– Gracias. Me anima, sí. Sin embargo, con lo listo que eres, o con tu buena memoria, no aciertas en todo. Es verdad que cometimos un error fatídico. Pero el error fue otro, e involuntario. Coger a un idiota para que pase mercancía no es un error, necesariamente. Lo es que el idiota te conozca, y sepa quién eres y que trabaja para ti. Y de eso la culpa no fue nuestra, sino de un gilipollas al que espero que enganchéis pronto, si no ha caído ya.
– El Moranco.
– Bingo. No sé por qué vino con ese niñato a una cita a la que debía haber venido solo. Luego nos dijo que por comodidad, porque se le había cascado el coche y el otro lo trajo en la moto. El caso es que el niñato nos vio. Y nos llegó la onda de que, a partir de ahí, empezó a darse importancia.
– No me cuentes más.
– Sí, claro que te cuento más. Tampoco era una tragedia. Cosa de darle un susto y hacerle entender de qué iba el negocio. No es la primera vez que se presenta ese problema, y no hay por qué resolverlo en plan carnicero.
– Pero…
– Pero ella se adelantó, tío. Así, como te lo cuento. Antes de que yo pudiera encauzarlo de forma razonable, zas. Asunto liquidado.
Sacudí la cabeza enérgicamente.
– No puedo creerte, ni así me lo jures. Todo tiene un por qué. Y por más que me lo digas, aquí sigo sin ver por qué ella iba a hacer lo que tú no.
Nava abatió la mirada.
– Yo también sigo sin verlo. En el primer momento, pensé que estaba loca. Luego, cuando me contó lo que había pasado aquella tarde…
– Y qué había pasado -preguntó Chamorro, reticente.
– En principio, nada anormal para ella. El chaval estaba de buen ver, no voy a negarlo, y Ruth no se andaba con muchas gaitas para estas cosas. Lo sé por experiencia personal. Y como yo, muchos otros. Su teniente Guzmán, sin ir más lejos. El caso es que se hizo la encontradiza con él.
No estaba nada seguro de querer seguir escuchando su relato. Pero tampoco podía detenerle. Si amarga era la verdad, amarga debía beberla.
– En fin, después de darle un poco de conversación, y de calentarlo un poquito, me imagino, lo llevó al chalet que teníamos para… Bueno, para utilidades diversas. El chaval la siguió como un cordero. Sin embargo, una vez allí, debió de portarse de una manera un poco especial. Algo debió de hacer que a Ruth no le gustó demasiado. Era una chica abierta, pero con tendencia a querer llevar la voz cantante. Pon que el chico no se percatara, y se pusiera inconveniente o un poco tonto. Pon que hiciera algo de fuerza, o que se descolgara con alguna grosería. No lo sé. El caso es que todo eso se debió de juntar en el cerebro de ella con alguna otra cosa, y explotó. El cuerpo estaba en la cocina, caído junto a una mesa. Sobre la mesa había una papelina con dos rayas. El cuchillo era uno de la cocina, el primero que encontró. El chaval estaba ocupado en algo que le exigía atención, y eso le dio ventaja. Pero nuestra Ruth tuvo que decidirlo y hacerlo muy rápido.
Si era un cuento, tenía la contundencia y la meticulosidad suficientes para acreditar a Nava como un fabulador bastante capaz.
– Luego me llamó. Y cuando me presenté allí y lo vi, sólo me dejé arrastrar por lo que ella propuso. En algún momento, sí, pensé en detenerla. Mientras limpiábamos la sangre, mientras lo preparábamos todo, pasó por mi cerebro la única idea sensata, ponerle unas esposas, entregarla, y aceptar que la función también había terminado para mí. La expulsión del Cuerpo, la cárcel, y después la nada. Si hubiera estado solo, lo habría aceptado. Pero acababa de conocer a otra mujer. Y ella estaba embarazada de dos meses, íbamos a casarnos. Quise ser yo el que cuidara de esa criatura. O la usé como pretexto, para cuidar de mí mismo. Ponlo como quieras.
– No estoy aquí para juzgarte -le aclaré. En definitiva, no era el primer hombre que perpetraba una infamia invocando una buena intención.
– En cuanto hubimos limpiado todo, volvimos al puesto. Ruth entraba de turno a las doce. Mientras ella salía de patrulla con Siso, yo dije que me iba por ahí a tomar unas copas. Hice unos cuantos viajes. Primero en mi coche hasta el chalet donde seguía el cuerpo. Luego en la moto del chico hasta las inmediaciones de la casa del concejal. El BMW estaba aparcado fuera, me costó poco hacerme con él. De nuevo vuelta al chalet, esta vez en el coche del concejal, y de allí, ya con el chico, al parque. Abandoné el BMW no demasiado lejos del chalet y fui andando a recuperar mi coche. La moto la recogimos y la llevamos a la casa del chico al día siguiente. Sabíamos que no estaba la madre y que no había prisa. Fue un poco laborioso, pero cuando estuvo hecho, creí que todo había salido a pedir de boca. Entonces pensé que si la hubiera detenido habría hecho el primo. A fin de cuentas, yo no había matado a nadie. Y de momento, había logrado alejar el problema.
