La cordillera. Todo lo que ha tenido que suceder hasta llegar a esta experiencia de la selva, para que ahora, con las señales aún frescas en mi cuerpo de las pruebas a que me ha sometido el paso por su blando infierno en descomposición, descubra que mi verdadera morada está allá, arriba, entre los hondos barrancos donde se mecen los helechos gigantes, en los abandonados socavones de las minas, en la húmeda floresta de los cafetales vestidos con la nieve atónita de sus flores o con la roja fiesta de sus frutos; en las matas de plátano, en su tronco de una indecible suavidad y en sus reverentes hojas de un verde tierno, acogedor y terso; en sus ríos que bajan golpeando contra las grandes piedras que el sol calienta para delicia de los reptiles que hacen en ellas sus ejercicios eróticos y sus calladas asambleas, en las vertiginosas bandadas de pericos que cruzan el aire con una algarabía de ejército que parte a poblar las altas copas de los cámbulos. De allá soy, y ahora lo sé con la plenitud de quien, al fin, encuentra el sitio de sus asuntos en la tierra. De allá partiré de nuevo, no sé cuántas veces, pero no será para tornar a los parajes de donde ahora vengo. Y cuando esté lejos de la cordillera, me dolerá su ausencia con un dolor nuevo hecho de la ansiedad febril de regresar a ella y perderme en sus caminos que huelen a monte, a pasto yaraguá, a tierra recién llovida y a trapiche en plena molienda.
Ha llegado la noche y me tiendo en la hamaca. Como una promesa y una confirmación viene la brisa fresca que arrastra a trechos un aroma de frutas cuya existencia se había borrado de la memoria. Entro en el sueño como si fuera a vivir una vez más mi juventud, ahora por el breve plazo de una noche, pero habiéndola rescatado intacta, sin que hayan prevalecido contra ella mi propia torpeza ni mis tratos con la nada.
Junio 13
Hoy terminé el libro sobre el homicidio de Luis de Orléans ordenado por Juan sin Miedo Duque de Borgoña. Guardo el libro entre mis escasas pertenencias, porque habré de volver sobre algunos detalles del asunto. Hubo, es evidente, una larga provocación de parte de la víctima, secundada por Isabeau de Baviera, su cuñada y, de seguro, su amante. El pudor del preboste de París y los remilgos del autor no permiten dilucidar este asunto que me parece de una importancia capital. La lucha entre Armagnacs y Borgoñones podría estudiarse desde ángulos harto sorprendentes, sobre todo en su origen y en los móviles verdaderos que la originaron. Pero esto es asunto para rastrear en otra oportunidad. Deben existir en los archivos de Amberes y de Lieja documentos reveladores que algún día habré de hojear. Me propongo hacerlo si todavía puedo prestar algún servicio a mi querido Abdul Bashur y a sus socios. Abdul, qué personaje. Conviven en él el amigo caluroso e incondicional, dispuesto a perderlo todo por sacarnos de un aprieto y el negociante de astucia implacable, empeñado en venganzas laberínticas a las que puede dedicar lo mejor de su tiempo y de su fortuna. Lo conocí en un café de Port Said. Estaba en una mesa vecina, tratando de vender una colección de ópalos a un judío de Tetuán que, o no entendía la jerigonza que le hablaba Abdul, o no quería entenderla para que éste agotara sus argumentos y adquirir la mercancía por un precio menor. Abdul volvió a mirarme y, con esa intuición del levantino para saber en qué idioma puede hablar con un desconocido, me pidió en flamenco que le ayudara en el negocio y me ofreció una participación interesante. Pasé a su mesa y me entendí en español con el israelita. Abdul me daba los argumentos en flamenco y yo los desplegaba en castellano. Se cerró el trato tal como Abdul quería. Allí nos quedamos, mientras el judío se alejaba manoseando sus piedras y musitando oblicuas maldiciones contra toda la estirpe de mis antepasados. Abdul y yo nos hicimos muy pronto buenos amigos. Me contó que tenía con sus primos un negocio de astilleros, pero que pasaban por una mala racha. Estaba reuniendo dinero para volver a Amberes y restablecer en mejor forma la sociedad. Anduvimos dando tumbos por varios lugares del Mediterráneo, hasta cuando, en Marsella, conseguimos colocar un cargamento en extremo comprometedor con el que nadie quería arriesgarse. La ganancia lograda en esta operación le permitió a Abdul rehacer su compañía y a mí sepultar la parte que me correspondió en la descabellada operación de las minas del Cocora, en donde lo perdí todo y casi dejo la vida. En otra oportunidad relaté algo de esto.
