– No esperes que te reciba con los brazos abiertos -avisó-. Es más, prepárate para que te exija una orden judicial, si te identificas como guardia. No pertenece a la asociación de amigos de la Benemérita, ya te lo imaginas.
– Bueno -dije-. En peores plazas hemos toreado. Hay que probar.
Aquella noche, después de cenar, y ya que me había resignado, por necesidades del servicio, a caerle transitoriamente mal a Anglada, le pedí que nos llevara a Chamorro y a mí a una intempestiva excursión. Montamos los tres en el Opel Corsa y nos dirigimos hacia el corazón de la isla. Era una noche de luna crecida, como aquella fatídica en la que Iván había visto interrumpido su viaje vital. Pudimos contemplar las montañas a una luz parecida a la que había permitido a Anglada y Siso ver pasar aquel BMW rojo. Le pedí a Ruth que me indicara el lugar donde estaban apostados, y luego que pusiera rumbo hacia el túnel. Antes de que la boca oscura nos engullera, la temperatura era tan agradable como para llevar las ventanillas del coche bajadas. Ya en el túnel, se hizo apetecible subirlas. Chamorro y Anglada cerraron las suyas, pero yo mantuve la mía como estaba. Cuando salimos al otro lado, una bocanada de niebla me golpeó el rostro. Anglada me había hablado del contraste, pero vivirlo era otra cosa. La aparición, en medio de la noche, de aquel bosque fantasmagórico, casi irreal en su pasmosa proximidad al paisaje semidesértico que había al otro lado del túnel, fue una de las impresiones más rotundas que jamás me haya producido paraje alguno. Anglada dijo:
– Ahí la tenéis, la lluvia horizontal. Las nubes bajas que arrastran los alisios y que al estrellarse contra este lado de la isla mantienen viva la laurisilva. Esto ya es el parque nacional. El escenario del crimen. No me negaréis que se trata de eso que llaman los cursis un marco incomparable.
La humedad lo impregnaba todo. Creí ver hayas, sabinas, laureles. Como el resto de árboles que componían aquel insólito bosque, aparecían cubiertos de un musgo chorreante, que la luz de los faros descubría sólo en una ínfima parte de su esplendor. Los árboles se entrelazaban unos con otros, formando una masa densa, entre la que casi parecía imposible pasar. Por otra parte, el terreno al que se agarraban estaba bastante inclinado; a la derecha de la carretera descendía, y a la izquierda parecía echarse encima de ella. No era una calzada amplia, desde luego: podía representarme ahora con exactitud las dificultades que había presentado aquella persecución nocturna. Anglada conducía impasible, o quizá disfrutando de nuestro asombro. Siempre produce un irreprimible placer asistir al deslumbramiento de otro ante algo que uno conoce de antes. Su mirada estaba fija en la carretera y en la niebla que la difuminaba ante sus ojos. Resulta ingrato, manejar un coche contra la niebla, pero a ella no parecía producirle aspaviento alguno.
Al llegar a una bifurcación, Anglada torció a la izquierda. Le había pedido que reprodujera el camino que había seguido el asesino, hasta el lugar donde había aparecido el cadáver. Y una vez que nos apartamos de la carretera general, se complicaba bastante. Se hacía más empinado y aún más estrecho. Anglada, sin embargo, permanecía relajada y sonriente. Habríase dicho que le resultaba divertido, empujar aquel precario vehículo contra las dificultades, por lo que ponía a prueba su pericia como conductora.
Al cabo de unos quince minutos, llegamos a un recodo y Anglada detuvo el coche. Buscó con la mirada. Al fin vio algo, y quitó el contacto.
– Ahí está -dijo-. La marca. Como podéis imaginar, tuvimos que hacer una, porque si no, cualquiera se aclara aquí.
Bajamos del coche. Anglada tomó la cabeza.
– Por allí. Aquel árbol con la pintura blanca. Ésa es la señal.
Llegamos junto al árbol. Anglada le dio una palmada al tronco.
– Desde aquí, todo tieso. Unos cincuenta o sesenta metros. Suficiente, teniendo en cuenta que está prohibido salirse de la carretera.
– Vamos -dije.
– Nos vamos a llenar de barro -advirtió Anglada.
– Luego nos limpiamos.
– Como tú digas, mi sargento.
Nos internamos en el bosque, precedidos por Anglada y el haz de luz de su linterna. Visto desde dentro, no era tan impenetrable como parecía desde fuera. La niebla tampoco era tan espesa, una vez allí. Pero no se trataba, ni mucho menos, de un terreno cómodo para arrastrar un cadáver. Requería fuerza y decisión. Aparte de una cierta seguridad sobre dónde se ponía el pie. El bosque, de noche, no dejaba de resultar intimidante. Anglada se detuvo en un lugar que no se distinguía en nada del resto. Salvo por la mancha de pintura blanca que había en el tronco de un laurel.
