– Te he dicho media vuelta, Anglada. Si te pones a discutir cada una de mis órdenes no vamos a acabar en toda la noche.
Anglada, resoplando, maniobró para invertir el sentido de la marcha. Luego desanduvo el camino que habían traído, sin prisa.
– Te noto un poco tenso últimamente, Manolo.
Siso se restregó los ojos.
– ¿Pasa algo con Isabel? ¿Con los niños?
El hombre pareció meditar un instante. Al final, abrió su corazón:
– Con Isabel no pasa casi nada. Y con los niños pasa de todo. Pero eso no es ninguna novedad. Ya debería estar acostumbrado.
Anglada sopesó las palabras de su compañero. No las examinaba en el vacío. Conocía el historial de problemas familiares de Siso, y también un par de infidelidades conyugales del guardia. Pocas cosas se le pueden ocultar a tu compañero de patrulla, y más bien apetece no ocultarlas.
– Tío, si no la soportas, deberías darle puerta.
– ¿Y los niños?
– Por los niños, precisamente. Total, casi no te ven, con la paliza de servicios que llevamos encima. Que estén con su madre, aquí o donde quieran, y tú te los coges en verano y te los llevas a Eurodisney o a Port Aventura y te conviertes en el papá guay. Que ella se ocupe de regañarles.
– Se nota que no tienes hijos.
– Procuro no tener remilgos, nada más. Muchas de las cosas que creemos no son más que la mierda que nos han puesto en la cabeza para que nos limitemos a cumplir el papel que nos asignan en la función. Quítatela de encima, si te está dando por culo. Sufrir no te va a valer para nada. Ni a ella.
Siso la observó con cara de asombro.
– Me dejas verdaderamente agilipollado, Ruth. Nunca había visto a una tía hablar así de otra tía.
– Aquí no soy técnicamente una tía, sino tu colega.
– Eso es otra cosa que me alucina.
– ¿El qué?
– Que te metieras aquí. No sé por qué coño lo hiciste.
– La vida es extraña, Manolo. Cuando tenía doce años, yo quería ser bailarina clásica. Con dieciséis, bailarina de striptease. Y aquí me ves, vestida de verde y poniendo a soplar a los borrachos, en vez de bailar para ellos.
– Contigo no hay quien hable en serio.
– Sí, pero me vuelvo demasiado trágica. Por eso lo evito.
– Hostia, mira ahí.
Anglada también lo vio. En el siguiente cruce, a unos doscientos metros, un coche rojo acababa de incorporarse desde la derecha con una brusca maniobra. Era imposible asegurarlo, desconociendo su matrícula y sin haberlo visto lo suficiente para identificar el modelo, pero parecía el mismo de antes.
– Métele -dijo Siso.
Anglada aceleró. El otro iba muy deprisa, tan deprisa como para arriesgarse a embestir la masa boscosa en la primera curva.
– Nos ha visto, y mira cómo le pega.
– Ya veo, ya -asintió Anglada.
– Aquí huele a mierda, te lo digo yo. Son ocho años de chuparme caminos. Aunque no seas un lince, se te aguza el olfato.
Por mucho que lo intentaba, Anglada no conseguía recortar la distancia por debajo de los cien metros. El de delante parecía un buen coche, y el conductor estaba resuelto a sacarle todo lo que tuviera dentro. Por aquella zona la niebla era más tenue que a la salida del túnel, pero lo veían desaparecer tras las curvas una y otra vez temiendo no volver a divisarlo.
– Juraría que es un BMW ranchera. No de los nuevos. Y juraría que los dos primeros números de la matrícula son dos sietes.
– Joder, qué vista tienes, tío. Yo bastante tengo con no perderlo.
Anglada sabía que si se trataba efectivamente de un BMW, y el conductor era un tipo decidido y experto, no había nada que hacer. Con semejante cacharro le sacaba una pila de caballos, y además ella tenía que andar pendiente de no hacer los giros demasiado bruscos para que su vehículo, mucho más alto, no volcase. Pese a todo, mantuvo la persecución. Su única esperanza era no perderlo de vista en el trecho que quedaba hasta el túnel y tratar de seguir a su estela hasta algún lugar donde pudieran interceptarlo. Pero a medida que se acercaban al túnel, la niebla se iba haciendo más espesa. Las dos luces rojas se desvanecían irremediablemente, y a Anglada le escocían los ojos de intentar verlas. El del BMW daba por sentado que no vendría nadie de frente, o había aceptado que si alguien venía se estamparía contra él. Trazaba las curvas aprovechando toda la anchura de la calzada.
– Lo vamos a perder -maldijo Siso.
– Hago lo que puedo -aseguró Anglada.
Al fin, el coche rojo desapareció, tragado por la niebla. Anglada continuó acelerando tanto como la carretera y su máquina le permitían, que cada vez era menos, salvo que arriesgara su vida y la de su compañero con la misma temeridad que exhibía su perseguido. Siso aporreaba el salpicadero.
– Se nos larga, coño, se nos larga.
Llegaron al túnel. Anglada lo cruzó en menos tiempo del que había invertido jamás en hacerlo. Pero cuando salieron al paisaje de montes áridos bañados por la luz de la luna, no vieron ni rastro del coche rojo.
– Será cosa de dar el aviso, por si se dirige hacia allá.
– Ya sería casualidad.
– Bueno, quién sabe.
Siso cogió la radio y llamó a la casa-cuartel.
– Qué pasa, Siso -respondió el cabo Valbuena, que estaba de guardia.
– Un coche sospechoso. Lo hemos estado persiguiendo por el parque, pero se nos ha escapado. Un BMW rojo, ranchera. Los dos primeros números pueden ser dos sietes, no te lo confirmo. Dos individuos.
– ¿Y de qué es sospechoso el coche?
– Salió a toda pastilla, al vernos.
– Toma, yo también saldría a toda pastilla, si me diera de pronto y de noche con tu careto en mitad del parque.
– Valbuena, que va en serio.
– ¿Y qué hago, despierto a la tropa? Se van a cagar en mi puta madre.
– ¿No está el sargento por ahí?
– No. Se ha ido de farra. Ya sabes, soltero y libre en la vida.
– Pero llevará el móvil.
– Me dijo que sólo si había algún homicidio. ¿Os consta?
Siso frunció el ceño. Anglada se encogió de hombros.
– Está bien -se rindió Siso-. Ya lo buscamos nosotros. Seguid durmiendo.
Anglada y Siso lo tuvieron más fácil de lo que en principio cabía prever. A eso de las cuatro y cuarto, irrumpió la voz de Valbuena en la emisora del coche. Sonaba pastosa, como correspondía a la hora.
– Os va a interesar saber esto. Acaba de llamar un fulano que hablaba en susurros. Que ha visto a un tipo sospechoso, de unos cuarenta y cinco años, bajándose de un BMW color rojo. Que antes ha estado trasteando dentro y que después de bajarse le ha estado enredando en la cerradura con un destornillador, como si quisiera forzarla. Y luego no ha echado la llave.
– ¿Forzar la cerradura después de bajarse?
– Eso me ha dicho, te lo juro. Le he pedido que se identificara. Pero me ha dicho que no quiere historias. Que una vez denunció un robo y le marearon los jueces y al final por poco no le inflaron los choris.
– Está bien -dijo Siso-. Dime dónde.
Fueron a la dirección que les dio Valbuena. Era un barrio de adosados, medio desierto en aquella época de temporada baja. En una rotonda, divisaron el BMW rojo, bastante mal aparcado. La matrícula empezaba por dos sietes. Cuando se acercaron a inspeccionarlo comprobaron que estaba abierto y que la cerradura mostraba signos evidentes de haber sido forzada. También habían manipulado los cables bajo el volante. Pero lo que más les llamó la atención fue sin duda lo que encontraron en el asiento del copiloto. Había manchas de sangre en el reposacabezas, el respaldo y la banqueta.
– ¿No te lo dije? -exclamó Siso, con una especie de satisfacción.
Dos horas después se personó en la casa-cuartel un hombre de unos cuarenta y cinco años, que dijo ser propietario de un BMW rojo ranchera y afirmó que le habían robado esa misma noche su vehículo. Los guardias no necesitaron pedirle la documentación para verificar la primera parte de la historia. Tras las oportunas averiguaciones, acababan de confirmar en el ordenador de Tráfico que el propietario del coche abandonado se llamaba Juan Luis Gómez Padilla. Que el hombre que tenían delante era, en efecto, Juan Luis Gómez Padilla, pertenecía al dominio público: se trataba del vicepresidente del cabildo insular y segundo teniente de alcalde de la capital de la isla.
Respecto del robo, y de la tardanza en denunciarlo, al menos tres horas según les constaba a Siso y Anglada, Gómez Padilla ofreció una explicación plausible. Disponía de dos vehículos, el BMW ranchera, que era el que usaba para su negocio (era representante comercial de equipos electrónicos), y un Volkswagen Golf que prefería utilizar cuando no tenía que llevar carga. Esa noche había ido a la capital de la isla a una reunión de partido que se había prolongado hasta la madrugada. Había sido al regresar a su casa cuando había advertido la ausencia del BMW, y después de comprobar que ni su mujer ni su hijo mayor lo habían cogido, había comprendido que debía de tratarse de un robo. Con todo el tacto de que fue capaz, el sargento Nava, jefe del puesto, que se había reincorporado a él inmediatamente tras recibir aviso del hallazgo de sus hombres, interrogó a Gómez Padilla acerca de la secuencia horaria de los hechos. El concejal hizo memoria y ofreció ésta: