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Después de comer, fuimos a la caza de otros dos personajes cuyo testimonio cobraba un nuevo valor: Rufino Heredia y Juan Sandoval, los dos camellos cuyo nombre nos había facilitado Margarethe y a los que Chamorro, camuflada como periodista, había sonsacado acerca de las actividades ilícitas de su hijo Iván. Nos pasamos un buen rato buscándolos, en vano. Casi desesperábamos ya de encontrarlos cuando nos tropezamos, en mitad de la calle principal, con el que más nos interesaba de los dos. Se quedó mirando primero a Chamorro, luego a mí, y no supo cómo reaccionar.

– Hola, Johnny -le abordó Chamorro.

– Hola -repuso el camello, inseguro.

– Mira, te presento a mi compañero, Rubén.

Le tendí la mano, imperturbable. Varios segundos después, unos dedos titubeantes se dejaban apretar por los míos.

– Oye, nos apetecería hablar un momento contigo -dijo Chamorro, con una amabilidad encantadora-. ¿Puedes atendernos?

Johnny estaba hecho un lío. No sabía si mirar a aquella chavala que seguía pareciéndole apetecible, o al tipo antipático con el que de pronto aparecía; le daba mala espina, no podía ser de otro modo, y acabó diciendo:

– Yo, es que tengo prisa, me espera un colega y…

– Señor Sandoval -le hablé, imprimiendo a mi voz el tono más oficial y a mi gesto el aire más circunspecto-. Le ruego que nos conceda el tiempo que le pedimos. Sólo van a ser unos pocos minutos. Si quiere le acompañamos a donde está su amigo para que no se ponga nervioso esperándole.

Juan Sandoval, alias Johnny, quedó literalmente paralizado.

– ¿Quiénes son ustedes?

Ya que lo preguntaba, consideré que tenía que identificarme. Saqué mi placa, al tiempo que le sujetaba por el brazo.

– Guardia Civil -dije-. Pero no tema. No tenemos nada contra usted.

– Guardias. Joder, si seré gilip…

– Cálmese -le dijo Chamorro-. Sólo queremos saber un par de cosas más, aparte de lo que me contó el otro día.

– Pero, me cago en… Oiga, yo…

– Sólo una charlita por las buenas y luego se reúne con su amigo -insistí-. Si no, tendremos que hacerlo de otra manera. Ande, ahórrenoslo.

– Está bien -se rindió-. Pero vamos a apartarnos de aquí.

Departimos con él en el parque, cerca de la torre del siglo XV, donde a aquella hora no había ni un alma. Primero le convencimos de que no nos interesaban sus actividades, o lo intentamos, tratando de hacerle ver que con el cadáver caliente de una compañera lo último que nos ocupaba la atención era el trapicheo de hierba a que él se dedicaba. No le tranquilizó, claro, porque era consciente de la gravedad del asunto en el que sin querer se veía complicado, pero pareció, al menos, liberarle del temor a ser detenido. Y eso era lo que me interesaba, porque a diferencia de lo que me ocurría con Machaquito, prefería que aquel hombre no viera en mí una amenaza.

– Voy a intentar ser práctico y preciso, señor Sandoval.

Noté que mi manera de hablarle le descolocaba. Era una de las razones por las que me gustaba expresarme así con la gente como él.

– El otro día le dio a mi compañera un par de nombres -proseguí-. Hemos buscado a esas personas; no se preocupe, guardando total discreción acerca de la fuente que nos puso sobre su pista. Pero no hemos sido capaces de dar con ellas. ¿Tiene usted alguna idea de por dónde andan?

– Hará… Una semana que no he visto a ninguno de los dos. No lo sé.

– Me está siendo usted sincero, ¿no?

– Que no lo sé. De verdad. Y esto me está empezando a acojonar, si quiere que le diga. No debería soltar ni una palabra más, porque me parece que me lo voy a poner todavía más chungo de lo que ya lo tengo.

– ¿A qué se refiere?

– Mire, yo no sé si me vieron hablando con ella el otro día, o a quién le habrán ido con el cuento luego ustedes. Pero como sea, se ha enterado quien no debía y me han dado un aviso. Ahora lo pillo. Lo pillo que te cagas.

– ¿Qué aviso?

– Que no hablara con desconocidos. Me lo pasó un colega, así como el que no quiere la cosa. Que el ambiente estaba revuelto y me fuera con ojo.

– ¿Eso le dijo?

– Eso mismo.

– ¿Y cómo se llama ese colega?

– Mire, yo a un colega no lo vendo. Eso sí que no. Antes de eso, ya me pueden ir poniendo los cepos.

– Tranquilo. No queremos causarle ninguna molestia de ese tipo.

