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Según me ha mostrado mi propia experiencia, y algunas ajenas que he tenido ocasión de conocer con cierta profundidad gracias a mi trabajo, la vida tiene una deplorable facilidad para convertirse en algo feo e insatisfactorio. Lo peor del asunto es que, cuando le da por ahí, uno no sabe hasta dónde puede llegar, porque otra de las cosas que tiene, la vida, es que no reconoce los límites que uno quisiera imponerle para conjurar la angustia y el terror. A partir de esta constatación, varía mucho la actitud que toma cada cual. Hay quien se pega un tiro y hay quien prefiere pegárselo a otro, lo que no tiene un efecto tan definitivo sobre el problema, pero permite ganar algún tiempo. Hay gente que se sume en la tristeza, y gente que busca consuelo en alegrías artificiales, entre el surtido de ellas que nuestro moderno sistema de distribución y suministro de mercancías expende a quien pueda pagarlas. Hay quien decide enfrentar la existencia con una visión pesimista, pero también quien de forma inopinada se convierte al más férreo optimismo.

De joven, y cuando digo joven quiero decir antes de empezar a levantar cadáveres con cierta frecuencia, yo era un pesimista obstinado y fastidioso. No descarto que fuera eso lo que me condujera, precisamente, a la psicología. Para un pesimista, el estudio de los desarreglos de la mente humana puede llegar a ser una gozosa fuente de confirmaciones de su convicción. La cosa empezó a cambiar cuando me puse a convivir de forma efectiva con el desastre, y terminó de invertirse cuando la muerte se convirtió en mi compañía y mi ocupación cotidiana. Desde entonces, soy un optimista contumaz. Ver truncarse las vidas, con todo lo que cada vida llega a contener, y verlas truncarse por motivos absurdos o irrisorios, y de formas a menudo atroces y desdichadas, despierta en uno una inevitable desconfianza hacia los semejantes, pero también una necesidad incontrolable de proteger y alimentar a cada segundo la ilusión de vivir. Aunque sea estúpida, y frágil, y aunque los días y las noches te ofrezcan tantas razones para perderla.

Por todo esto, y por lo mal que había dormido, aquella mañana, mientras esperaba a Chamorro en la cafetería del aeropuerto, me empeñaba en acopiar todo lo que podía hacerme disfrutar del instante. Me había sentado bajo un rayo de sol, que me daba en la cara e infundía a mi mejilla una agradable calidez. Veía, a través de la cristalera del fondo, el cielo azul de Madrid, completamente limpio después de una noche desapacible y ventosa. Paladeaba sin prisa el café que acababan de servirme, un café de verdad, denso, recio y cremoso. Sentía los miembros relajados, y mientras aguardaba, sin prisa porque había llegado con mucha antelación, tuve una súbita intuición de lo que de divino tiene habitar el pellejo de un hombre. Es una morada precaria, angosta, a veces grotesca. Y sin embargo, dentro de ella puede experimentarse momentáneamente la paz y la plenitud.

Me hallaba sumido en aquel modesto éxtasis místico, quizá el único asequible a un pecador dubitativo y desorientado como yo, cuando divisé la figura de Chamorro en lontananza. Venía con su paso firme y regular, con su mochila multiusos colgada de un hombro y las gafas de sol en la mano. Vestía unos vaqueros descoloridos, zapatos de poco tacón y un jersey holgado sobre el que llevaba un anorak con muchos bolsillos. Era, en suma, la indumentaria de una experimentada investigadora criminal, atenta a la comodidad y a las necesidades prácticas. Recordé la primera vez que había quedado con ella en el aeropuerto para un viaje de trabajo. Habían pasado sólo tres años y medio, y sin embargo, me parecía estar ante otra persona. Sus titubeos, su bisoñez y, en suma, su ingenuidad de entonces, habían quedado del todo atrás. Y no supe por qué, al acordarme de aquella otra chica, más joven, vestida de forma inadecuada y llena de una zozobra que con cierta maldad me había complacido en alimentar, me asaltó una especie de melancolía. Digo que no supe por qué, pero desde luego que lo supe. Lo que no quise fue reconocer las razones de aquella sensación de nostalgia.

– Buenas, mi sargento -dijo, mientras tiraba la mochila en la silla que había a mi derecha-. ¿Qué tal?

– Psé. Metiéndome un café y tomando el sol. Como un jubilado. ¿Y tú?

– Pues he estado mejor. Ayer tuve morros, como era de prever.

– Haberme echado la culpa, ya te lo dije.

– Te la eché, pero no sirvió de mucho.

