– Sin duda -asentí.
– Tengo una curiosidad, eso sí.
Había aprendido a valorar las cuestiones que despertaban la curiosidad de Chamorro. Era la persona menos entrometida que jamás había conocido.
– Desembucha, cabo.
– ¿Entra en tus planes considerar la hipótesis de que el concejal, aunque le hayan absuelto, sea el asesino?
Sonreí.
– Me defraudas horriblemente, Virginia.
Mi compañera dio un respingo.
– ¿Por qué?
Me tomé mi tiempo, para crear en ella la expectación adecuada. Plegué la mesita (ya no debía de faltar mucho para el aterrizaje) y coloqué el libro en la bolsa de tela del respaldo del asiento delantero, no sin antes marcar con la tarjeta de embarque la página en la que había interrumpido la lectura.
– Verás -dije-, resulta indudable, desde el punto de vista procesal, la dificultad de imputar a quien ya ha sido absuelto en un juicio previo. El procedimiento para ello es excepcional, farragoso y de sus pormenores no estoy al corriente porque no soy abogado ni las cuestiones abogaciles me parecen el mejor pasatiempo en el que empeñar mis menguantes neuronas.
Chamorro me observaba con reticencia.
– Sentado lo anterior -proseguí-, debo confesarte que, personalmente, los problemas procesales me traen al fresco. Lo que intento es encontrar la verdad, o algo que se parezca de forma coherente a la verdad. Luego el fiscal hará con ella lo que tenga que hacer, por el camino que tenga que seguir, fácil o difícil, eso es su problema. Y como ya sabes, tengo mis dudas de que al final de todo se haga eso que algunos, cándidamente, llaman justicia. Si las cárceles donde se almacena el desecho o los tribunales donde se lo etiqueta son máquinas de fabricar justicia, yo soy el hada Campanilla.
– Sí, eso ya te lo he oído antes -replicó Chamorro-. Y como siempre que te lo oigo, me pregunto por qué sigues haciendo este trabajo.
– Porque en el fondo me divierte.
– No trates de ser cínico, mi sargento. No se te da bien.
– Ya me conoces, Virginia. En realidad, soy un iluso. Sigo en esto, bueno, por si queda alguna esperanza de encontrar el modo de disuadir a la gente de que joda al prójimo. Y si no la hay, por completar el dibujo. Porque cuando alguien se cobra a un semejante, hay algo que exige que haya un perro dispuesto a cazar al cazador. Es un trabajo de mierda, pero alguien tiene que ocuparse. Alguien que no tenga nada mejor en lo que gastar su tiempo.
Chamorro me conocía ya un poco, en efecto, y sobre todo conocía mi retórica. Por eso, por la confianza, me explayaba así. Ella no se dejó impresionar.
– Yo no creo que sea un trabajo de mierda. Prestamos un servicio a la sociedad. Un servicio importante, o no menos importante que otros.
– En la vida, Virginia, hay dos clases de personas. Los que pueden estar completamente seguros de lo que hacen y los que no. Está claro dónde encaja cada uno de nosotros, para tu fortuna y para mi oprobio.
– Supongo que crees que voy a entrar al trapo. Pero ya no me picas, ni me despistas. Sé que serías incapaz de hacer otra cosa en la vida.
– ¿Y?
– Que estás tan seguro como el que más.
Me encogí de hombros.
– Bien, con esta interesante y asombrosa conclusión, creo que podemos dar por terminada mi sesión de psicoanálisis. Volviendo al asunto…
– Vale. No gastes más saliva. Ya me has respondido.
– ¿Cómo dices?
– Pues eso, que ya me he enterado. Tomo nota. El ex concejal Gómez Padilla está incluido en nuestra lista de sospechosos.
Dejé que una sonrisa levemente aviesa torciera mis labios.
– Peor que eso, Chamorro. Por ahora, es nuestro único sospechoso.
– Bueno, salvo que pensemos en la madre, o en Desirée.
Observé a mi compañera con notoria reprobación.
– Hablaba en un plano estrictamente teórico -dijo.
– Por favor, cabo, gánese su sueldo y la consideración de su superior.
– Está bien. ¿Puedo hacer un comentario?
– Adelante.
– Esto es un marrón inmundo. Mucho tiene que sonreírnos la suerte para sacar algo en limpio en dos semanas.
– Pues claro, mujer, por qué te crees que nos lo encargan. Nunca olvides lo que dice el brigada Atienza, que para eso es el más viejo de la unidad. Los muertos al principio huelen como los vivos, luego huelen a rayos y al final no huelen a nada. Por regla general, a nosotros no nos los dan hasta que no han pasado a la tercera fase. Sólo un tonto seguiría un rastro que ya no huele. Así que ya sabes lo que hace falta para estar donde estás.