Abdul Bashur me escribió más tarde ofreciéndome el negocio del carguero con bandera tunecina y resolví mejor probar fortuna en este asunto de los aserraderos que, por lo que me entero, promete bien poco o tal vez nada. Ahora que regresan a mi mente todos estos episodios y proyectos del pasado, siento que me invade un cansancio indecible, un torpor y una abulia como si hubieran transcurrido diez años de mi vida en estos parajes de condenación y ruina.
Junio 16
Antier en la madrugada me despertó una sombra que ocultaba el primer rayo de sol que suele darme en los ojos y al que ya estoy acostumbrado porque me obliga a dar vuelta en la hamaca sin despertar del todo y seguir durmiendo una hora más ese sueño, particularmente reparador, que repone el sobresaltado dormir de la noche. Algo que colgaba en los barrotes del toldo me estaba tapando la luz. Desperté de golpe: el cuerpo del Capitán se balanceaba suavemente, colgado del soporte horizontal. Pendía de espaldas, con la cabeza recostada en el grueso cable que usó para ahorcarse. Llamé a Miguel el mecánico, quien vino en seguida y me ayudó a descolgar el cuerpo. El rostro amoratado tenía una expresión desorbitada y grotesca que lo hacía irreconocible. Sólo entonces me di cuenta que uno de los rasgos constantes del difunto, así estuviera en la peor ebriedad, era una cierta ordenada dignidad de sus facciones que hacía pensar en algún actor dedicado antaño a grandes papeles trágicos del teatro griego o isabelino. Buscamos en sus ropas por si había dejado alguna nota y no encontramos nada. El semblante del mecánico estaba ahora más cerrado e inexpresivo que nunca. El práctico se acercó a observarnos y movía la cabeza con esa resignada comprensión propia de los ancianos. Detuvimos el lanchón en una orilla donde hallamos el terreno adecuado para sepultar el cuerpo. Lo envolvimos en la hamaca que solía usar con más frecuencia. Cavamos la tierra que tenía una consistencia arcillosa y un color rojizo que se iba haciendo más intenso a medida que la fosa se hacía más honda. Esta tarea nos tomó varias horas. Terminamos bañados en sudor y con los miembros doloridos. Descendimos el cuerpo y volvimos la tierra a su lugar. El práctico, entretanto, había fabricado una cruz con dos ramas de guayacán que fue a cortar tan pronto tocamos tierra y que labró con cariñosa paciencia mientras nosotros trabajábamos con las palas. Con su navaja había grabado en el palo transversal, en letras de un esmerado diseño, sólo esto: "El Kapi". Permanecimos un rato en silencio alrededor de la tumba. Pensé en decir algo, pero me di cuenta que rompería el recogimiento en que estábamos. Cada uno evocaba a su manera y con su particular dotación de recuerdos al compañero que por fin halló reposo después de haber vivido, como él mismo me dijo tantas veces, la vida que no le correspondía. Mientras nos dirigíamos al lanchón para seguir el viaje, supe que dejaba allí a un amigo ejemplar en su solidaria discreción y en su cariño firme y sin aristas.