Nava se interrumpió, apenas un instante. Luego siguió:
– Pero algo me decía que era sólo eso, una prórroga. Que todo se acabaría viniendo abajo algún día. Siempre conté con ello. Por eso no me puse tan nervioso como Ruth, cuando vinisteis. Aunque verle las orejas al lobo no es reconfortante, yo ya lo esperaba. Sabía que era demasiado difícil mantener el engaño, si venía alguien que le pusiera voluntad y paciencia. Sabía que algo fallaría. Aunque controlásemos a los confidentes, aunque os diéramos pistas falsas, aunque supiéramos en todo momento por dónde ibais.
– Estuvisteis cerca de saliros con la vuestra -dije.
– No lo creo. Vosotros no teníais más que hacer vuestro trabajo. Nosotros teníamos que mantener el tipo contra viento y marea. Y costaba.
Me acordé, cómo evitarlo, de Ruth, a lo largo de todos y cada uno de los días de aquella semana. Sí, en algún momento la había visto perder la compostura. Pero nunca hasta el extremo de permitirme vislumbrar cuáles eran las verdaderas razones de su comportamiento. Se las había arreglado siempre para que yo pudiera imputarlo a cualquier otro motivo. Y en cuanto a Nava, aunque él lo había tenido más fácil, otro tanto podía decirse. Para su mala cara no había pensado en otra causa que las noches que le daba su hija, y para explicar su bronca actitud durante aquella cena, tampoco se me había ocurrido nada más que el vino al que él la había achacado.
– Sobre todo -prosiguió-, le costaba a ella. Cuando me daba novedades, normalmente por las noches, podía notar que estaba desquiciada. Y a medida que avanzaban los días, iba a más. Olí que iba a pasar algo, y que iba a ser ella la que lo provocase. Vi que reventaría en cualquier momento.
Mientras le escuchaba, me sentí ciego, sordo, imbécil. Por haber estado con aquella misma mujer, esos mismos días, y haber mostrado tal incompetencia para descifrar sus gestos, sus reacciones, sus ausencias.
– Lo que no me imaginaba era hasta qué punto iba a reventar. La gota que la desequilibró fue lo de la hija del concejal. Confirmar que la había visto. Que la podía reconocer. Ahí, Vila, sí que perdió la cabeza.
– Por qué dices eso. Qué hizo.
– Vino a verme, desencajada. Nos fuimos a dar una vuelta con el coche. Intenté tranquilizarla. Incluso me atreví a plantear si no debíamos rendirnos. Le sugerí que podía huir, perderse por Sudamérica, o por donde fuera. Me miró como si estuviera trastornada. Me insultó. Me dijo que ni se me ocurriera pensar que me iba a salir de aquello. Que me tocaría lo que a ella le tocase, que lo que había hecho había sido en beneficio de los dos.
Nava parecía ahora exhausto. Me di cuenta del esfuerzo que le suponía.
– En resumen -siguió-, había tenido una idea: matar a la chica. Eliminar al testigo, enfollonarlo todo aún más. Y había pensado quién tenía que ser el ejecutor. Ella estaba con vosotros. No podía ir a La Palma. Me lo expuso así, con esta misma sencillez con que te lo estoy contando ahora. Y yo, qué quieres que te diga, me reí. Le respondí que no. Que yo no mataba a nadie. Y menos a una pobre chica que sólo recordaba vagamente una cara.
No quería creer nada de lo que estaba oyendo, por demasiados motivos. Quería interpretar que Nava se estaba montando una película fabulosa, para librarse de aquello de lo que menos podía proclamarse inocente. Pero recordaba palabra por palabra mi conversación telefónica con Ruth, después de interrogar a Desirée; lo que le había contado yo, lo que ella me había preguntado. Sentí que empezaba a dolerme insoportablemente la cabeza.
– Lo que vino después -dijo-, fue muy confuso. Sé que ella sacó la pistola, que me gritó, que me amenazó. Sé que la cogí. Que intenté quitársela. Que se disparó. Y sé que nadie me va a creer, ya te lo dije antes. Por eso me comeré los veinte años, como Dios. Pero no voy a dejar de negarlo, mientras me quede aliento. Yo no la maté, ni quise que muriera. No habría podido quererlo. Hasta el final, aunque ahora veo que con bastante poca fortuna, lo único que quise fue protegerla. De lo que había hecho y de lo que podía caerle por ello. Y también, por encima de todo, de sí misma. Ahí fue donde la cagué. No comprendí que mi enemigo podía más que yo.