– Me hace sentir mal, cuando la recuerdo -confesó.
– ¿Por qué?
– Por haberla odiado así. Sin darme cuenta de que estaba enferma. De que la pobre no era responsable de lo que hacía.
– ¿Eso crees?
Chamorro asintió.
– Estoy convencida. Ahora entiendo todo lo que en su día era incapaz de entender. Me vienen a la memoria muchas cosas, porque yo conviví durante una buena temporada con ella. Y todas me llevan a lo mismo. Vete a saber por qué estaba desequilibrada. Pero lo estaba, desde luego.
– No sé -repuse-. Hablar de trastorno o de desequilibrio mental es muy complicado. Todos tenemos alguno. Y no por ello dejamos de ser responsables de lo que hacemos. Lo que sugieres es que Ruth era incapaz de controlar sus actos. Preferiría creerlo así, desde luego. Pero lo dudo.
A Chamorro la sorprendió mi apreciación. Acaso esperaba que fuera más indulgente que ella con Ruth. Pero no podía serlo, aunque hubiera querido. Y no podía, tampoco y sobre todo, esconder lo que pensaba a mi compañera de fatigas. No tengo muchas certezas, pero hay algo que mientras me alcancen las fuerzas trataré de honrar siempre: la lealtad a quien soporta contigo, codo con codo, el barro y el polvo de la misma trinchera. Aunque uno nunca termina de saber si es justa o verdadera la causa por la que lucha, lo que está fuera de cuestión es la indignidad de quien da la espalda al que tiene a su lado.
No nos emborrachamos, pero casi. Tomamos varias copas más, picamos algo y acabamos bailando en un tugurio de salsa; he de reconocer que ella con bastante más prestancia que yo. Es posible que en algún momento de la noche, relajado por el alcohol, llegara a concebir, lo admito, alguna ilusión improcedente. Pero tenía demasiado reciente cierto descalabro como para dejarla prosperar. No iba a caer, precisamente entonces, en aquello de lo que me había cuidado de caer durante tres años. A eso de las doce nos fuimos al hotel y cada uno durmió en su habitación, como correspondía.
Al día siguiente cogimos el avión de vuelta a Madrid. En el aeropuerto, poco antes de que tuviera que apagar el teléfono, recibí una llamada.
– Hola, sargento -dijo una voz masculina.
– ¿Quién es? -pregunté, aún levemente espeso por la resaca.
– Juan. Gómez Padilla.
– Ah, hola, ¿cómo está?
– Agradecido. Y asombrado, para serle sincero.
– ¿Por qué?
– Por muchas cosas. Me asombra que no les haya temblado el pulso. Que hayan reconocido el error. Y lo exquisitos que han sido. Quería darle las gracias especialmente por haberse ocupado de proteger a mi hija.
– No tiene que agradecerme nada. Hicimos lo que teníamos que hacer. Somos nosotros quienes tenemos que estarle agradecidos a ella.
– También por eso les doy las gracias yo a ustedes. Es el primer acto de madurez y de responsabilidad de su vida, que yo sepa. Sólo espero que no corra demasiado peligro por haber colaborado con la justicia.
– Lo dudo, la organización está completamente desarticulada y ella no es indispensable para incriminar a los responsables. No tiene por qué pasarle nada. Pero si en algún momento temen ustedes algo, llámeme.
– En fin, sólo quería decirle que por razones obvias ha sido para mí una suerte haberle conocido. Y que lo celebro.
– Igualmente, Juan.
Colgué con aquella sensación contradictoria en la que vivía desde la antevíspera. La de haber alcanzado el objetivo y a la vez haber fracasado estrepitosamente. Miré a Chamorro y me apresuré a desconectar el teléfono.
– Lo apago -dije-. Si puedo hacerte una confidencia íntima, no quiero que nadie más me felicite ni me dé las gracias. Por lo menos durante un rato.
Mi compañera sonrió en silencio.