– Pues haberle recordado el punto cuarto de la cartilla del guardia civiclass="underline" «Siempre fiel a su deber». Parece mentira que forme parte de una unidad de choque. Para poder servir ahí debería sabérsela de memoria.

Chamorro me miró de reojo.

– Venga, no me tomes el pelo -me regañó-. A ti la cartilla te importa un rábano. Y si tu novia te dijera que se larga con otro para quince días, aunque sea su jefe y por razones de trabajo, también te fastidiaría.

– No sé, hace mucho que no tengo novia, propiamente dicha.

Mi compañera se volvió hacia la barra.

– ¿Se puede tomar ese café?

– Sí, aunque no ganaría ningún concurso. Y puedo informarte, por si te interesa, que empiezo a sentir que tiene efectos laxantes.

Chamorro torció el gesto.

– Gracias por la información, pero ya he ido esta mañana.

– Nunca se sabe.

Fue a pedir su café. La vi completar la transacción con el camarero, y al camarero atenderla con muchísima más amabilidad que la que me había mostrado a mí. No diría que Chamorro era una mujer de una hermosura apabullante, pero siendo alta, más o menos delgada y medio rubia, ya tenía condiciones para resultar aparente a los ojos del macho promedio, y sabía además dotar a sus facciones no del todo bellas de una cierta chispa con la mirada. Podía, en suma, resultar atractiva cuando se lo proponía, y había aprendido a proponérselo y a lograrlo si le era necesario o conveniente. Cuando vino con su café hacia la mesa, todavía esperaban a ser atendidos tres o cuatro ejecutivos casposos que estaban en la barra antes que ella.

– He conseguido que me sentaran a tu lado en el avión -dijo, mientras vaciaba la mitad del sobre de azúcar en su café.

– Lo dices como si hubiera sido difícil.

– Pues sí, la chica del mostrador me dijo que no estaba autorizada a decirme tu número de asiento. Y me lo explicó. Me dijo que yo podía ser alguien que quisiera molestarte, y que ella tenía la obligación de protegerte de eso.

– Ah, mira, qué delicadeza. ¿Y cómo la convenciste?

– No tuve más remedio que sacar la chapa. Se quedó muy cortada.

– Otra vez quedamos antes de facturar. No se me había ocurrido. La verdad es que tiene toda la lógica. Podrías ser una psicópata.

– Si fuera una psicópata perseguiría a otro -bromeó.

– Gracias, Virginia, eso refuerza mucho mi autoestima. En fin, puestos a ser antipáticos, ¿te has estudiado los papeles?

– Por encima sólo. Pensaba hacerlo en el avión.

Meneé la cabeza.

– Vaya, me decepciona usted, cabo. Hace un año le habría sobrado tiempo para aprendérselos de memoria. Me temo que Arnold Schwarzenegger está siendo una mala influencia. Tendré que dar parte de él.

– Anda, déjalo ya. Y no le pongas más motes.

– Es que siempre se me olvida cómo se llama.

– Arturo. Y no se te olvida, sólo es por chinchar.

– En todo caso, espero que aproveches el vuelo para empaparte. Podríamos haberlo aprovechado para intercambiar impresiones, si hubieras sido más diligente, pero bueno. Menos mal que fui previsor y me traje lectura.

– ¿Qué has traído?

– Algo ligero, para desengrasar.

– ¿Puedo verlo?

Le tendí el libro.

– «Los muertos también hablan. Memorias de un antropólogo forense» -leyó-. Desde luego, eres un enfermo, jefe.

– Deberías leerlo. Es de un experto yanqui. Todo clarito y la mar de sencillo, apto para principiantes y para investigadores indolentes.

– Un poco de tregua, ¿no? -protestó.

Le dio la vuelta al libro y empezó a leer la contraportada:

– «No tenemos secretos para nuestros huesos. A estos silenciosos y obedientes siervos de nuestro tiempo les contamos sin rubor absolutamente todo. En los archivos de nuestros esqueletos están guardados los diarios íntimos de nuestras vidas.» Ajá. Así que la cosa va de huesos.

– Eso es lo que estudia la antropología forense. Ahí donde lo ves, este tipo, William Maples, fue el que descubrió que los huesos que guardaban en Lima como el esqueleto de Francisco Pizarro eran en realidad de un clérigo.

– Pizarro, ¿el conquistador?

– Sí.

– ¿Y cómo supo este tío que los huesos eran de un clérigo?

– Por la complexión, por su estado. De un clérigo o de alguien de vida sedentaria. Alguien blandito, y no la mala bestia que era Pizarro.

– No habría imaginado que los huesos dieran para tanto.