– Pues mire, mi sargento -dijo Valbuena-, tenemos el aparato, pero es una castaña y aquella noche no funcionaba. Ésa es la cruda verdad.
– ¿Puedes recordar, al menos, qué acento tenía?
Valbuena se paró a hacer memoria.
– Pues, como de aquí, pero no muy cerrado.
– ¿Podría ser alguien que estuviera imitándolo, el acento?
– Eso depende. En todo caso, debía tratarse de alguien que lo imitara bastante bien. A mí me sonó natural, no como una caricatura, que es como suena cuando los peninsulares intentan hacer el canario.
– ¿Y su edad?
– Buf. Ahí puedo precisarle todavía menos que Siso. Era un hombre que todavía tenía toda la voz, eso sí. Entre veinte y setenta…
Entre todas las incertidumbres que rodeaban el caso, una afirmación podía hacerse casi con seguridad: si el concejal era inocente, aquella denuncia telefónica formaba parte del montaje para inculparlo, y el autor de la llamada estaba envuelto en el crimen. Habría deseado poder tener más información acerca de él, pero por algo se empieza. Un hombre con cierto aplomo, nacido en las islas o con el suficiente conocimiento del habla como para imitarla y entre veinte y setenta años. Era poco, sí, pero mejor que nada.
Después del almuerzo, volvimos a quedarnos solos con el sargento primero. Pasaban cinco minutos de las tres.
– ¿A qué hora has quedado con la madre? -preguntó Nava.
– A las cuatro.
– Pues yo que tú iría poniéndome en camino -recomendó-. Junto con el harén investigador que llevas a tus órdenes, no te quejarás.
La broma sexista le gustó bastante poco a Chamorro. A Anglada no pareció molestarla demasiado, o había aprendido a dejar que esas cosas le resbalaran. De reojo vi que en su rostro había una suave y remota sonrisa.
– No voy a llevarme al harén, como tú lo llamas -repuse-. Anglada se queda aquí. Así que tendréis que explicarme cómo se llega a la casa.
Mis dos compañeras y a la sazón subordinadas me parecieron en ese instante presas de una desorientación similar. No era mi intención causarles tal desconcierto, aunque mentiría si dijera que no me confortaba percibirlo. En todo caso, me apresuré a justificarle a Anglada mi decisión:
– La madre te conoce, y seguramente te identifica con la investigación anterior, la que no dio el resultado que ella hubiera querido. No es una persona muy centrada, así que mejor evitar cualquier cosa que pueda levantarle suspicacias. Lo que espera ver son los especialistas de Madrid, caras nuevas. Y eso es lo que vamos a mostrarle. Luego nos reunimos y te contamos.
– Como tú mandes, mi sargento -acató Anglada.
Después de recibir las orientaciones pertinentes, Chamorro y yo emprendimos la marcha. Me puse al volante del Opel Corsa y vi durante un segundo por el retrovisor cómo Anglada y el sargento primero quedaban atrás, de pie ante la fachada de la casa-cuartel. Notaba que a Ruth, pese al razonamiento que le había expuesto y con el que se había tenido que conformar, le hacía poca gracia permanecer en la retaguardia mientras Virginia y yo nos metíamos en harina. En cuanto a lo que pensara mi compañera, era imposible colegirlo de su impenetrable expresión. Por mi parte, me hallaba en una de esas peculiares coyunturas en que uno disfruta apartándose de lo que le apetece, porque siente el poder de hacerlo e intuye que tendrá oportunidad de recobrarlo más adelante y en mejor situación. El pequeño desplante me otorgaba cierta ventaja sobre aquella chica un poco demasiado impetuosa que me interesaba, aunque no debiera; y a la vez, cumplía escrupulosamente con mi deber y nadie podía acusarme de postergarlo en beneficio de otras consideraciones. No podía hacerlo, sobre todo, la silenciosa mujer que iba a mi lado.
Seguimos las indicaciones que nos habían dado y ellas nos llevaron por una carretera que pronto se encaramaba a lo alto y permitía apreciar hermosas panorámicas marinas. El paisaje que atravesamos era al principio de una aridez bastante implacable, aunque luego, cuando iniciamos el descenso, vimos valles donde la vegetación hacía acto de presencia e incluso llegaba a extenderse con cierta profusión. La casa de Margarethe von Amsberg formaba parte de un núcleo de población no demasiado grande, y era una de esas construcciones modernas que imitan, con mediana fortuna, la arquitectura tradicional del país. Era una casita blanca, recogida, y estaba, eso sí, muy bien situada. Desde ella se tenía buena vista del mar.
