La mujer dudó aún durante unos segundos. Al fin, contestó:
– Tengo una tienda de artesanía, en el pueblo. Vivo de eso, bueno, y de lo que heredé de mi padre.
– ¿Hace mucho que murió su padre? -siguió Chamorro.
– Diez años.
– ¿Puedo preguntarle a qué se dedicaba él?
– Era abogado, en Düsseldorf.
– ¿Sabe usted qué tipo de asuntos llevaba?
– Bueno, cosas de empresas, no sé bien. ¿Importa mucho eso?
– Probablemente no -dijo Chamorro-. Sólo era por completar el dato. Llegó usted aquí hace veinticinco años, más o menos, ¿no es así?
– Sí.
– De vacaciones.
– Sí.
– ¿Y por qué decidió quedarse?
Margarethe no estaba, era obvio, preparada para tener que responder a aquellas preguntas. En todo caso, tras un titubeo, se sometió, dócilmente.
– Me gustó el lugar, y no me gustaba Alemania, ni lo que hacía allí.
– ¿Qué hacía?
– Estudiaba Derecho.
– Por deseo de su padre.
– Sí.
– Y luego conoció al padre de Iván.
Margarethe no contestó en seguida.
– Sí. Y me quedé embarazada, si eso es a lo que se refiere.
– Su relación no duró mucho, por lo que sabemos -apunté.
– No teníamos nada en común, aparte de la atracción física -declaró, sin tapujos-. Vivimos juntos un tiempo, pero no funcionó. Luego nos separamos y él siguió viniendo a ver al niño durante un tiempo. Hasta que se fue.
– ¿Cuándo fue eso?
– Cuando Iván tenía unos cinco años.
– ¿Y desde entonces?
– No he vuelto a saber de él.
– ¿Y no le parece extraño?
Margarethe se encogió de hombros.
– Sí, o no. No todo el mundo le da la misma importancia a la paternidad. A él puede que no le importara. No lo sé. No llegué a conocerle mucho.
– ¿Y no tiene idea de dónde puede estar?
– Todo lo que puedo decirle es que cuando él se fue, alguna gente de aquí emigraba a Venezuela. Y que a él le oí hablar de ir allí también.
– Disculpe si la pregunta le parece indiscreta -la tanteó Chamorro, con cautela-. Desde que el padre de Iván se marchó, ¿ha mantenido usted alguna relación con otros hombres, de forma más o menos estable?
Margarethe se rió.
– Y de forma inestable también -dijo-. Claro. Con muchos. Bueno, no me malinterprete, uno detrás de otro, no a la vez.
– ¿Con alguno de ellos llegó su hijo a establecer un vínculo afectivo?
Se echó hacia atrás, como si recelara de pronto.
– No tuvo tiempo -respondió, seria-. No sé si esto le da una mala imagen de mí, señorita, pero a mí nunca me ha durado mucho ningún hombre. El único hombre importante de mi vida está ahora muerto. Era mi hijo.
– Ya veo -dijo Chamorro.
– Y lo que no entiendo -agregó Margarethe, alzando la voz- es para qué demonios me está preguntando usted todos esos chismes. ¿Intenta aclarar el asesinato de mi hijo o quiere escribir una novela de mi vida?
Me fijé en sus manos. Temblaban ligeramente. Había que ir con cuidado.
– Entiendo que este interrogatorio le resulte molesto e incluso incomprensible, señora von Amsberg -dije-. Y le pido disculpas por ello, pero le ruego que se haga cargo de lo que tenemos entre manos. Sólo contamos con la pista que se siguió en su día, y que ya sabe usted cómo resultó. Nos vemos en la necesidad de no pasar por alto ningún detalle que pueda llevarnos a una posible explicación. Por pequeña que sea la probabilidad.
– Pero es que no entiendo para qué…
– Señora von Amsberg -la atajé, mirándola a los ojos-. Le pido que confíe en mí. Y en mi compañera. Le aseguro que cumple con su deber, nada más. Y que sabe cómo hacerlo. Confíe usted. Por favor.
La madre de Iván podía contenerse a duras penas. Pero lo hizo.
– Es mi última pregunta sobre esto -anunció Chamorro, por si acaso-. En la época en que ocurrió el crimen, ¿tenía usted relaciones con alguien?
– Sí -admitió Margarethe, con un suspiro.
– ¿Continúa esa relación? -pregunté.
– No. Por aquel entonces ya no nos llevábamos muy bien.
– ¿Puede darnos el nombre de esa persona? -retomó el hilo Chamorro.
– Sí, claro. Udo Stammler. Ese, te, a, eme, eme, ele, e, erre. Vive en el pueblo. Es instructor de submarinismo. Pueden encontrarlo en el puerto, todas las mañanas. Aunque no sé para qué va a servirles.