– Cómo te gusta -observó Chamorro, con una maligna expresión.
– ¿El qué?
– Humillarte. ¿No te he contado nunca lo que dice mi padre sobre eso?
– El coronel de marines. ¿Debo cuadrarme para oírlo?
– No seas idiota. Además, aquí no se llaman marines, sino infantes de marina. Los marines son los americanos.
– Gracias por la información. ¿Qué es lo que dice el coronel?
– Que hay una clase de soberbia propia de aquí. La humildad española, la llama él. Y que consiste, precisamente, en rebajarse todo el tiempo.
– Bueno, ya sabes que mi españolidad resulta dudosa -alegué.
– Pues aquí te asoma, y bien.
– Reflexionaré sobre ello. Dale las gracias al coronel por sus observaciones antropológicas. ¿Cuándo las hace, entre desembarco y desembarco?
– Vete a la mierda.
A veces, uno se plantea si no habrá dejado que sus inferiores le traten con demasiada familiaridad. Supongo que cualquiera, al saber que los que así conversaban eran un cabo y un sargento de la Benemérita, habría juzgado un tanto excesiva mi mansedumbre. Pero ése es el tipo de cosas que a mí nunca han logrado preocuparme, la verdad. Tan sólo procuro identificar a quienes les va la marcha castrense, y a ésos siempre les llamo mi lo que sea y les hablo lo más serio y solemne que puedo. Resulta conmovedor, verlos hincharse y corresponder con el ceño apretado a tu marcial pleitesía.
Por fortuna, el teniente Guzmán, de la unidad de policía judicial de Tenerife, no participaba de semejantes inclinaciones. Nos estaba esperando en el aeropuerto, justo frente a la puerta por la que salimos tras recoger el equipaje, y nos recibió con calurosa cordialidad y ningún protocolo.
– ¿Habéis tenido buen vuelo? Venís con bastante retraso -observó, mientras nos ayudaba a cargar los bultos en un carrito.
Para ser sinceros, me extrañó un poco aquella obsequiosa cortesía. Y no porque Guzmán fuera oficial y nosotros dos pringados (en seguida supe que Guzmán había empezado de guardia y había subido peldaño a peldaño por el escalafón), sino porque, a fin de cuentas, Chamorro y yo éramos los dos enterados de Madrid que veníamos a tratar de rehacer en condiciones lo que se suponía que su gente no había hecho como debía. Pero, como pronto nos demostraría, Guzmán era un tipo deportivo, tenía amplia experiencia en la empresa y en tareas de investigación y había llegado a desarrollar el criterio suficiente como para no tomarse nada de aquello a título personal.
– Vamos fuera. Tengo a la chica esperando con el coche.
No pude dejar de espiar el gesto de Chamorro ante las palabras la chica. Sabía lo que pasaba por su cabeza, así que aprecié su impasibilidad.
La mujer que aguardaba frente a la terminal, junto al coche, y que al vernos venir despegó el trasero de donde lo tenía apoyado y se estiró tranquilamente la ropa, podría describirla de modo convencional. Era de tez morena, pelo casi negro, largo y suelto, ojos oscuros, un poco menos de metro setenta, de complexión atlética pero marcadamente femenina. Podría decir también que iba bien vestida, prendas informales pero no seleccionadas ni combinadas al tuntún. Y podría añadir que su maquillaje era discreto pero perceptible y que olía a un perfume de los que no compras con un billete de 20 euros. Pero lo que debo decir, sobre todo, es que apenas la vi, y aun antes de que abriera la boca, mi olfato para el desastre intuyó en la cabo Ruth Anglada a una de esas mujeres que infaliblemente me crean problemas. Con el tiempo, uno aprende a conocerse, y aprende, sobre todo, a conocer sus debilidades. Y los recursos de aquella chica, lo gritaban en la distancia, eran de los que podían llegar a hacerme sentir muy, muy débil.
Por el contrario (pese a mi conmoción conservé los reflejos necesarios para percatarme de ello), el encuentro con aquella mujer produjo en mi compañera una reacción muy diferente. En un primer instante la achaqué, en una burda deducción masculina, a una espontánea rivalidad entre hembras. Pero muy pronto iba a averiguar que se trataba de otra cosa. Sucedió apenas un par de segundos después de que reparase en el rictus de Chamorro; cuando llegamos a la altura del coche y la otra, observándola fijamente, le dijo: