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Llamé al teniente Guzmán, para ponerle al corriente de los últimos acontecimientos. En eso habíamos quedado, de forma que él, a su vez, pudiera tener siempre informado al subdelegado del gobierno, en caso de necesidad. Después de hacerle el resumen de noticias, le pregunté si por casualidad sabía quién era el propietario del hotel que nos había dicho Johnny.

– Ni idea, Vila -respondió-. Eso, alguien de la propia isla.

– Bueno, le preguntaré a Nava.

– Lo que parece es que os está cundiendo -dijo.

– A ver, mi teniente. Yo no afirmo nada hasta que no lo compruebe.

– ¿Te hacen falta refuerzos? El subdelegado del gobierno me ha dicho que moviliza lo que le pidamos.

– No, creo que con los que estamos aquí es suficiente.

Tu gente es buena, aunque eso no hace falta que te lo cuente yo.

– Te agradezco que me lo cuentes, en todo caso.

– Seguimos. A tus órdenes.

– Espera un momento, Vila. ¿Puedes?

Por espacio de unos diez segundos, se hizo el silencio en la línea, apenas roto por el rumor de alguien que hablaba con Guzmán en voz no muy alta.

– Acaban de pasarme un fax -regresó la voz de Guzmán-. Te va a gustar lo que dice. Es del laboratorio, en Madrid. Coincidencia morfológica y de color entre las dos muestras de cabello. La de hace dos años y la de ayer. El análisis de ADN tardará un par de días, pero nos dan esperanzas. Por lo que se ve, han podido extraer del bueno en alguna de las muestras.

No dije nada. Debía asimilarlo, aún. Si era cierto lo que Guzmán suponía, teníamos la firma del asesino. Siempre puede obtenerse del cabello ADN mitocondrial, pero eso sólo sirve para descartar al sospechoso, en caso de divergencia, o para dar una alta probabilidad, en caso de que coincida. Sin embargo, si hay ADN del que Guzmán llamaba bueno, es decir, nuclear, lo que requiere que el cabello no sólo tenga la raíz, sino también que al desprenderse se encuentre en unas condiciones determinadas, la identificación puede realizarse con una probabilidad superior al 99,9 por cien.

– ¿Qué te parece? -preguntó.

– Que andamos de suerte -opiné-. Que no es tan listo. Y está nervioso.

– Dale, Vila. Le estás pisando los talones. Ahora no cabe duda.

Apenas perdí un minuto en comunicarle la noticia a Chamorro y celebrarla. Marqué el número de la casa-cuartel, pero cuando iba a llamar, mi teléfono móvil se apagó súbitamente. Tardé en comprender lo que había pasado.

– Batería a cero. Déjame el tuyo -le pedí a Chamorro.

Mi compañera, antes de entregarme su aparato, tuvo que encenderlo. Seguía llevándolo desconectado, ya sabía por qué. En cuanto volvió a la vida, se puso a pitar desaforadamente. Tenía un montón de mensajes.

– Pasa de ellos -dijo, mientras me lo tendía-. Luego los borro.

Iba a marcar otra vez el número de la casa-cuartel cuando experimenté una repentina iluminación. Saqué mi cartera y rebusqué en ella hasta encontrar la tarjeta en la que el ex concejal me había apuntado su teléfono.

Le llamé. Mientras sonaba el tono, le dije a Chamorro:

– Acaba de ocurrírseme un atajo.

Mi compañera escuchaba intrigada.

– Sí -atendió la llamada el propio Gómez Padilla.

– Juan. ¿Cómo está usted? Soy Vila, el guardia.

– Ah, sargento. Cómo está. Mal, supongo. No sé qué decirle que no sea inútil. Imagino que ha sido un golpe duro.

– Ya ve. Pero estamos tratando de remontarlo, no nos queda otra. Y a lo mejor nos puede ayudar.

– Si puedo, lo haré. No lo dude.

Le di el nombre del hotel que nos había dicho Johnny.

– Lo conozco, sí, ¿qué pasa con él? -inquirió.

– ¿Conoce también a su dueño?

– Un poco, sí. Es difícil no conocerle.

– ¿Y diría que ese hombre le aprecia?

Gómez Padilla se tomó aquí un instante, antes de responder.

– No, no lo diría. ¿Adónde quiere ir a parar?

– No se lo puedo decir aún. Pero le agradecería que me facilitara el nombre de ese individuo, me contara lo que sepa de su vida y milagros y, si no es abuso y dispone de alguna información, me indicara dónde cree que podría encontrarlo en caso de que quisiera hablar ahora mismo con él.

El ex concejal, llegado a este punto, no podía dejar de sacar conclusiones. Era el riesgo que corría, pero creí que merecía la pena. Por lo pronto, Gómez Padilla accedió a mi petición. Cuando me despedí de él, apenas diez minutos más tarde, tenía en la cabeza un perfil, si no fiel (eso debería contrastarlo, como todo), sí bastante pormenorizado de aquel tipo. Y tenía también una dirección, la de su presunto centro de operaciones.

– ¿Qué? -casi me imploró Chamorro, devorada por la curiosidad.

– Se llama Pascual Pizarro, aunque los amigos, como los enemigos, prefieren llamarlo PP. Es promotor inmobiliario, hotelero, tiene una empresa de transporte marítimo. Gómez Padilla le denegó licencias para algunas tropelías en el litoral. Un par de ellas las está haciendo, ahora.

– No entiendo nada -dijo Chamorro-. ¿Y qué podría tener que ver alguien así con todo esto? ¿No estarán tratando de despistarnos?

– No lo sé, Chamorro. Estoy pensando demasiadas cosas a la vez como para poder elegir una y decírtela. Me ha dado una dirección donde cree que podemos encontrarle. Vamos allá y le probamos el temple.

– ¿Tú crees?

– No perdemos nada.

– A lo mejor es peligroso.

– Pues montamos la pistola antes de llamar. Y ya sabes, serenos en el peligro, que es lo que nos toca por ser tan capullos y meternos a esto.

El móvil de Chamorro empezó a sonar.

– Oh, no -dijo.

Examiné la pantalla del aparato. Indicaba el número desde el que estaban haciendo la llamada. Se lo mostré.

– ¿Es él?

– Apágalo, anda.

Me quedé mirando el número. Apreté la tecla de descolgar.

– ¿Qué haces? -susurró Chamorro.

La tranquilicé con la mano.

– Dígame -respondí.

– ¿Virginia?

No me gustaba su voz, aunque eso ya podía preverlo. Denotaba la falta de estilo y de discernimiento que caracteriza al varón desairado.

– ¿Quién es usted? -pregunté, calmosamente.

– ¿Quién es usted?

– ¿Va a repetir todas mis preguntas?

– Quiero hablar con Virginia, ¿quién coño eres tú?

No respondí en seguida.

– Para ti, si no aprendes modales, el aliento de Satanás.

– ¿Qué?

– Voy a explicarle una cosa, cabo. Conozco su nombre, el de su unidad, el de su jefe y el del jefe de su jefe. Y me permito recordarle que el uniforme que todavía le dejan vestir le exige, si recuerda usted la cartilla que debió estudiarse, no recurrir jamás a vejaciones, malas palabras ni malos modos. Eso incluye abstenerse de molestar a las personas que no desean tratarle.

– ¿Con quién estoy hablando?

– Mire, cabo, escúcheme porque sólo se lo diré una vez. Valore la importancia que tiene para usted estar dónde está y hacer lo que hace. Porque si vuelve a marcar este número le garantizo que se le acabará y tendrá que emplearse de matón en un puticlub de carretera comarcal. Buenas tardes.

Corté la comunicación y le devolví el teléfono a Chamorro. Lo cogió sin articular palabra. Me encogí de hombros.

– Si es un psicótico, la he cagado -admití-. Pero si sólo es un mierda, como me parece, ese teléfono tuyo no va a volver a sonar.

Chamorro se quedó mirando el aparato mientras lo sujetaba con dos dedos, como si manchase o quemara.

– Dios te oiga -deseó.

– Si vuelve a llamarte, dímelo, y le fundo los plomos. Hay mil maneras de hacerlo, aunque mida uno noventa. Ten en cuenta que llevo una pila de años tratando con gente que se carga a otra gente. Torres más altas han caído, a manos de enemigos más pequeños. Me sé todos los trucos.

Chamorro meneó la cabeza.

– Estás como una cabra. Y hasta ahora no me había dado cuenta.

– Tranquila -dije-. No le mataré si no es imprescindible. De hecho, prefiero que viva, para que pueda sufrir el martirio de estar consigo mismo.

– La verdad, no sé si me ha salido el mejor defensor.

– Confía en mí -le pedí, ahora en serio-. Si no está loco, sólo se trata de quitarle la sensación de que le sale gratis darte la tabarra. En cuanto no se sienta impune, se achantará. Y si está loco, habrá que averiguarlo y andar atentos, para encerrarlo en un cuarto acolchado o ponerlo a hacer cestos de mimbre antes de que pueda perjudicar a alguien.

– No lo imagino haciendo cestos de mimbre, la verdad.

– Seguro que los hace divinos, bien apretaditos, con esos dedos fortalecidos por el uso diario de la porra.