– ¿Sabe si hubo algún problema entre el señor Stammler y su hijo?
Margarethe esbozó una sonrisa triste.
– Sí, lo hubo. Udo se lo llevó a trabajar con él, y al cabo de un par de meses lo despidió. Quizá tuviera motivos, no lo sé, pero a mí no me gustó, qué quiere que le diga. Desde entonces empezamos a discutir.
Chamorro tomaba notas a toda velocidad.
– Pero no pierdan el tiempo. Udo no mataría una mosca. Lo conozco.
Puede que me equivocara, pero sentí que aquél era el momento. Intuía que ella tenía algo que decirnos, algo que le estaba quemando y que podía ser un disparate, pero que no debía obligarla a callarse por más tiempo.
– Dígame, señora von Amsberg -me dirigí a ella, con toda la calidez que pude imprimirle a mis palabras-. ¿Quién cree usted que pudo hacerle eso a su hijo, si se ha formado alguna idea al respecto?
Margarethe abrió mucho los ojos, y pareció más loca que nunca.
– He hecho algo más que formarme una idea -me espetó, con dureza-. Mientras todo el mundo, incluida la justicia, se olvidaba de mi hijo, no vaya a creerse que yo me he quedado con los brazos cruzados. He hablado con sus amigos y sus amigas. Incluso con la gente a la que le compraba la droga, no crea que me chupo el dedo o que me engaño respecto de lo que hacía mi hijo. Tampoco creo que por el hecho de fumar un poco de hierba o tomar otras cosas fuera malo, ni mucho menos que se mereciera morir así, como casi vino a decir en el juicio la puta esa que defendió al concejal.
Honestamente, nunca he acertado a saber si la locura, o al menos ciertas de sus modalidades, no se corresponden, en realidad, con un nivel insoportable de lucidez. En aquel instante, mientras escuchaba a Margarethe y contemplaba sus ojos inundados de lágrimas, volvió a asaltarme la duda.
– ¿Y qué es lo que le han contado esas personas? -le pregunté.
– Lo que siempre he sabido -replicó, altiva-. Que en la muerte de mi hijo está metido alguien muy gordo, y que por eso, dos años después, no ha ido nadie a la cárcel por el crimen. Es alguien con capacidad para borrar las pruebas, y hasta para manipular a la justicia. Por eso yo ya no me fío de nadie, sargento, ni siquiera de mi cuñado, fíjese lo que le digo.
Reflexioné sobre sus palabras. Exageradas y producto del desvarío, muy probablemente. Lo que no implicaba que debiera echarlas en saco roto. No estaba en condiciones de permitirme el lujo de desdeñar nada.
– Le aseguro que su cuñado se ha tomado un gran interés personal en que el caso se resuelva -dije-. Y que las instrucciones que tenemos son meternos a fondo y aclarar esto como sea. No sé si hasta aquí ha sido de otro modo, aunque le diré que no creo que la investigación se haya llevado con negligencia. Lo que puedo garantizarle es que a mí nadie va a manipularme.
Margarethe se enjugó las lágrimas y me observó fijamente.
– Estoy tratando de imaginar qué tipo de persona es usted, sargento -habló al fin-. Y me da la sensación de que es honrado, y cree lo que dice. Pero eso no me garantiza que pueda sacar adelante este caso. Me temo que si realmente consigue avanzar algo, le apartarán en seguida.
– ¿Tan poderosa cree que es la conspiración? -terció Chamorro.
– Bueno, hasta ahora lo ha sido. El asesino sigue libre.
– ¿Y por qué iba a querer esa gente, sea quien sea, matar a su hijo?
La madre de Iván López bajó los ojos.
– No lo sé. Por lo que me han contado, podría tener que ver con la droga. Esa gente controla muchas cosas. Entre ellas, la droga que llega a la isla. Puede que Iván se enterara de algo que no les convenía que se supiera. Y para ellos, la vida de un chaval de veinte años vale menos que sus negocios. O puede que fuera por aquello otro, por lo de la hija del concejal.
No podía rehuir la pregunta. La formulé, aun con precaución:
– ¿Cree que Gómez Padilla tuvo algo que ver?
Margarethe von Amsberg me midió con aprensión. Ahora que lo recuerdo, creo que adivino lo que pasaba por su cabeza mientras lo hacía. Sabía que todos la tenían por demente, y no quería parecerlo ante mí. Por si yo, pese a todo, era la posibilidad que llevaba más de dos años esperando.
– No lo sé, sargento -dijo, con voz serena-. No digo que sí. No digo que no. Él puede ser uno de ellos, no lo descarte. Lo que sé es esto: alguien gordo, detrás de todo hay alguien gordo. Eso debe buscar usted.