La primera impresión que me transmitió la madre de Iván López no se correspondió mucho con mis expectativas. Habiendo sido advertido de su desarreglo mental, y habiendo podido comprobarlo personalmente por teléfono, esperaba ver a alguien cuyo aspecto delatase en cierto modo aquel carácter. Pero quien nos recibió aquella tarde en la puerta de la casita blanca, después de accionar el mecanismo eléctrico que bloqueaba la cancela exterior, era una enhiesta mujer de cuarenta y tantos años que, lejos de exhibir el menor desaliño, iba bien vestida y conservaba en buena medida una belleza que en su juventud había debido distinguirla de manera impactante. En cuanto abrió la boca, sin embargo, manifestó lo que encerraba aquel envoltorio.
– ¿Quién es ella? -preguntó, a bocajarro, señalando a Chamorro.
– Mi compañera -dije, sin prisa-. Virginia. La cabo Chamorro. Trabaja conmigo, en la unidad central. En Madrid.
Margarethe von Amsberg procesó lentamente mis palabras, mientras miraba de arriba abajo a mi compañera. Pero un instante después se apartó del umbral y nos indicó que pasáramos. Dejé que Virginia fuera primero.
La casa tampoco era lo que uno habría esperado de una persona con las facultades psíquicas alteradas. O sí, pero de otro modo. Todo se veía impoluto y perfectamente ordenado. La vivienda estaba decorada con un gusto innegable, y repleta de objetos de artesanía. Aunque no debía de ser fácil ni rápido limpiar todo aquello, no había una sola mota de polvo. Nuestra anfitriona nos ofreció asiento en un sofá de mimbre con almohadones de vivos colores, en un salón desde el que se veía la superficie azul del Atlántico.
– He hecho café -dijo-. ¿Quieren ustedes?
Miré a Chamorro. Ya habíamos tomado, y mi estómago, después de las duras emociones que había vivido durante el día, no mostraba gran entusiasmo ante el ofrecimiento. Pero no parecía conveniente desairarla.
– Sí, muchas gracias -respondí, finalmente.
La mujer trajo una bandeja con dos tazas, dos jarritas y un azucarero. Nos sirvió café y leche a nuestro gusto, según le indicamos, y dejó que cada uno endulzara la mezcla como y cuanto quisiera. Luego se sentó en un butacón, también de mimbre, frente a nosotros. Puso sus manos sobre el regazo y se quedó mirándonos con sus inquietantes ojos azules. Nunca había visto unos ojos así. De un azul tan claro y tan vivo. Azul huevo de pato, había dicho Anglada. Y era una forma precisa de describir su tonalidad.
– En primer lugar -tomé la palabra-, quiero decirle que sentimos tener que obligarla a recordar otra vez un hecho tan doloroso para usted, y tanto tiempo después de que sucediera.
– No se preocupe -dijo-. No me obligan a recordar nada de lo que no me acuerde yo sola, todos los días, y a todas horas. Y lo que más me duele ya no es que mataran a mi hijo. Sino que el que lo hizo ande libre.
Es propio de ignorantes creer que una persona perturbada ha de ser estúpida. Por eso no había incurrido en tal suposición, pero confieso que me sorprendió la desenvoltura con que Margarethe articuló aquellas palabras. Se veía que se había preparado para la entrevista; por lo menos, ya no era la mujer desprevenida y un poco aturdida con la que había hablado por teléfono. Causaba impresión, también, la ausencia casi absoluta de acento extranjero, cosa notable para una alemana, cuya pronunciación nativa tan alejada estaba de la musicalidad insular con que hablaba aquella mujer.
– Comprendo su disgusto -asentí-. Lo que puedo asegurarle es que no vamos a escatimar esfuerzos en este caso. Mi compañera y yo vamos a dedicarnos a él en exclusiva, y aunque está difícil, y no quiero darle falsas esperanzas, sí puedo decirle que tenemos experiencia en esta clase de asuntos y que confiamos en poder resolver éste, como hemos resuelto otros.
– Me alegro. Aunque hayan tardado más de dos años en venir.
No iba a ser sencillo. Lo iba a ser menos aún de lo que preveía.
– Bien -dije-. Tendremos que hacerle algunas preguntas.
– Adelante.
Le hice una seña a Chamorro. Sacó su bloc y abrió el bolígrafo. Margarethe la observó con curiosidad. Pero mi compañera no se precipitó.
– ¿A qué se dedica usted, señora von Amsberg? -preguntó, una vez que estuvo preparada para tomar nota de sus respuestas.
A Margarethe pareció descolocarla la pregunta. Me miró.
– Necesitamos tener un cuadro lo más completo posible de la víctima y de su entorno familiar -le aclaré-. Es una rutina que debemos seguir.