Otro socavón es el que los mineros llamaban del Venado. No es muy profundo, pero reina allí una oscuridad absoluta, debida a no sé qué artificio en el trazado de los ingenieros. Sólo merced al tacto conseguí familiarizarme con el lugar que estaba lleno de herramientas y cajones meticulosamente clavados. De ellos salía un olor imposible de ser descrito. Era como el aroma de una gelatina hecha con las más secretas substancias destiladas de un metal improbable. Pero lo que me detuvo en esa galería durante días interminables, en los que estuve a punto de perder la razón, es algo que allí se levanta, al fondo mismo del socavón recostado en la pared en donde aquél termina. Algo que podría llamar una máquina si no fuera por la imposibilidad de mover ninguna de las piezas de que parecía componerse. Partes metálicas de las más diversas formas y tamaños, cilindros, esferas, ajustados en una rigidez inapelable, formaban la indecible estructura. Nunca pude hallar los límites, ni medir las proporciones de esta construcción desventurada, fija en la roca por todos sus costados y que levantaba su pulida y acerada urdimbre, como si se propusiera ser en este mundo una representación absoluta de la nada. Cuando mis manos se cansaron, tras semanas y semanas de recorrer las complejas conexiones, los rígidos piñones, las heladas esferas, huí un día, despavorido al sorprenderme implorándole a la indefinible presencia que me develara su secreto, su razón última y cierta. Tampoco he vuelto a esa parte de la mina, pero durante ciertas noches de calor y humedad me visita en sueños la muda presencia de esos metales y el terror me deja incorporado en el lecho, con el corazón desbocado y las manos temblorosas. Ningún terremoto, ningún derrumbe, por gigantesco que sea, podrá desaparecer esta ineluctable mecánica adscrita a lo eterno.
La tercera galería es la que ya mencioné al comienzo, la llamada socavón del Alférez. En ella vivo ahora. Hay una apacible penumbra que se extiende hasta lo más profundo del túnel y el chocar de las aguas del río, allá abajo, contra las paredes de roca y las grandes piedras del cauce, da al ámbito una cierta alegría que rompe, así sea precariamente, el hastío interminable de mis funciones de velador de esta mina abandonada. Es cierto que, muy de vez en cuando, los buscadores de oro llegan hasta esta altura del río para lavar las arenas de la orilla en las bateas de madera. El humo acre de tabaco ordinario me anuncia el arribo de los gambusinos. Desciendo para verlos trabajar y cruzamos escasas palabras. Vienen de regiones distantes y apenas entiendo su idioma. Me asombra su paciencia sin medida en este trabajo tan minucioso y de tan pobres resultados. También vienen, una vez al año, las mujeres de los sembradores de caña de la orilla opuesta. Lavan la ropa en la corriente y golpean las prendas contra las piedras. Así me entero de su presencia. Con una que otra que ha subido conmigo hasta la mina he tenido relaciones. Han sido encuentros apresurados y anónimos en donde el placer ha estado menos presente que la necesidad de sentir otro cuerpo contra mi piel y engañar, así sea con ese fugaz contacto, la soledad que me desgasta.
Un día saldré de aquí, bajaré por la orilla del río, hasta encontrar la carretera que lleva hacia los páramos, y espero entonces que el olvido me ayude a borrar el miserable tiempo aquí vivido.
LA NIEVE DEL ALMIRANTE
Al llegar a la parte más alta de la cordillera, los camiones se detenían en un corralón destartalado que sirvió de oficina a los ingenieros cuando se construyó la carretera. Los conductores de los grandes camiones se detenían allí a tomar una taza de café o un trago de aguardiente para contrarrestar el frío del páramo. A menudo éste les engarrotaba las manos en el volante y rodaban a los abismos en cuyo fondo un río de aguas torrentosas barría, en un instante, los escombros del vehículo y los cadáveres de sus ocupantes. Corriente abajo, ya en las tierras de calor, aparecían los retorcidos vestigios del accidente. Las paredes del refugio eran de madera y, en el interior, se hallaban oscurecidas por el humo del fogón, en donde día y noche se calentaban el café y alguna precaria comida para quienes llegaban con hambre, que no eran frecuentes, porque la altura del lugar solía producir una náusea que alejaba la idea misma de comer cosa alguna. En los muros habían clavado vistosas láminas metálicas con propaganda de cervezas o analgésicos, con provocativas mujeres en traje de baño que brindaban la frescura de su cuerpo en medio de un paisaje de playas azules y palmeras, ajeno por completo al páramo helado y ceñudo.
La niebla cruzaba la carretera, humedecía el asfalto que brillaba como un metal imprevisto, e iba a perderse entre los grandes árboles de tronco liso y gris, de ramas vigorosas y escaso follaje, invadido por una lama, también gris, en donde surgían flores de color intenso y de cuyos gruesos pétalos manaba una miel lenta y transparente.
Una tabla de madera, sobre la entrada, tenía el nombre del lugar en letras rojas, ya desteñidas: La Nieve del Almirante. Al tendero se le conocía como el Gaviero y se ignoraban por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubría buena parte del rostro. Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambú. En la pierna derecha le supuraba continuamente una llaga fétida e irisada, de la que nunca hacía caso. Iba y venía atendiendo a los clientes, al ritmo regular y recio de la muleta que golpeaba en los tablones del piso con un sordo retumbar que se perdía en la desolación de las parameras. Era de pocas palabras, el hombre. Sonreía a menudo, pero no a causa de lo que oyera a su alrededor, sino para sí mismo y más bien a destiempo con los comentarios de los viajeros. Una mujer le ayudaba en sus tareas. Tenía un aire salvaje, concentrado y ausente. Por entre las cobijas y ponchos que la protegían del frío, se adivinaba un cuerpo aún recio y nada ajeno al ejercicio del placer. Un placer cargado de esencias, aromas y remembranzas de las tierras en donde los grandes ríos descienden hacia el mar bajo un dombo vegetal, inmóvil en el calor de las tierras bajas. Cantaba, a veces, la hembra; cantaba con una voz delgada como el perezoso llamado de las aves en las ardientes extensiones de la llanura. El Gaviero se quedaba mirándola mientras duraba el murmullo agudo, sinuoso y animal. Cuando los conductores volvían a su camión e iniciaban el descenso de la cordillera, les acompañaba ese canto nutrido de vacía distancia, de fatal desamparo, que los dejaba a la vera de una nostalgia inapelable.
Pero otra cosa había en el tendajón del Gaviero que lo hacía memorable para quienes allí solían detenerse y estaban familiarizados con el lugar: un estrecho pasillo llevaba al corredor trasero de la casa, al que sostenían unas vigas de madera sobre un precipicio semicubierto por las hojas de los helechos. Allí iban a orinar los viajeros, con minuciosa paciencia, sin lograr oír nunca la caída del líquido, que se perdía en el vértigo neblinoso y vegetal del barranco. En los costrosos muros del pasillo se hallaban escritas frases, observaciones y sentencias. Muchas de ellas eran recordadas y citadas en la región, sin que nadie descifrara, a ciencia cierta, su propósito ni su significado. Las había escrito el Gaviero, y muchas de ellas estaban borradas por el paso de los clientes hacia el inesperado mingitorio.
Algunas de las que persistieron con mayor terquedad en la memoria de la gente son las que aquí se transcriben:
Soy el desordenado hacedor de las más escondidas rutas, de los más secretos atracaderos. De su inutilidad y de su ignota ubicación se nutren mis días.
Guarda ese pulido guijarro. A la hora de tu muerte podrás acariciarlo en la palma de tu mano y ahuyentar así la presencia de tus lamentables errores, cuya suma borra de todo posible sentido tu vana existencia.
Todo fruto es un ojo ciego ajeno a sus más suaves substancias. Hay regiones en donde el hombre cava en su felicidad las breves bóvedas de un descontento sin razón y sin sosiego.
Sigue a los navíos. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. No te detengas. Evita hasta el más humilde fondeadero. Remonta los ríos. Desciende por los ríos. Confúndete en las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda orilla.
Nota cuánto descuido reina en estos lugares. Así los días de mi vida. No fue más. Ya no podrá serlo.
Las mujeres no mienten jamás. De los más secretos repliegues de su cuerpo mana siempre la verdad. Sucede que nos ha sido dado descifrarla con una parquedad implacable. Hay muchos que nunca lo consiguen y mueren en la ceguera sin salida de sus sentidos.
Dos metales existen que alargan la vida y conceden, a veces, la felicidad. No son el oro, ni la plata, ni cosa que se les parezca. Sólo sé que existen.
Hubiera yo seguido con las caravanas. Hubiera muerto enterrado por los camelleros, cubierto con la bosta de sus rebaños, bajo el alto cielo de las mesetas. Mejor, mucho mejor hubiera sido. El resto, en verdad, ha carecido de interés.
Muchas otras sentencias, como dijimos, habían desaparecido con el roce de manos y cuerpos que transitaban por la penumbra del pasillo. Estas que se mencionan parecen ser las que mayor favor merecieron entre la gente de los páramos. De seguro aluden a tiempos anteriores vividos por el Gaviero y vinieron a parar a estos lugares por obra del azar de una me mona que vacila antes de apagarse para siempre