantado, y celoso de su aspecto. Peinado con esmero hacia atrás, uniforme limpio y bien planchado, zapatos relucientes, reloj de acero bastante elegante y unas gafas de sol que no habría dudado en ponerse el tipo del anuncio de Martini. Además de eso, resultó ser un individuo que transmitía una sensación de responsabilidad y de hospitalidad sincera. Nos hizo pasar a su casa y le pidió a su mujer, una canaria cantarina y simpática, y lo menos diez años más joven que él, que nos preparase un aperitivo. Podría haber parecido el clásico gesto de emperador de la casa, pero tuvo con ella, reparé en el detalle, la deferencia de estar pendiente para traer él de la cocina la bandeja con las cervezas y los cuatro platos de picar.

– Pues bienvenidos a La Gomera -dijo, alzando su cerveza-. Si me permitís un consejo, para empezar no hagáis caso de los chistes de gomeros.

– ¿Qué chistes son ésos? -preguntó Chamorro.

– Si te sabes los chistes de léperos en la Península, pues son más o menos los mismos -le informó Anglada-. El caso es que durante mucho tiempo la gente vivía aquí bastante aislada, por los malos caminos, y que los de La Gomera han pasado siempre por ser los más cerrados del archipiélago. Por eso los eligen para los chistes de tontos, como a los de Lepe.