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– Toma ya -concluyó Chamorro.

– Dicho todo lo cual, admito que hay hijos de papá encantadores, y sabes que nunca permitiría que mis prejuicios sociales afectaran a mi trabajo.

– ¿Quieres decir que, a pesar de todo, perdonas a Margarethe y que vas a intentar averiguar quién mató a su hijo?

– No seas irónica, cabo, que te meto un paquete.

– Está bien, lo retiro.

No hacía falta, porque no la había amenazado en serio. En realidad, celebraba poder volver a hablar con Chamorro como siempre, con la confianza y el relajo que se establece entre quienes se conocen, se aprecian y pueden conversar dando muchas cosas por sobreentendidas. Me gustaba hablar con mi compañera, y someter a su crítica los devaneos de mi cerebro, porque no sólo era inteligente. Era sensata, y noble de corazón. Al cabo del camino que he recorrido, creo que ésa es la más sabia combinación que puede alcanzar una persona. La que a mí me habría gustado ser capaz de lograr.

Y sólo porque en aquel coche estábamos ella y yo, sin testigos extraños, me permití reflexionar en voz alta sobre un asunto aún más incierto:

– La verdad, no sé si la pobre mujer tiene razones para sentirse culpable de algo. Puede que no, puede que sí. Imagino que al hablar de la parte de responsabilidad que puede tocarle en la perdición prematura de su hijo se refiere a que le rió al niño la gracia cuando le pilló fumando hierba la primera vez, ya que ella la fumaba, sin cuidarse siempre de no hacerlo en su presencia. Y a que no le apretó cuando vio que lo único que le importaba en la vida era pasarlo bien, porque no quería ser una madre tiránica, porque quería ser la colega de su hijo y dejarle la libertad que necesitara para encontrarse a sí mismo, la libertad que ella había tenido y disfrutado en su día.

– Bueno, si fue así, la entiendo -dijo Chamorro-. Tiene motivos para pensar que la vida desordenada de Iván le llevó en cierto modo a la muerte.

– Mira -repuse-, he pensado mucho sobre esto. Y creo que los padres, se pongan como se pongan y hagan lo que hagan, siempre joden a los hijos. Los joden trayéndolos a este mundo lleno de hijos de perra, y los joden al proponerles una forma de vivir, la que sea, cuando nadie sabe bien por qué ni para qué estamos aquí. La educación tradicional, la del padre déspota, causaba unos estropicios. Y la moderna, la del padre enrollado, causa otros, que pueden ser igual de graves. Supuestamente hay un justo medio virtuoso, que consiste en joder al cachorro lo mínimo y proporcionarle las máximas posibilidades de salir a pelear solo, pero ese equilibrio no está siempre tan claro como uno querría. El caso es que todos los padres creen que hacen lo mejor, y todos acaban culpándose de los contratiempos que tengan los hijos. No se puede evitar. Siempre que uno tenga entrañas, claro.

– Veo que afrontas con optimismo tu misión como padre.

– Bueno, ya sabes que mi misión como padre está especialmente chunga. Procuro meter la pata lo menos posible, eso es todo. Y espero no tener la suerte de espaldas, que eso también juega. Pero creo que para reducir los daños uno debe aceptar que el oficio de padre es algo antipático. Puedes hacerlo con más o con menos dulzura, pero te toca poner límites. Y a la vez, cuidar de no cortarle las alas al polluelo. Se dice fácil.

– Me da la impresión de que, pese a todo, no crees que Margarethe fuera una buena madre para su hijo -infirió mi compañera.

– Quién soy yo para juzgar a mi hermana -respondí-. Quizá no le preparó de la mejor manera para lidiar con el toro que iba a tocarle. Pero es un poco presuntuoso pensar que uno conoce al toro de antemano. Si Iván no se hubiera cruzado con quien se cruzó, a lo mejor seguía viviendo de vicio, tan feliz el tío con su moto, y tan agradecido de tener una madre pasota.

– Mirándolo así…

– Tampoco hay que hacer un drama, después de todo. Un padre te condiciona, nada más. Algunos hemos salido adelante sin padre, y hasta hemos acabado convirtiéndonos en personas de orden, contra todo pronóstico.

– Tenías a tu madre.

– Lo que no creas que siempre fue una ventaja -bromeé.

– No sé -meditó Chamorro-. Siempre pensé que me gustaría ser madre, algún día. Y lo sigo pensando. Pero es verdad que no es lo mismo planteárselo así, en general, que enfrentarse con todas las dificultades que implica.

