– Puestos a buscar coincidencias, hasta hay en la isla un pueblito que se llama Lepe. Pero ojo -dijo Nava-. Aquí, el más tonto hace relojes.
– Como en Lepe -añadí-. Una vez tuve un muerto allí. Y están forrados.
– Ya veréis -prosiguió Nava-. Tienen una isla que es una maravilla. Y se las arreglan para sacarle dinero de todas las formas posibles: con el campo, con el turismo, con la naturaleza. Y sin destrozarla, que ya tiene mérito. Será porque están acostumbrados desde siempre a convivir con las dificultades que les pone esta orografía endemoniada de montes y barrancos.
– Aunque ya no necesiten el famoso silbo gomero -dijo Anglada.
– ¿El qué? -preguntó otra vez Chamorro.
– El silbo. Una especie de código para comunicarse con silbidos de extremo a extremo de los valles. Ahora ya no sirve para nada. Tienen el móvil.
El implacable teléfono móvil, pensé por enésima vez. Yo me resistí durante un tiempo a usarlo, lo que prueba mi incapacidad para anticipar el futuro. No supe ver que iba a alterar el sentido de la realidad de la gente. Si el pobre Julio Verne hubiera tenido la intuición de que un día existiría tal cosa, no habría perdido el tiempo con submarinos, viajes a la Luna y otras tonterías que en comparación resultan marginales y anecdóticas. Pero el servidor de la ley que me habita me llamó entonces al orden. Eran las doce y no me encontraba allí para mantener una tertulia sobre sociología isleña, por más que la cuestión resultase de cierto interés para mis pesquisas.
– Anglada ya nos contó lo que pasó aquella noche -dije.
Nava asintió lentamente.
– Poco puedo añadir yo a lo que os haya dicho ella. Ruth vio el coche, lo persiguió, lo encontró luego abandonado. Cuando yo me incorporé ya había sucedido todo. Sí os puedo hablar del concejal -aquí se interrumpió para dejar escapar una risa floja-. Si me dejáis mentar la bicha.
– No descartamos nada -aclaré-. El juicio salió como salió. Pero esto es una investigación policial y nos llevará adonde tenga que llevarnos.
Nava hizo una pausa para volver a beber de su cerveza.
– No sé -continuó-. El asunto parecía claro como el agua. El tipo estaba nervioso y se contradijo cuatro o cinco veces, como poco. Era su coche, tenía motivos, todo parecía coherente. Pensó en deshacerse del chaval en el parque, que en principio era un lugar ideal, pero el plan se le fue al traste cuando se cruzó con nuestra patrulla y se dio cuenta de que podían haberle tomado la matrícula. Por eso tuvo que fingir luego el robo de una forma tan chapucera, como si hubiera sido una idea desesperada que se le ocurrió sobre la marcha… Mira, yo no soy Sherlock Holmes, sólo llevo un puesto pequeño en esta isla que está a tomar por culo de Baker Street, pero me habría dejado cortar una mano antes de pensar que el asesino era otro.
No me sorprendió singularmente que Nava hubiera leído a Conan Doyle, como denotaba su precisa alusión. Muchos funcionarios policiales lo leen. Son libros entretenidos, que sirven para matar el rato (algo que el policía se ve obligado a hacer a menudo) y que además tienen que ver con el negocio. Al menos hasta cierto punto. Ya quisiera uno que el mundo fuera un lugar tan cartesiano como parece cuando lo mira el preclaro Sherlock.
– Bueno, yo vengo de fuera -dije-, y sólo sé del caso lo que dice el expediente y lo que me contáis, pero puedo comprenderlo.
– A ver -dijo Nava, inclinándose hacia mí y mirándome recto a los ojos-. ¿Cuál es la alternativa? ¿Que alguien se encargase de montar una especie de representación, con el solo fin de inculpar al inocente concejal? Me parece algo tan estrambótico que sólo por eso no me cabe en la cabeza.
– Puede haber otras explicaciones -alegué-. Ya sabes que la imaginación humana, aplicada a la actividad criminal, no conoce límites…
– Vale, de acuerdo -concedió-. Pero es que a la vez está lo otro. La enemistad manifiesta con el muerto. Y justamente por una razón como ésa. Oye, que no es cualquier cosa. No sé si tienes alguna hija, Belvi…
– Tranquilo. Dime Vila, o Rubén -le aconsejé.
– Pues eso, Vila, no sé si tienes hijas.
– No.
– Yo tengo una, de año y medio. Y ya sé que el día que aparezca por esa puerta un maromo con intención de tirársela se me van a revolver las tripas y me van a dar ganas de partirle los brazos. Aunque sea un buen chico, y le convenga, y tenga planes honrados para el futuro. Así que imagínate si encima es un gilipollas y le saca siete años y la niña es menor de edad.