A partir de ahí, todo siguió su curso rutinario. Se hicieron algunas detenciones más, entre ellas las del Moranco y la Cheli, que se habían escondido en Tenerife, y acabó habiendo un juicio en el que tuve que testificar y que sirvió para suministrar material escandaloso a los periódicos durante unas cuantas semanas. Entre otras preguntas antipáticas, tuve que responder a la de si en mi opinión Ruth había podido ser la autora material de la muerte de Iván López von Amsberg. Y tuve que hacerlo aguantando a la vez el implacable escrutinio del ingenioso abogado de Nava y las miradas fijas del brigada Anglada y de Margarethe, a quienes tenía perfectamente localizados en la sala de audiencias. No era la primera vez que me veía declarando ante un tribunal, así que no caí en la encerrona del letrado. Respondí, alto y claro, y sin violentar mi conciencia, que no estaba en condiciones de afirmar el hecho que se me planteaba. El abogado quiso obligarme a decir lo que buscaba, esto es, que Ruth había podido ser la asesina, pero me negué hasta que el presidente del tribunal le amonestó y le dijo que el testigo ya había respondido a su pregunta. Luego me atacó por el otro flanco que resultaba previsible: si podía afirmar taxativamente que el sargento primero hubiera asesinado al chico. Me limité a recordar que las pruebas respaldaban que él se había deshecho del cadáver. Y por más que lo intentó, tampoco me sacó de ahí. Ni él, ni tampoco el fiscal. No siempre es fácil, y aquella vez no lo fue en absoluto, pero cuando salí a la calle, una vez concluida mi intervención, creí que había hecho lo que debía. Con el corazón y la cabeza lo creí.
No asistí a más sesiones del juicio que aquéllas a las que se me citó, y en éstas sólo estuve lo imprescindible. Luego leí en los periódicos que el jurado había condenado a Nava como autor de la muerte de Ruth y le había absuelto del homicidio de Iván, aunque le había condenado por encubrirlo. Como encubridores se condenó también a Pascual Pizarro y a los demás guardias. Me pareció bien, una solución salomónica. Me permití esperar que sirviera para confortar a las familias de los difuntos, y que Nava se portara bien en la cárcel y pudiera llegar a vivir al menos la adolescencia de su hija.
Antes de volver de Tenerife, cuando estuve allí para el juicio, me tomé un día de asuntos propios y me embarqué para La Gomera. Sabía que era un error, pero a la vez no podía dejar de cometerlo. Alquilé un coche y fui a todos los lugares a los que ella me había llevado. Subí al alto de Garajonay, bajé a la playa. Me quedé un buen rato allí, viendo romper las olas.
Había querido saber más de ella. Había investigado. En la academia no había sacado un mal número, aunque habría podido quedar mejor de no ser por algunas faltas disciplinarias; ninguna grave, de todos modos. Tuve acceso a sus tests psicotécnicos y de personalidad. No es mucha la fe que me inspira esa clase de tests, porque sospecho que cualquier persona un poco espabilada puede dar en ellos, si se lo propone, el perfil que mejor le convenga. Los de Ruth, en cualquier caso, revelaban una inteligencia desarrollada y una personalidad algo dominante y narcisista, pero normal. También me informé acerca de su comportamiento en el primer destino que había tenido, en Galicia. Durante su estancia allí, había resultado más bien problemática. Su traslado a Canarias no había sido propiamente una opción; la habían forzado a irse. Quizá por eso, por alguna clase de resentimiento, cuando llegó a La Gomera y accedió, en más de un sentido, a la confianza de Nava, pasó sin demasiados aspavientos a compartir también sus manejos ilícitos.
Pero mientras contemplaba el mar donde había nadado con ella, todo esto dejó de tener importancia. Nunca sabré a ciencia cierta lo que hizo o dejó de hacer. Lo que sé, y elijo recordar, es lo que mis ojos vieron y lo que mis dedos tocaron. Pudo provocarme, mentirme, manipularme; pero en su mirada había una inocencia feroz y en el momento de entregarse era generosa y absurda como una niña. Otros podrán, tal vez, considerarla una desalmada. A mí, después de haber probado el sabor de sus labios, no me asiste ese derecho.
En el camino de regreso crucé por el bosque, y allí volví a tropezarme con la niebla. Mientras conducía, me acordé de cuando Ruth me había llevado, junto a Chamorro, a conocer aquel paraje. Volví a verla al volante, avanzando impasible contra la noche velada por la bruma. La imagen, de pronto, se me antojaba una especie de símbolo de su caída. La niebla la había llamado, y ella, sin arredrarse, había acudido. En eso se resumía todo.
Aunque no pude salvar de ella más que la sombra que ahora guarda mi memoria, ya no tengo la vanidad de culparme. Al cabo del tiempo he comprendido que cuando yo llegué la historia ya estaba escrita y no admitía enmienda ni redención. Nadie podía impedir, una vez que ellas lo habían decidido, aquel misterioso y fatídico abrazo entre la niebla y la doncella.
Toledo – Madrid – Getafe – Santa Cruz
de La Palma – Chiclana de la Frontera,
30 de octubre 2001 – 21 de septiembre 2002