En el camino de vuelta, esta vez conducía Chamorro, recapitulé lo que nos había aportado aquella entrevista. No era poco. Sobre todo lo demás, después de conocer y escuchar a Margarethe von Amsberg, dejaba de ver el caso en términos abstractos. Empezábamos a tener piezas concretas.
Mi compañera compartía mi impresión.
– Una entrevista interesante, ¿no te parece? -dijo.
– Más de lo que esperaba -admití.
– ¿Qué opinas de su teoría del pez gordo?
– Lo más discutible, claro. Según diría algún listillo de los que tuve que estudiarme hace años, sería un caso prototípico de proyección narcisista, en este caso canalizada a través del hijo muerto como extensión natural del yo. Como yo soy lo más importante, tengo que magnificar todo lo que a mí me pasa y convertir su importancia subjetiva en importancia objetiva. El mecanismo habitual del delirio paranoide, la manía persecutoria, etcétera.
Chamorro sonrió, sin dejar de mirar al frente.
– Ya. ¿Y según tú?
– Una posibilidad más. A saber. Habrá que investigarla, antes de decidir. En todo caso, no me toca diagnosticar a esa mujer. Renuncié a ejercer ese cometido. El de clasificador de seres humanos. Uno sólo puede calcular probabilidades de cómo son los otros, y nunca de una manera aséptica.
– Sí, como decía aquél -observó Chamorro, abstraída.
– ¿Como decía quién?
No es que hubiera afirmado nada con pretensiones de descubridor, pero tampoco me constaba estar fusilando nada de alguien en particular.
– Ya sabes.
– No, no lo sé.
– Venga, no intentes colármela, mi sargento. Eso que has dicho lo has cogido de un tal Heisenberg. El padre de la física de partículas.
La miré, escamado. La temía, cuando echaba mano de su formación científica. Entre otras cosas, porque me admiraba su inclinación hacia cualquier disciplina que requiriese exactitud. No se me oculta que ése ha sido siempre el punto flaco de mi cerebro, y me cuesta entender que alguien pueda obtener ningún género de satisfacción sometiendo su mente a esa clase de rigores, como le sucedía a mi compañera. Entre los muchos misterios que para mí tenía aquella mujer con la que trabajaba, se contaba el motivo por el que dedicaba una porción de su tiempo libre a estudiar matemáticas. Y no era porque no se lo hubiese preguntado. Pero su respuesta, que desde pequeña sentía fascinación por las estrellas, y que las matemáticas eran el camino para conocer sus leyes, apenas había logrado disminuir mi estupor.
– Te aseguro que estoy fuera de juego, de verdad -insistí-. En el terreno de la física de partículas, mi ignorancia es enciclopédica. Creeré cualquier cosa que me diga una experta como tú, aunque decidas inventártela.
– Tampoco yo sé mucho, lo mío son las matemáticas, de física sólo tengo ideas elementales -dijo, aún recelosa-. Pero es algo muy básico, el principio de indeterminación de Heisenberg. ¿No te lo enseñaron en el instituto?
– Algo me suena, entre las brumas que envuelven mis estudios de bachillerato -creí rememorar-. Pero sería incapaz de rescatarlo, me temo.
– Lo que dice el principio de Heisenberg es que resulta imposible conocer a la vez la posición y la cantidad de movimiento de una partícula, porque al medir una se altera la otra. Es uno de los fundamentos de la física cuántica. Por eso la ciencia moderna dice que no podemos obtener certezas, sino sólo probabilidades, respecto de los fenómenos físicos, y que las conclusiones que se alcanzan sobre cualquiera de ellos dependen siempre del observador. No me digas que es la primera vez que oyes hablar de todo esto.
– Pues sí. Y no sé si lo entiendo del todo. Pero estoy de acuerdo. Lo que supongo que me convierte en un psicólogo cuántico. Además de frustrado.
– Pues mira. Suena original.
– Original, no creo que lo sea. Seguro que ya se le ha ocurrido a algún zumbado. Lo malo es que la gente prefiere que le digan lo que le pasa, y no lo que con una probabilidad relativa puede que le pase. Y encima suele querer que la curen. Lo que me temo que me aboca a seguir siendo un psicólogo frustrado y me incita a volver a la sucia rutina policial que nos trajo hasta esta isla. Aunque te agradezco la sesión gratuita de desbestiamiento.
Chamorro sonrió, complacida.
– De nada, hombre.
– En fin -retomé el hilo-, lo que no me atrevería yo a decir es que esa mujer sea una chiflada. Su discurso, dejando aparte lo del complot, tiene más sentido que lo que uno puede escucharles a muchos presuntos cuerdos.
Mi compañera asintió, con aire meditabundo.
– Y lo último, lo de echarse la culpa, me ha parecido conmovedor -dijo-. Se me ha puesto la carne de gallina, mientras la escuchaba.
– Y a mí. Demuestra que Margarethe, para ser una niña de papá, resulta tener mucha más vergüenza que el promedio de su especie.
– Ya me extrañaba que no sacaras el asunto.
Chamorro, por ser hija de un coronel, tendía a interpretar, erróneamente, que la atacaba a ella siempre que arremetía contra los hijos de papá, deporte al que por lo demás, lo admito, me entregaba quizá con inmoderada frecuencia. Pero no iba con ella, para nada, porque ella sudaba para ganar el pan de cada día y porque las influencias de su padre no le habían podido resolver el futuro (la habían rechazado dos veces en la escuela naval).
– No puedo evitarlo, Virginia. A mí nadie me ha sacado las castañas del fuego. Al revés, tuve que vivir sin padre. Y aunque no estoy libre de defectos, creo que lo que de mí pueda valer algo se lo debo, sobre todo, a haber tenido que pringar para conseguir lo poco que he conseguido en la vida.
– Suena a resentimiento, si me permites que te lo diga.
– Claro que te lo permito. Y a lo mejor sí, estoy resentido. Como pertenezco al bando de los destripaterrones, tengo muchas razones para tenerles inquina a los hijos de papá. El error más grave que han cometido los parias, a lo largo de la historia, ha sido confiar en los hijos de papá.
Chamorro volvió la cabeza.
– Mira, esa teoría no te la había oído nunca. Anda, explícamela. Conociéndote, seguro que me lo paso bien escuchándola.
– Está muy claro. Siempre hay hijos de papá que se ponen a hacer la revolución, y que al final, no sé cómo, acaban dirigiéndola. Como son más instruidos, como tienen en los genes la costumbre de mandar, los pringados se fían de ellos y les ceden el timón. Pero los hijos de papá no hacen la revolución por necesidad, sino por pasatiempo, por afán aventurero o para tocarle las pelotas al viejo. Y al final, con ellos a la cabeza, la revolución se va al garete. Porque los hijos de papá listos, cuando se les cura el acné juvenil, siempre vuelven al redil y acaban en su sitio, jugando al golf con sus pares y trabajando de consejero delegado. Y la revolución la cuentan como una batallita, o lo que es peor, la sostienen sólo de boquilla, mientras la traicionan a cada minuto. Son los hijos de papá tontos los que se empeñan en continuar la revolución, junto a los pobres que les siguen; un equipo que sólo puede llegar a donde al final llegan todas las revoluciones: a ninguna parte.