– Ganas le dan a uno de muchas cosas. Hacerlas es diferente -cuestioné.
Nava se echó otra vez hacia atrás y me observó como si me sopesara.
– ¿Te ha contado Ruth lo del incidente?
Me volví a Anglada. Me pareció despistada, por primera vez.
– Cono -siguió Nava-. Una de las veces que el concejal estuvo a punto de hostiar al chico. Lo que es la vida. Después de que apareciera el cadáver, cuando vinieron los de policía judicial de Tenerife y empezaron a preguntar por ahí, nos dimos cuenta de que en una de las broncas habíamos intervenido nosotros. Por la foto que nos trajo la madre no lo habíamos podido reconocer, al chaval. Y no porque la foto fuera mala, sino porque apenas le vimos un momento, a lo lejos y por detrás. Cuando llegamos ya se largaba, tan deprisa como le dejaban correr las piernas después del esfuerzo que hubiera hecho con la niña. Pero fijándonos un poco mejor, y por lo que contaban los testigos, acabamos cayendo. Y hay un detalle interesante.
– ¿Sí? -dije.
– Lo que ese día nos dijo Gómez Padilla. Que había visto al chico merodeando por la casa, como si fuera un ladrón. Nada de la verdadera razón por la que lo había sorprendido dentro de su vivienda. Como es lógico, tratándose del vicepresidente del cabildo, le creímos. Incluso buscamos durante un tiempo a un chorizo con la complexión del que habíamos visto huir.
– Sin éxito, por supuesto -subrayó Anglada.
A aquellas alturas, parecía sobradamente evidente que Nava participaba de la convicción de que el jurado popular había cometido un error al dejar libre al concejal Gómez Padilla. Y tal vez estuviera en lo cierto; por lo menos, manejaba una serie de indicios que no eran desdeñables. Pero tampoco concluyentes. Debía buscar el modo de hacérselo ver sin ofenderle.
– Tomo nota de todo lo que me cuentas -dije-. Y te agradezco la información. Pero el hecho es que el concejal pudo tener aquel día otros motivos para mentir, y que dio una coartada con testigos, y que hay una sentencia absolutoria, y que en fin, la tarea se presenta un poco complicada. No digo que no tengas razón, que a lo mejor, o más bien a lo peor, la tienes. Pero no podemos ceñirnos a esa posibilidad. Tenemos que buscar otras.
Nava se encogió de hombros.
– Ya me imagino. Y bueno, a lo mejor yo me estoy columpiando. Pero creo que tengo la obligación de decirte lo que a mí me parece.
– Claro. ¿Y qué hay de esa otra hipótesis, la de las drogas?
Al rostro del sargento primero asomó una sonrisa escéptica.
– Pues qué quieres que te diga, que si me apuras vale para el asesinato de cualquier chaval de veinte años. Dime tú cuántos no se meten algo alguna vez. Incluidos los dos guardias jóvenes que tengo yo aquí.
– Puede que hiciera algo más que meterse -dijo Chamorro.
– A nosotros no nos consta, es lo que yo puedo decirte. Pero mira, eso es bastante fácil de investigar. Los que trapichean por aquí, ahora, siguen siendo prácticamente los mismos que trapicheaban entonces, menos los dos o tres que ya fueron al trullo por reincidentes. Y están donde siempre, porque cuando los trincamos los suelta la juez y hasta que no tienen un par de sentencias firmes no hay nada que hacer. Anglada se lo sabe, de cuando trabajaba aquí. No tienes más que llevarlos, Ruth, y que prueben suerte. Nuestros confidentes son vuestros, aunque no creo que os digan más de lo que nos dicen a nosotros. Y oye, si por otras vías podéis sacar más, pues cojonudo. No sé qué técnicas avanzadas utilizáis en la unidad central.
– Ninguna especial. Pero echaremos un vistazo, por estar seguros -dije.
– Contad conmigo -ofreció Anglada-. A ésos me los conozco bien.
– ¿Y alguna otra posibilidad? Su familia, sus amistades, su trabajo…
Nava se detuvo a hacer memoria.
– Pues a ver, en cuanto a la familia, no tenía más que a la madre. El padre, según recuerdan los viejos del lugar, era un bala perdida de un pueblo del sur. Preñó a la alemana y poco después se montó en un barco y no volvió a saberse más de él. Por lo menos, nadie nos ha dado razón de su paradero. Le quedan, eso sí, un par de parientes en el pueblo, la madre y una tía. Pero que sepamos ninguna de las dos tuvo nunca mucho trato con el muchacho. La madre de Iván no se lo llevaba y ellas se mueven poco.