– Es igual -dije-. Y no te fíes por la experiencia ajena, ni la mía ni la de nadie. Es como tirarse a la piscina. Por mucho que te digan que el agua está fría o caliente, sólo sabrás cómo está de verdad cuando estés dentro.

– Supongo.

– Eso sí, salvo que Míster Proper esté dispuesto a ser un buen amito de casa, ya sabes, vete despidiendo de este trabajo. Por el bien de tu hijo.

Chamorro se revolvió, sin acabar de comprender.

– ¿Míster Proper?

– Bueno, como es así, fortachón, y limpia las calles de manifestantes…

– Vale ya, ¿no? -protestó, sofocando apenas la risa.

– Perdona.

– Además, no tengo previsto ser madre de momento. Y quién sabe si cuando quiera serlo voy a poder, o si no tendré los hijos con otro.

En este punto, no se me ocurrió otra réplica que guardar silencio. Y Chamorro dejó que el silencio se prolongara. Al fin, osé romperlo:

– ¿Va todo bien, Virginia?

Mi compañera titubeó un instante.

– Sí, por qué no iba a ir bien -dijo, afectando despreocupación.

– Si en algo puedo ayudarte -ofrecí, aunque dudaba si debía.

– No pasa nada, de veras.

– Aprovecho para preguntártelo ahora porque dentro de un rato tendremos compañía. ¿Sigues sin querer contarme nada acerca de Anglada?

Una sonrisa desvaída asomó a su semblante.

– La verdad es que no tengo muchas ganas -respondió-. Pero no es nada importante. Procuraré ser amable y portarme bien. Tranquilo.

– Está bien. Pero espero que no dudes que puedes contarme cualquier cosa que te haga estar a disgusto, si la hay.

– No es por ti, por quien prefiero callármela. Sino por mí.

– Vale, no te lo digo más -me rendí, aunque con sus enigmáticas respuestas no había hecho sino acrecentar mi curiosidad más malsana.

Llegamos a la casa-cuartel a la caída de la tarde. Allí nos esperaban el sargento primero y una Anglada que mal disimulaba la ansiedad por saber lo que nos había deparado la entrevista con Margarethe von Amsberg. No la hice sufrir demasiado. Sin llegar a detallarle exhaustivamente todo lo que nos había contado la madre de Iván, ni mucho menos las impresiones que a partir de ello había obtenido, la puse en antecedentes de todo lo que me pareció indispensable que supiera. Hay quien sigue la técnica de escamotear información a sus colaboradores, para llevarles siempre una cierta ventajilla. Nunca he creído que ésa sea una manera válida de abordar una investigación policial. Todos los cerebros que puedan ponerse a procesar información, sin perjuicio de la discreción con que deba actuarse, siempre son pocos.

Contrastamos con Nava y con Anglada la lista de nombres que traíamos. A algunos los conocían, a otros no. Varios habían sido interrogados en el curso de la primera investigación. Con otros no se había hablado, que ellos supieran. Nava puso en duda la Habilidad de alguno de los que Margarethe sugería que podían proporcionarnos pistas sobre la autoría del crimen:

– Ése es un yonqui bastante matado, me parece a mí. Pero oye, supongo que no hay que dejar nada por explorar.

– ¿Y el ex novio de la madre, ese Stammler? -preguntó Chamorro.

– No sé. Le conozco de vista, pero no puedo decirte.

En vista de la hora, no me pareció que pudiéramos hacer mucho más que organizamos para el día siguiente. Me dirigí a Anglada:

– Mañana vamos a dividirnos. A primera hora, tú te vas a ver a Stammler. En el puerto, nos dijo que podíamos encontrarlo. Mientras tanto, Chamorro y yo nos vamos a hacer una visita a alguien que tampoco creo conveniente que te vea a ti. Luego nos reunimos y vemos cómo podemos abordar el resto de la lista. Ahí prefiero tenerte a mano, ya que conoces a algunos.

Anglada, por lo que pude advertir, no se daba mucha maña para ocultar cuándo algo la contrariaba. Aunque en su rostro había una esforzada sonrisa, la irritación era perceptible en su mirada y en el tono con que dijo:

– Encantada de serte útil en algo, mi sargento. Sólo para mi información, ¿puedo preguntar quién es esa otra persona que no conviene que me vea?

Me retaba, y acepté el reto. Incluso jugué un poco:

– No me digas que no lo adivinas.

– Debo de estar un poco lenta. ¿Tendría que ser capaz?

– Tal vez. Se trata de un testigo clave. Por eso quiero ir a verle mañana a primera hora, sin retrasarlo más. El ex concejal Gómez Padilla.

Nava soltó un bufido.