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En su mirada había ahora una súplica, que nadie habría podido desoír.

– Está bien, señora von Amsberg -dije-. Ahora, le ruego que nos dé el nombre o la descripción de esas personas con las que ha hablado, y que si es posible nos diga dónde podemos encontrarlas. Iremos a verlas.

Capítulo 8 LA NIEBLA

Margarethe von Amsberg nos facilitó el nombre o las señas aproximadas de media docena de personas, que según ella podrían informarnos acerca de la supuesta implicación de alguien poderoso en la muerte de su hijo. Reconozco que en parte los recogí para consolarla y para que confiara en mí, aunque los años que llevo dedicado a la investigación criminal me han enseñado a no dejar de apuntar ninguna pista, por inconsistente que me parezca su relación con el asunto o por poco fiable que resulte quien me la proporciona. Gracias a ello, en todo caso, Margarethe se relajó un poco durante el resto de nuestra entrevista y se mostró más cooperadora, lo que vino a probar la conveniencia, cuando menos táctica, de escuchar y tener en cuenta sus teorías. Pudimos así sacarle sin dificultad otras informaciones, sobre la vida y el carácter de su hijo, sobre su círculo de amistades, incluidos varios nombres que sumar a la lista de quienes resultaba aconsejable interrogar, y también sobre sus últimos días. No rehuyó el asunto más espinoso:

– Sí, a Iván le gustaban mucho las chicas. Normal, como a cualquier chaval de su edad. Pero él era un chico pasional, y además se le daban bien. Puede que no anduviera muy atinado al escogerlas, pero qué iba a hacer. Si ellas se le ponían a tiro… Tenía veintidós años, sargento. Lo de la hija del concejal… Bueno, hay chicas de quince años y chicas de quince años.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Chamorro.

Margarethe escrutó a mi compañera antes de responder.

– Hable con ella. Cinco minutos le bastarán para ver que es una zorrita, que lo es desde hace tiempo y que lo será mientras el cuerpo le deje.

Una vez más, constaté que no hay hombre que pueda competir con una mujer a la hora de despreciar o injuriar a otra mujer. Es imposible, para una psicología tan rudimentaria como la masculina, cebar el obús con tanta metralla y dispararlo con tanta sangre fría y tal poder de devastación.

En cualquier caso, no podíamos esperar otro testimonio de la madre del difunto, acerca de quien acaso hubiera influido en el funesto desenlace. Traté de profundizar en otro aspecto que me parecía más esclarecedor:

– Voy a preguntarle algo. Y quiero que entienda que no intento plantear ninguna sospecha en relación con su hijo -advertí, porque ya sabía que no estaba ante una idiota-. A mí me da igual si era bueno o era malo. Usted me dice que era bueno; pues muy bien, la creo. Desde el momento en que lo mataron y me encargaron el caso estoy de su parte, pase lo que pase y descubra lo que descubra sobre él. Así que piense antes de responderme, por favor. ¿Notó que su hijo manejara más dinero que de costumbre, en las semanas o los meses inmediatamente anteriores a su muerte?

Margarethe, por supuesto, captó la intención de mi pregunta. Y puede que por eso tardase en contestarla, y puede también que, pese a mi advertencia y mis explicaciones, no dijera toda la verdad cuando repuso, con sequedad:

– No, no noté nada.

Debía poner a prueba aquella respuesta. Y lo hice:

– Si no entiendo mal, su hijo dependía económicamente de usted. Imagino que quiere decir que siguió pidiéndole dinero con regularidad.

– Sí.

– En las cantidades habituales.

– No tenía una asignación fija. Cuando necesitaba, me pedía. Cuando me parecía que ya le había dado demasiado, le decía que no.

– Su hijo tenía una moto de gran cilindrada.

– Sí. Le gustaban mucho las motos.

– Se la regaló usted.

– En parte sí. El resto lo pagó con sus ahorros. Había tenido varios trabajos de temporada.

– Era su hijo una persona ahorradora, entonces.

Margarethe me miró, tensa. Sus manos temblaban otra vez.

– Le he respondido, sargento. Si no me cree, es su problema.

No insistí. No merecía la pena estropear nuestras relaciones por un asunto que podría contrastar por otro lado. A partir de ahí, intenté restaurar la confianza de aquella madre en nosotros, invitándola a hablar de las cualidades de su hijo: su destreza en múltiples deportes, su generosidad para con todo el mundo, las atenciones que tenía con ella. Margarethe recordó, con lágrimas en los ojos, el gigantesco ramo de flores que había recibido en el último de sus cumpleaños que Iván había podido felicitarle, y la tierna nota que lo acompañaba. Por mucho que uno haya vivido evocaciones similares, de quienes un día partieron abruptamente, hechas por quienes se quedaron a padecer el dolor y el recuerdo, resulta difícil sustraerse a su emoción. No era diferente, ni inferior en ningún aspecto, la desolación que sentía, y era capaz de transmitir a quien la escuchaba, aquella mujer a quien todos consideraban desequilibrada, por su vástago perdido a quien todos tenían por una calamidad. Al final, ya se sabe, los juicios son siempre relativos.

Logramos, pues, separarnos de Margarethe en buenos términos. La habíamos escuchado, habíamos tomado nota de sus sospechas, nos habíamos esforzado por saber quién era su hijo, más allá de la malicia del vecindario, y Chamorro le había cogido la mano para hacerle sentir nuestra compañía en los momentos más penosos para ella. Me pareció que con todo aquello habíamos logrado darle alguna esperanza, y sentí que, al margen de lo que resultara de la investigación, empezábamos a cumplir nuestro objetivo. Y no sólo, aunque también, por lo que aquella mujer pudiera decirle a su cuñado de nosotros cuando hablase con él, seguramente aquella misma tarde.

Pero aún íbamos a tener una prueba más clara de que habíamos conseguido caerle en gracia. Antes de despedirnos, se lanzó a una inesperada confidencia. Inesperada y sorprendente, por íntima y profunda.

– ¿Saben qué es lo peor de todo? -dijo, con la mirada puesta en el mar-. La parte de culpa que no puedo echarle a otro. La parte que siento que me toca, en su desgracia. En estos dos años, he pensado mucho en qué medida pude contribuir yo, por cómo lo eduqué, por la clase de madre que fui para mi hijo. No estuve siempre encima de él. No le previne respecto de algunas cosas. Quizá hasta le animé. Cómo iba a pedirle que no hiciera lo que me veía hacer a mí. No fui siempre el mejor ejemplo para él, me temo.

Se detuvo e inspiró profundamente.

– En fin, hay que aprender a conocerse -prosiguió-. Yo me conozco, y sé lo que soy. Una niña malcriada, que jugó a rebelarse contra todo porque era más divertido y porque no tenía que pagar las consecuencias. Al final, siempre podía pedirle el giro a papá. Y no fui consciente de que ya no estaba sola, de que era libre para estropear mi vida, pero no para estropear la de quien dependía de mí. No sé, en resumen, si hice de mi hijo lo que yo soy. Desde luego, si es así, no me alegro, y lo que más me duele es que él no tuviera la suerte que he tenido yo, que aquí estoy, a pesar de todas las tonterías que he hecho. Eso es lo que más me asusta pensar. Que de algún modo, aunque fuera sin querer, haya podido ser yo quien le puso en el camino por el que iba a encontrarse con lo que se encontró, mi niño…

La voz se le quebró. La cogí del brazo. En ese momento tuve una extraña alucinación. Me pareció ver, por un instante, bajo aquella mujer madura y castigada por la suerte, a la alegre, irresponsable y hermosa veinteañera que debía de haber sido. Pero fue, sólo, una fracción de segundo. Desapareció en seguida y volvió a reemplazarla, como nos pasa a todos, más pronto que tarde, la frágil y gastada criatura humana que ahora era Margarethe.

– No piense eso -la exhorté-. No le faltó usted. Le sobró otro.

– No voy a poder dejar de pensarlo -dijo, restregándose los ojos-. Ese dolor no me lo quita nadie. Por eso le ruego que me quite el que usted puede, el de pensar que ahí fuera anda a sus anchas el cabrón que lo mató.

– Haré cuanto esté en mi mano para quitárselo. Se lo prometo.

– Que Dios se lo pague, sargento.

Confieso que siempre he tenido, y sigo teniendo, mis dudas acerca de la eficacia y la justicia del sistema de represión penal del delincuente. No veo en qué medida puede reeducar a alguien encerrarle en un lugar atestado de alacranes frente a los que deberá sobrevivir endureciéndose, porque ya de entrada compartirá con otros dos una celda que se diseñó para uno. Tampoco creo en la disuasión del criminal por la amenaza del régimen de vida carcelario, ni siquiera por la pena de muerte en aquellas sociedades salvajes que siguen recurriendo a ella, ya que me consta que el ser humano tiene dificultades para representarse con la intensidad suficiente una situación hasta que no la está viviendo y, por si eso no bastase, suele abrigar siempre la esperanza de que no lo pillen cuando hace una trastada. La única gente a la que puede reeducar la cárcel, y a la que también disuade, es aquella que se regenera o abstiene por sí misma y por otras razones, que tienen que ver, sobre todo, con la vida que tiene posibilidad de llevar fuera de la prisión. En consecuencia, me cuesta experimentar alborozo alguno cuando envío a alguien a la sombra, más allá de lo que siempre le descarga a uno terminar un trabajo, sea éste de la índole que sea. Sólo cuando uno siente que a través del trámite de la reclusión del malvado, en sí inútil y poco prometedor, puede llevarse alivio a quien sufrió el crimen y vive en la humillación que le supone la impunidad del criminal, llega a sospecharse algún bien y algún provecho en todo el montaje. Hay quien de esta circunstancia deduce que la única finalidad real del sistema penal es el impresentable ánimo de venganza. No lo sé, porque no lo he inventado, ni lo dirijo. Prefiero pensar que se intenta una reparación, que es escasa y acaso torpe, pero a menudo la única posible. Y que, al final, pese a los simpáticos discursos de todos esos intelectuales iconoclastas, que haya policías empeñados en la fea tarea de detener a los descarriados es mejor que dejar pastar a placer a quien abate a sus semejantes. Naturalmente, no estoy seguro de nada de esto, pero estoy aún menos seguro de lo contrario, y en la vida no se puede siempre disponer de la comodidad de la certidumbre. Por todo ello, me ayuda tener de vez en cuando la sensación con la que salí de la casa de la madre de Iván: la sensación de que con mi trabajo defiendo a alguien, frente a otro que no merece tanto ser defendido y a quien personalmente me apetece menos defender.