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Chamorro se volvió hacia mí, con un gesto expresivo. Asentí. Ya estaba. Ésa era la historia que aquel hombre iba a sostener. Ya se la habíamos arrancado. Ahora podíamos creerla, o no. Pero la historia estaba ahí. No estaba peor construida que otras. Y nos bastaba para hundirle.

– No quiero dejar de preguntártelo, Nava -me sinceré-. Aunque me digas que no es asunto mío, y que no me quieres responder. No lo hagas si no quieres. Pero me intriga, de veras. Hace algunos años juraste defender lo que tú sabes. Por qué coño te pasaste al bando de enfrente. Para qué.

Las lágrimas volvieron a brillar en los ojos del sargento primero.

– No dejé de defender lo que juré defender, a pesar de todo -aseguró-. Si he podido ayudar a alguien, no he dejado de hacerlo. Pero a la vez me pasé al bando de enfrente, sí. No es tan raro. Los demonios, a fin de cuentas, fueron antes ángeles, ¿no? A todos nos tira lo que combatimos. Y cuando peleas contra alguien, te haces en cierto modo como él. Miente el que dice que nunca ha tenido la tentación. Yo la tuve, y caí. Eso es todo.

– ¿Por dinero?

– El dinero ayuda, claro. Hace que compense.

– ¿Y qué compraste con él?

– Algún capricho. El chalet. Un coche un poco mejor. Pero tuve cuidado, el chalet no está a mi nombre, y nunca fui por ahí regando billetes. La ostentación es el cepo en el que se pillan los dedos los pardillos. Casi todo está ahorrado. Pon que lo que quise comprar fue un futuro menos incierto.

Había una pizca de sorna, en aquello del futuro menos incierto. Quise entender cómo era posible que un hombre se despeñara así. Hasta el punto de hacer chistes mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

– Sé lo que piensas -dijo-. Tú eres un incorruptible. Conozco el percal. Tengo uno a mis órdenes desde hace muchos años. El bueno de Siso. Pregúntale por qué es guardia. Te hablará del orgullo de llevar el uniforme, del espíritu de servicio, del honor del Cuerpo. Y se le pondrá la carne de gallina mientras te lo dice. A ti te veo un poco menos pánfilo. Pero el resultado práctico es el mismo. Por lo que sea, te has convencido de que tienes un deber que cumplir y sigues adelante, contra viento y marea. También eres un crédulo, aunque de otra especie. Y al final, él y tú, sois lo mismo. Honrados tontos útiles, limpiándole las porquerizas al señor marqués. Que ahora no se hace llamar marqués, ni siquiera exige siempre que le llames señor, pero que después de todo viene a ser lo que siempre ha sido. Para él trabajas, mientras te crees un salvador de la humanidad y un servidor de la ley.

Le escuché con gesto beatífico. No pensé que quisiera insultarme.

– ¿Has llegado a creer que eres mejor que Siso? -pregunté.

– No. Claro que no. Sé que soy mucho peor que él.

– ¿Más listo, entonces?

– Menos iluso, nada más.

Medité sobre sus palabras. No quería responderle de cualquier modo. No porque sintiera la necesidad de preservar ante él mi vanidad. Nava estaba rendido, acabado, roto. No había nada que proteger de él. Más bien sentí una responsabilidad ante Siso y ante todos los que creían en lo que hacían. Yo no era quién para hacerles de portavoz. Pero me pareció que lo era.

– Pues no sé, Nava -dije-. Pero dudo mucho que la gente como tú sea más lista que la gente como Siso. Ni siquiera la gente como tú a la que le sale bien la jugada. Le llamas tonto, a Siso. Pero tú también eres tonto. Y yo. Todos lo somos. De todos, quien nos conociera y pudiera juzgar nuestra vida de cabo a rabo, acabaría diciendo: mira, qué tontería, y qué se creería que estaba haciendo. Eso no tiene vuelta de hoja. Así acabamos todos.

Nava me calibró con la mirada, escéptico.

– En fin, tal y como yo lo veo -continué-, la cuestión no es empeñarse por encima de todo en no ser un tonto útil. Sino tratar de impedir que tus actos te conviertan en un tonto inútil o en un tonto perjudicial.

– Y eso por qué.

– Porque son pocos los hombres que han nacido para hacer daño y convivir tranquilamente con ello. Si es que hay uno solo.

– Debo entender que no me consideras un malvado, entonces.

– Hablando en serio, Nava. ¿Qué es un malvado?

– Creí que tendrías tu concepto de eso.

– Pues no -contesté-. He conocido a gente que hacía el mal, por supuesto. Pero no estoy seguro de haber conocido a ningún malvado. He conocido locos, inconscientes, estúpidos, cobardes, soberbios, ambiciosos, débiles, imprudentes. Pero malvados, lo que se dice malvados, no. Todos se buscaban una excusa para convencerse de que las circunstancias los habían llevado ahí. Un malvado no se busca excusas. Hace daño y se queda tan ancho. Te he oído unas cuantas excusas, esta noche. Así que no; no me das la talla.

– Deberías haberte hecho cura, Vila. Me siento como si acabara de confesar, pero en el confesonario. Y mira si hace años que no lo uso.

– Ríete. Pero hay algo que tú sabes que es verdad. Quien pierde la vergüenza, ya no la recobra nunca. Sólo hace falta perderla una vez. Luego, ya va todo cuesta abajo. Búrlate del que se empeña en ser honrado, como Siso. Pero sabes que te lleva esa ventaja. La vergüenza. Que le da una fuerza que a ti te falta, y que le protege de hacer las idioteces que tú has hecho.

Nava hizo memoria. Después, con pulcra exactitud, recitó:

– El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás.

– Veo que no es que no lo recordaras.

– Es enternecedor, Vila, que te creas lo que ya no se cree nadie. Que no te fijes en quién escribió eso, y para qué lo escribió. Tú, un universitario.

Si pienso en mí mismo, tiendo a considerarme cualquier cosa menos un creyente. Pero también esto, como todo lo demás, resulta relativo. Al lado de la de Siso, mi fe dejaba muchísimo que desear. Pero al lado de la de aquel hombre extraviado en el corazón de su laberinto, era mucha. Y aunque he sido educado en la duda (hasta considerarla el cimiento de cualquier forma de civilización) y mi oficio me obliga a practicarla sistemáticamente, me sorprendí a mí mismo dándole a Nava una réplica categórica:

– La verdad es la verdad, la diga quien la diga y para lo que la diga.

– Amén -se burló-. Oye, estoy molido. ¿No vas a llevarme al calabozo para que pueda echar una cabezada, antes de seguirme torturando?

– No te preocupes. Ya deben de estar al llegar.

Llegaron, sí. Media hora después, en el todoterreno que nos llevaba hacia el puesto, aprovechando que Chamorro había subido a otro vehículo y que los dos GRS que nos acompañaban no estaban muy al corriente del caso, me permití hacerle a Nava una proposición no del todo ortodoxa.

– No lo hagas. No le eches mierda encima. Está muerta.

– Por eso mismo, Vila. Qué más le da. Y no voy a decir nada más que la verdad. Así que puedo hacerlo con la conciencia bien tranquila.

– Apiádate de sus padres.

– Lo siento por ellos. Pero yo tengo una hija. Acepto que piense que su padre no fue tan honrado como debía. Pero no que es un desalmado.

– Sabes que no te va a servir de nada.

– Me sirve para lo que te acabo de decir. Y tú no deberías estar pidiéndome esto. Tu misión es que resplandezca la verdad y la justicia. Pues nada, aquí sí que puedes contar conmigo. Y no me incites al mal…

– No vas a hacerle bien a nadie, acusándola. No será nunca un hecho probado de una sentencia. Sólo algo que quedará insidiosamente ahí.

– No te canses, Vila. No tengo más remedio. Ella hizo lo que hizo, y sus padres tendrán que afrontarlo. Mi hija va primero. Lo siento.

Comprendí no sólo que no había ninguna posibilidad de convencerle, sino que en la práctica, iba a ser muy difícil arreglar que ella quedara al margen. Por otra parte, recordé que también Iván tenía una madre, y Margarethe von Amsberg, algún derecho a saber la verdad. Pero por un momento, no pude evitarlo, pensé que tener a un culpable encarcelado ya la confortaría, y que la verdad pura (concediendo que fuera la que Nava decía que era) no le resultaba indispensable. En fin, quizá pensaba así porque era lo que quería pensar. Tanto daba, en todo caso. Lo que hubiera de ser, sería.

Llegábamos frente a la casa-cuartel cuando Nava, acaso presintiendo que no volveríamos a estar solos, me dijo en voz baja:

– Aunque de esto sí que no pienso contar nada, quiero que sepas que lo sé. Y quiero que sepas también, porque es justo, que lo sé porque lo he adivinado. Ella nunca me lo dijo. Lo que eso signifique, tú lo interpretarás.

También sabía otra cosa Nava: que yo no iba a preguntarle qué era eso que sabía. Así que nada le pregunté. Y nunca volvimos a hablar de ello.