Cuando arrancó el planchón fui a conversar con el mecánico para preguntarle cómo seguir el viaje. "No se preocupe -me dijo en su bárbara pero inteligible mezcla de lenguas-, vamos a los aserraderos. Yo soy el dueño de la lancha desde hace dos años. Cuando el Capi la compró, en la base del río grande, yo puse este motor que cuidaba desde hacía tiempo en espera de una oportunidad como ésa. Más tarde le compré la lancha, pero nunca quise que dejara su cargo. A dónde iba a ir y quién lo iba a recibir con esa manera de tomar que tenía. Esas órdenes que gritaba creo que le daban la impresión de seguir siendo el dueño y capitán de la lancha. Era un hombre bueno, sufría mucho, y quién iba a entenderlo mejor que yo. Él me llamó Miguel. Mi verdadero nombre es Xendú, pero no le gustaba. A usted lo respetaba mucho, y a veces se lamentaba por no haberlo conocido en otra época. Decía que hubieran hecho grandes cosas juntos". Miguel regresó a su motor y yo me quedé recostado en uno de los postes, mirando la corriente. Volví a pensar que nada sabemos de la muerte y que todo lo que sobre ella decimos, inventamos y propalamos son miserables fantasías que nada tienen que ver con el hecho rotundo, necesario, ineluctable, cuyo secreto, si es que lo tiene, nos lo llevamos al morir. Era evidente que el Capitán había tomado la determinación de matarse desde hace muchos días. Cuando dejó de beber era señal de que algo se había detenido dentro de él, algo que aún lo mantenía vivo y que se había roto para siempre. La charla que tuvimos la otra noche me regresa ahora con una claridad irrebatible. Estaba informándome sobre lo que tenía resuelto. No era hombre para decir, así, de repente: "Me voy a matar". Tenía el pudor de los vencidos. Yo no quise descifrar el mensaje o, mejor, preferí dejarlo oculto en ese recodo del alma en donde guardamos las noticias irrevocables, las que ya no cuentan con nosotros para cumplirse fatalmente. Pienso que debió agradecer mi actitud. Lo que me dijo era para ser recordado después de su muerte y perpetuarse con su memoria que, él lo sabía, me acompañaría siempre. Cuánta discreción en la manera de quitarse la vida. Esperó a que yo durmiera profundamente. Debió ser poco antes del alba. Era forzoso para él usar uno de los barrotes del toldo. Cualquier otra forma de acabar habría sido notada por todos. Ese pudor completa armoniosamente su carácter y me hace sentirlo aún más cercano, más conforme con cierta idea que tengo de los hombres que saben andar por el mundo entre el avieso y aturdido tropel de sus semejantes. Más pienso en él, más advierto que llegué a conocer prácticamente todo sobre su vida, su manera de ser, sus caídas y sus encontradas ilusiones. Me parece haber conocido a sus padres: la madre, piel roja cerril y leal a su hombre; el padre, perdido en el sueño del oro y en la inalcanzable felicidad. Veo a la gorda patrona del burdel de Paramaribo y escucho su risa gozadora y sus pasos de plantígrado sensual. Y la china. Para mí, la más familiar de sus criaturas. Mucho habría que decir sobre ella y sobre su abandono en la gran cloaca de Sankt-Pauli. Fue una manera de iniciar su muerte, de comenzar a construirla dentro de sí con paso irremediable, con una mutilación sin cura posible. No consigo dormir. Toda la noche doy vueltas en la hamaca recordando, meditando, reconstruyendo un inmediato pasado en el que recibí dos o tres enseñanzas que han de señalar para siempre mis días por venir. Tal vez aquí comience mi muerte. No me atrevo a pensar mucho en esto. Prefiero que todo trate de ordenarse solo de nuevo. Por ahora, lo importante es regresar al páramo y acogerme a la protección arisca y salutífera de Flor Estévez. Ella hubiera entendido tan bien al Capi. O quién sabe, tiene un olfato muy aguzado para descubrir a los perdedores y no suelen éstos ser su género. Qué complicado es todo. Cuántos tumbos en un laberinto cuya salida hacemos lo posible por ignorar y cuántas sorpresas y, luego, cuánta monotonía al comprobar que no han sido tales, que todo lo que nos sucede tiene el mismo semblante, idéntico origen. El sueño no vendrá ya. Iré a tomar un café con Miguel. Ya sé a dónde conducen estas elucubraciones sobre lo irremediable. Hay una aridez a la que es mejor no acercarse. Está en nosotros y es mejor ignorar la extensión que ocupa en nuestra alma.