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– La reunión duró hasta las dos, más o menos. De dos a tres y media estuve tomando una copa con un par de compañeros. Llegaría a casa sobre las cuatro y cuarto. Mi hijo había salido y no volvió hasta las cinco y media, que fue la hora a la que pude empezar a pensar en un robo.

Siso, Anglada y Nava le observaron. Gómez Padilla se inquietó.

– ¿Por qué tantas preguntas? ¿Ha pasado algo con el coche?

Fue entonces cuando le contaron, someramente, lo que sabían de lo que había sucedido con su vehículo durante aquella accidentada noche. Gómez Padilla escuchó el relato con estupor. El sargento, por no saltarse la formalidad, le preguntó si tenía alguna idea de quién podía ser el conductor al que Anglada y Siso habían perseguido y que, al parecer, había abandonado el BMW manchado de sangre en la rotonda de la urbanización de adosados.

– Por Dios, no tengo ni puñetera idea -repuso Gómez Padilla, persuasivo.

No había ningún cadáver, el concejal había acudido a denunciar el robo tarde, sí, pero antes de que fueran a buscarlo, y por el momento todo lo que tenían era un episodio de conducción temeraria y fuga de la autoridad, un coche con la cerradura forzada y unas pocas manchas de sangre. Además de una denuncia telefónica de origen dudoso. Según comprobaron con la compañía, la llamada la habían hecho desde una cabina pública. Juntando todas las piezas, a Nava no le quedó más remedio que dejar marchar a Gómez Padilla, no sin advertirle de que podían llamarle más adelante.

Del asunto vinieron a ocuparse los de la unidad de policía judicial de Tenerife. Tomaron muestras de la sangre, fotografiaron el coche por todos lados y recogieron las huellas dactilares que presentaba: únicamente las de Gómez Padilla y las de su mujer, aunque ninguna en el volante. También recogieron algunos cabellos, de diversas longitudes y tonalidades. Luego hicieron una breve descubierta por el parque nacional, sin grandes resultados. Tomaron nota, eso sí, de todos los lugares por donde habían visto Anglada y Siso pasar a aquel coche. Por último, interrogaron a Gómez Padilla y se informaron por encima de su vida y milagros. No había nada que les indujera a recelar. La investigación quedó más o menos en suspenso.

Diez días después, una mujer presa de gran nerviosismo acudió a la casa-cuartel. Según refirió, había vuelto la víspera de la Península y al llegar a su casa la había encontrado vacía, es decir, sin su hijo, que se había quedado allí mientras ella estaba de viaje. Había esperado un día antes de denunciar su desaparición, porque a veces su hijo… En fin, los muchachos, ya se sabe. Pero ahora estaba convencida de que algo raro había ocurrido.

Anglada, que escuchaba con cierta desgana el relato de la mujer, demasiado impaciente y avasalladora para su gusto, le preguntó:

– ¿Recuerda cuándo fue la última vez que habló con su hijo? Por teléfono, o como fuera.

– Hace quince días. El mismo día que me fui. Lo llamé al llegar a Madrid.

– ¿Y luego nada?

– Lo llamé alguna otra vez, pero no debí de cogerlo en casa.

– ¿Y él no la llamaba?

– Huy, llamarme, él. Ni soñarlo. Los chavales son así.

– ¿Qué edad tiene su chaval?

– Veintidós.

– ¿Y cómo se llama?

– Iván. Iván López von Amsberg.

En ese momento, Anglada reparó en el aspecto extranjero de la mujer, sus ojos azul huevo de pato, su piel translúcida, sus erres un poco trabajosas. Por lo demás, hablaba con tan leve acento que había logrado despistarla.

Cuando Anglada le contó lo de la desaparición de aquel muchacho, el sargento Nava, por si acaso, se lo comunicó a los de Tenerife. Coincidía en el tiempo con el extraño asunto del BMW rojo, y nunca se sabía. Los de Tenerife, sin embargo, no le dieron impresión de hacerle mucho caso. Parecía otro tipo de desaparición, el niño mimado que no se lleva bien con la vieja. Si pasaban dos semanas más sin tener noticias suyas, empezaría a ser preocupante.

Pero no llegaron a transcurrir las dos semanas. Apenas se había cumplido una y media cuando un grupo de excursionistas, que se había salido de los senderos autorizados del parque nacional, descubrió en lo más profundo del bosque de laurisilva un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Era un varón, de entre veinte y veinticinco años, y según calcularía posteriormente el forense, debía de llevar unas tres semanas muerto. Pese a ello, Margarethe von Amsberg, antes de desmayarse, y con una frialdad que sólo podía explicar el aturdimiento, o la demencia que ya había comenzado a anidar en su cabeza, pudo reconocerlo como Iván, su hijo desaparecido.

Anglada, por quien supe todo lo que hasta aquí he contado, también me dijo que fue en el corazón del bosque, junto al cuerpo corrompido y maloliente, donde reparó en que para llegar allí había que tomar el desvío por el que aquella noche habían visto regresar al BMW rojo. Luego los análisis confirmaron que la sangre que había en el asiento del coche pertenecía al malogrado Iván, y la autopsia suministró una explicación contundente para el modo en que había abandonado sus venas: el tajo de cuchillo que surcaba su garganta de lado a lado, y que era, por lo demás, la única lesión que presentaba el cadáver. Anglada, que en la primera impresión me pareció una guardia lista y desenvuelta, añadió que desde entonces había adquirido la costumbre de tomarse muy en serio los barruntos de su compañero Siso.

Capítulo 2 LA RUTINA DEL VAMPIRO

La primera vez que vi el rostro del ex concejal y ex vicepresidente del cabildo insular Juan Luis Gómez Padilla fue en una fotografía de periódico. Era un rostro cansado, y sin embargo feliz. La fotografía se la habían tomado a la salida de la audiencia provincial de Tenerife, el mismo día en que el veredicto unánime de un jurado popular le había absuelto del asesinato de Iván López von Amsberg. Su carrera política ya había quedado hecha trizas y sus cabellos prematura y completamente encanecidos daban cuenta del infierno que acababa de atravesar. Pero su mirada, en aquella foto, era la de un hombre que vuelve a ver la calle sintiéndose libre. Y ésa, como sólo sabe quien durante un tiempo la ha perdido, es una gloriosa sensación.

La fotografía me la había facilitado mi nunca bastante reverenciado amo y señor, el comandante Pereira, dentro de un grueso expediente en cuya cubierta se leía el nombre del muchacho muerto. Mientras esperaba a que terminase de confirmar mis sospechas sobre por qué y para qué me ponía el paquete en las manos, comprobé la fecha del periódico y eché cuentas. Hacía once meses de la absolución. Dos años y tres meses del crimen. Lo que en la jerga de la unidad central solíamos llamar un asunto podrido. No es en absoluto inusual que nos lleguen muertos pasados de fecha, para eso somos los expertos, pero si encima ha habido un juicio y el sospechoso ha salido libre, nos encontramos en la modalidad más extrema de los asuntos putrefactos. Repasé deprisa mi comportamiento en el último trimestre, por si encontraba alguna torpeza o maldad que me hiciera acreedor a semejante castigo.

– Quiero que sepas que no me siento nada feliz pasándote esta patata -me confortó el comandante, disipando mis temores-. Lo hago porque antes me la han pasado a mí, y creo que tienes derecho a saber por qué.

– Bueno, parece evidente -me apresuré a deducir-. Una investigación fallida, dos años perdidos. Ése es nuestro negocio. Ya estoy resignado.

Pereira frunció la nariz.

– Sí y no. Hay un matiz peculiar, que creo que te conviene saber. Después del juicio, el caso estuvo un tiempo estancado. La gente de policía judicial de la zona se quedó jodida con el veredicto absolutorio, tenían otras tareas, o les dio pereza volver a remover la cosa. No me preguntes. Lo cierto es que durante un año no se ha hecho nada. La razón de la actual reactivación, y de que nos metan a nosotros, no es que de repente alguien haya sentido la llamada del deber o el escozor del orgullo profesional herido. Es mucho más simple. Resulta que la mujer del nuevo subdelegado del gobierno es prima de la madre del chico al que mataron. Y que lo que hasta hace un mes era una carpeta polvorienta que todo el mundo intentaba olvidar, se ha convertido en la prioridad número uno. Te lo digo para que tomes nota.

– Me doy por enterado, mi comandante -dije-. ¿Anda también interesada la prensa? Por saber hasta dónde y cuánto van a putearnos.