– Aquí está. La otra señal. Ahí lo encontramos.
Observé el sitio. Me coloqué donde había estado tendido el cuerpo de Iván y miré alrededor, hacia arriba. La niebla flotaba, desleída, sobre mi cabeza. Pensé, no sé por qué, en que a todos nos pasaba lo mismo. Todos nacemos de un golpe de luz, y todos acabamos engullidos por la niebla que poco a poco nos va helando el corazón. Pero a algunos, como al pobre Iván López, los traga más deprisa. Al amparo de aquella niebla lo habían derribado, y mientras la veía sobre mí no pude evitar figurarme que el responsable, embozado aún en ella, nos vigilaba y se reía de nuestro empeño.
Capítulo 9 EL SACO DE LASTRE
Aquella noche, después de nuestro paseo por el parque, nos fuimos temprano a la cama. Al menos me fui yo, y recomendé a mis dos compañeras que siguieran mi ejemplo; luego cada una haría en su habitación lo que le apeteciera. No siempre puede uno dormir lo que debe, y para trabajar con la cabeza, que considero, pese a todo, que es mi mejor herramienta de trabajo, no hay mayor higiene que regalarse de vez en cuando un sueño como Dios manda, de ocho horas. Durante algunos minutos, después de meterme en la cama, se agolparon en mi cerebro las impresiones del día. Pero poco después me pudo el cansancio y caí a un pozo negro. Allí estuve, ebrio de quietud y placer, hasta que se desencadenó la melodía del teléfono móvil.
Llegué el primero, debidamente aseado y afeitado, al comedor. Me preparé sin prisa un desayuno abundante y me senté a esperar a mis compañeras mientras daba cuenta de él y de un café mejorable, pero digno.
La siguiente en bajar fue Anglada. Recién duchada, su cabello negro y rizado, aún húmedo, la volvía poderosamente sensual. La mirada, por completo despierta, le sumaba contundencia. Y sus movimientos, de esa elegancia felina tan proverbial, pero que de vez en cuando se da, qué se le va a hacer, terminaban de redondearla como la ayudante más inadecuada para mantener la concentración en lo que se suponía que debía ocuparme. Es posible, claro, que el problema estuviera en mí. Como ya decía Jung, que se jactaba de conocer a fondo el alma humana, y por la importancia que le dieron, algo debía de saber, quién puede hoy tener la seguridad de que no es un neurótico. Hay que convivir tranquilamente con esa posibilidad, y desear que la neurosis que a uno le toca sea benigna y hasta cierto punto gozosa. Mientras supiera comportarme de forma cauta, aquélla no era de las peores.
– Buenos días -dijo Anglada, sonriente-. ¿Qué tal?
– Aquí, poniéndome morado -repuse-. No suelo tener ocasión de probar un buffet de desayunos tan bueno como éste.
– Tampoco será para tanto.
– Creo que sólo he estado otra vez en un hotel de cuatro estrellas. Una vez que me invitó un compañero rico de la facultad. Pero te estoy hablando de mi juventud, o sea, allá por 1914. Ya ni me acuerdo.
– ¿Qué buscas que te diga, que no eres tan mayor, mi sargento?
No sé si puedo describir apropiadamente el tono con que dijo aquello. A cada paso me lo dejaba advertir: era una predadora peligrosa. Y yo, en vez de evitar la amenaza, me ponía a tiro. Supongo que para un espectador neutral yo habría venido a ser como uno de esos cervatillos que en los documentales sobre naturaleza trucados (o sea, casi todos) esperan, con una patita atada, a que venga el ave rapaz para clavarle las garras en el lomo y liquidarlo ante las cámaras. Traté de retroceder a un lugar seguro:
– No hace falta que me digas nada. Ya sé yo lo mayor que soy. Me lo dice cada mañana el crujido de mi espinazo cuando me pongo en pie.
– A lo mejor no es la edad, sino que has levantado algo que no debías.
¿Lo decía con doble sentido? Temí que sí.
– A lo mejor -lo dejé correr.
– Voy a cogerme algo.
Volvió a los dos minutos, con un montón de fruta y un trozo de queso blanco. Los restos pringosos de mis huevos revueltos con bacon y salchichas me observaron desde el plato, ominosamente reprobadores.
– Así que fuiste a la facultad -dijo, mientras atacaba una pera.
– Sí, en otra vida.
– ¿Y qué hiciste?
– El indio. Psicología.