A veces, a uno le apetece hacer un poco de daño. Normalmente uno se reprime, y en especial cuando se trata de alguien a quien se aprecia. Pero otras veces, por razones diversas, no. La miré a los ojos y le dije:
– Te lo tengo dicho, Virginia. Eres luchadora, trabajas con rigor y se puede confiar en ti. Pero tienes que ejercitar más la imaginación.
Chamorro se puso seria. No tenía demasiada cintura para encajar un reproche, aunque fuera uno cariñoso e irónico como aquél.
– No te piques, mujer. Sólo trato de hacerte ver que esto de los muertos no es nunca un problema matemático. Hay que buscarle, bueno, la poesía.
Chamorro alzó los ojos. Sin querer, acababa de darle un triunfo.
– La poesía no es incompatible con las matemáticas. Hay que conocerlas un poco para darse cuenta, pero no es incompatible. Lo que sucede es que la poesía de las matemáticas no está al alcance de cualquiera.
La observé. Pese a todo, aunque los años transcurridos, los muertos investigados y las horas de trabajo la hubieran cambiado en la superficie, en el fondo seguía siendo la misma. Empeñosa, intransigente, y provista de un orgullo que en cierto modo la hacía deliciosamente vulnerable.
– Bueno, me está bien empleado, por inocente -dije.
Chamorro frunció el ceño, recelosa.
– Olvidaba que estaba hablando con una licenciada en Matemáticas.
– Pero qué cabrito eres -dijo, echándose a reír.
– Bueno, como mucho te quedará un par de asignaturas, ¿no?
– Me quedan unas pocas más, por desgracia. Y mientras sigan haciéndome perder el tiempo contigo me parece que tardaré en terminar.
– ¿Sientes que pierdes el tiempo conmigo?
Antes de responder, Chamorro se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta. El superior, el inferior y ambas comisuras.
– No siempre.
Confieso mi irremediable debilidad ante una mujer que sabe decirte una frase escueta y enigmática clavándote los ojos sin pestañear. Aunque esa mujer sea mi subordinada y la teoría afirme que debo ser capaz en todo momento y situación de conservar mi autoridad sobre ella. Por suerte, siempre hay alguna trivialidad a la que recurrir en caso de apuro.
– Ya está anunciada la puerta de embarque -dije, señalando el monitor-. Vamos para allá, anda, no vaya a ocurrírseles despegar a la hora.
Naturalmente, no se les ocurrió. De hecho, nos embarcaron media hora tarde, luego nos hicieron bajar a todos del avión, alegando problemas técnicos, y volvieron a reembarcarnos en el mismo aparato tan sólo media hora después. El personal de tierra y las azafatas se ocuparon, como de costumbre, de encajar estoicamente las protestas de los clientes exigentes. Algún pasajero marisabidillo, siempre los hay, objetaba, suspicaz:
– Es imposible que en media hora hayan arreglado nada.
Pero la mayoría del pasaje, Chamorro y yo incluidos, se dejó manejar con esa admirable docilidad ovina que desarrollan los humanos cuando se hallan en un contexto aeroportuario. Llegado el momento, todo el mundo se abrochó el cinturón, se cercioró de que la mesita estuviera plegada y el teléfono móvil apagado y se encomendó a la presunta pericia del piloto, pese a que su voz gangosa y atiplada, y sus confusas explicaciones bilingües sobre la causa del retraso, no movían en modo alguno a la confianza. Es curioso constatar cómo el personal se pasa la vida midiendo al milímetro actos nimios y luego, de pronto, se lo juega todo a una carta dudosa y desconocida. Alguno pareció escuchar con especial atención el rugido de las turbinas durante el despegue, por si notaba algo raro, pero los más se abstraían en sus periódicos o revistas intentando no pensar en que iban a bordo de un montón de chatarra en potencia que se separaba imprudentemente del suelo. Chamorro se había sumergido ya en el expediente, dispuesta a recuperar el retraso que le había afeado antes. Por mi parte debo reconocer, aunque el detalle me desacredite, que era de los que estaban pendientes del bramido de los motores. Sonaban bien, no obstante, y nos colgaron del aire rápida y eficazmente.
Durante el vuelo no sucedió nada digno de mención. Chamorro siguió absorta en su tarea y yo me distraje con mi libro. Me alegré de llevarlo. Había pasajes de veras ocurrentes, y desde chico poseo la mala costumbre de reírme cuando leo algo que me hace gracia. En un par de ocasiones, mi compañera se interesó por la causa de mi regocijo. Le leí en voz alta:
– «He visto gusanos exultantes saltando como palomitas de maíz sobre los restos en descomposición de un cuerpo humano, bullendo en alegres miríadas, brincando hasta medio metro de altura para luego caer con un golpeteo suave, como una lluvia fina. Los gusanos no atacan al azar, sino de manera concertada, como bancos de pirañas hambrientas. Algunos gusanos atacan con tanto brío a los cadáveres que, en el transcurso de unas pocas horas, son capaces de arrancarle la dentadura postiza a un hombre muerto.»
Chamorro me observó, seria. No creí que la lectura le revolviera el estómago. La había visto soportar sin el auxilio de los remedios habituales (el Vicks Vaporub untado en la nariz, o el puro que llevábamos siempre para ofrecer a los jueces novatos) el hedor de cadáveres severamente descompuestos. Pero el pasaje le producía un ostensible disgusto.
– ¿Y qué tiene eso de gracioso? -me reprendió.
– La vida es graciosa, Virginia. Y la muerte. Nada es en sí bueno o malo, depende del lugar desde donde lo miras. Para los parientes, la muerte del ser querido es atroz. Para los gusanos, en cambio, ya ves: Disneylandia. En realidad, todo es una cuestión de perspectiva. Imagínate si la historia la escribieran los gusanos. Todo funcionaría al revés. Cada enfermo salvado por los médicos, una decepción. Cada hombre ilustre que la diña, una orgía.
Chamorro meneó la cabeza.
– No has debido tomarte el zumo. Vete a saber qué era en realidad.
No volvió a preguntarme las siguientes veces que me oyó reír, salvo la última. La verdad es que fui más bien aparatoso. El caso lo merecía.
– ¿Y ahora, qué marranada macabra acabas de leer? -me espetó.
– Ésta te va a gustar -aseguré.
– A ver.
– «Otro pobre desgraciado» -leí-, «para quien el placer y el dolor estaban muy próximos, se ponía el transformador de un tren eléctrico en el pene, sujetándolo con unas pinzas, y se aplicaba débiles descargas en los genitales.
Por desgracia, en una ocasión (la última), el transformador provocó un cortocircuito y el hombre recibió una descarga de 110 voltios, quedando instantánea e ignominiosamente electrocutado. Los padres escondieron el transformador antes de que llegase la policía. Pero las pinzas eléctricas dejan marcas muy características y muy fáciles de identificar en una autopsia. Tras unas pocas y discretas preguntas por parte de los investigadores, la infeliz pareja se derrumbó y contó la triste verdad de lo sucedido».
– Desde luego, los hombres sois unos capullos -observó Chamorro.
– Oye, ¿a qué viene esa imputación colectiva? -protesté-. Y no me mires así. También las mujeres pueden morir de forma ridícula.
– No estaría de más hacer una campaña divulgativa. Seguro que hay alguno por aquí que se juega el pellejo de esa misma forma.
– Peor. Aquí la corriente va a 220 voltios, el doble. El latigazo debe de hacer que se te salten los ojos de las órbitas.
– Muy gráfico. Oye, si te atrae, ya sabes… Si no tienes trenecito eléctrico, puedes usar el transformador de tu scalextric.
– Chamorro, me parece de muy mal gusto que utilices mis confidencias sobre los juegos que comparto con mi hijo para asestarme ese bajonazo tan vil. Por otra parte, ¿es que acaso tengo aspecto de pervertido?
– ¿Y es que eso se lleva escrito en la cara?
Sostuve su mirada, afectadamente candorosa. A veces, he de reconocerlo, me estimulaba de forma indebida comprobar cómo mi compañera, con el tiempo, se había ido volviendo cada vez más maliciosa y cáustica.
– Muy bien, te dejo que imagines lo que te plazca -repuse al fin-. Pero me gustaría más que pusieras tu cerebro a trabajar sobre ese expediente que llevas un rato leyendo. ¿Algo interesante que quieras decirme al respecto?
Chamorro volvió la vista al expediente. Aún le quedaba cerca de una cuarta parte de los documentos por examinar. En su pequeño bloc había tomado una serie de notas con un rotulador de tinta violeta. La vi releerlas, sin poder evitar que me enterneciera un poco aquel color en el que había quedado plasmada sobre el papel cuadriculado su letra de niña aplicada.
– Pues, no sé qué decirte -contestó al fin-. Lo primero, que no me siento en condiciones de reprocharles nada a los compañeros.
– Mejor, no estamos aquí para juzgarlos. Ni nos ayudaría.
– Quiero decir que yo habría sacado la misma conclusión que sacaron ellos. Es verdad que no estaba amarrado del todo, pero… Bueno, más de una vez han condenado a gente con más cabos sueltos en la investigación, ¿no?