– Además, mi colega no es importante. Me diría lo que le dijeron.

– Lo que le dijo quién. ¿El Moranco?

– No sé si él. Puede, pero no hace falta. El Moranco no está solo. Él solo no movería tanto como mueve.

– ¿Mueve mucho, el Moranco?

– Que si mueve. Como que le lleva la tienda al rey del mambo.

– ¿Y quién es el rey del mambo?

Johnny sudaba tinta.

– Hostia, sargento, yo no le he dicho nada. Ni mucho menos lo que le voy a decir ahora. Además, esto no lo sé. Es lo que he oído.

– Tranquilo.

– No le voy a dar el nombre de nadie. Sólo le voy a dar el de un hotel. Todo tiene un dueño. Si son listos, con eso les sobra.

– Di.

Lo dijo en voz tan baja que casi no pudimos oírlo.

– Y no han hablado conmigo. Que me cae la ruina.

– No te preocupes. Esta conversación no ha existido.

– Por sus niños, si los tiene.

– Te lo prometo.

– Y ahora me abro, que ya me la he jugado bastante.

Se levantó y echó a andar.

– Juan -le detuve.

– ¿Qué? Deprisa, por favor.

– Si en algún momento teme, pida ayuda. Pregunte por mí. Vila.

– Ya tendré que estar muy jodido.

– Bueno. Tenga cuidado, de todas formas.

– Gracias por el consejo. No dé el cante usted, eso es lo principal.

Se esfumó a toda velocidad. En ese momento vi en el reloj que se nos había echado la hora encima. Eran las siete menos cinco, y teníamos el tiempo justo para no faltar a la cita que habíamos concertado por la mañana. Llegamos a las siete un poco pasadas, y aguardamos hasta las siete y veinte. A esa hora, me di por vencido. Chamorro había ganado la apuesta.

Capítulo 18 UNA SOLA DIRECCIÓN

Pasaban un par de minutos de las siete y media cuando nos reunimos con Azuara y Morcillo en un bar de la plaza. Su informe, después de varias horas y media docena de entrevistas, podía resumirse muy brevemente, y Morcillo, que no era propensa al derroche, obró en consecuencia:

– Nadie conoce a esa rubia. Fuera cual fuera la relación entre los dos, creo que tenemos que deducir que era muy reciente.

Medité sobre esa idea, y sus posibles implicaciones de cara a la investigación. Si ninguno de sus amigos había visto nunca a Iván con aquella chica, si la única que podía reconocerla, y no con seguridad, era Desirée, que estaba además en La Palma, parecía evidente que aquélla no era una pista llamada a ofrecer resultados inmediatos. Y había otra que estaba mucho más caliente. Decidí olvidarme por el momento de la rubia y concentrar todos los esfuerzos en lo que ahora me quemaba. Les puse en antecedentes:

– Nosotros hemos dado con algo, aunque todavía lo tenemos que confirmar. Parece que el Moranco es más importante de lo que hemos creído hasta aquí, y que está en relación con otro pájaro más importante aún. Da la impresión de que no nos hemos enterado de nada hasta ahora porque alguien ha impuesto una ley del silencio que alcanza a nuestros propios confidentes. Hace media hora quedamos con uno que ha faltado a la cita.

Morcillo me escuchaba con atención. Nunca había sido partidaria del móvil del ajuste de cuentas entre traficantes, pero eso no quitaba, interpreté, para que lo asumiera disciplinadamente si su superior se lo pedía.

– Chamorro y yo vamos a seguir un hilo que acaban de darnos -continué-. Lo que quiero que hagáis vosotros es moveros por todas partes, preguntando al mayor número posible de gente por el Moranco y la Cheli. Empezad por el local que tienen en las afueras, que ahora estará ya concurrido de clientes. Y luego seguid por los sujetos de la lista que os va a pasar Chamorro. Pero no dejéis de preguntarle a cualquiera, en cualquier bar. Y sacadle la placa a todo el mundo, y si a alguno lo veis nervioso le dais caña. Quiero que en toda la puta isla se sepa que la Guardia Civil está buscando a esos dos.

– A tus órdenes, mi sargento -acató Morcillo.

– Pero por favor, tened cuidado. Que uno pregunte y el otro ande atento y cubriendo siempre las espaldas.

– Descuida. Aquí éste, además de buena vista, tiene buen oído.

– Pues en marcha.

Morcillo, siempre seguida por Azuara, subió al coche y lo puso al instante en movimiento. Aunque no conducía tan al límite como Anglada, tampoco se andaba con melindres. Al pensar en Ruth, una ráfaga de recuerdos vino a turbar mi serenidad. Pero me la sacudí en seguida y cogí el teléfono.