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Viajamos por una región en donde los claros se suceden con exactitud que parece obra de los hombres. El río se remansa y apenas se nota la resistencia del agua a nuestro avance. El soldado sobreviviente ha superado la crisis y toma las blancas pastillas de quina con una resignación castrense. Ahora cuida las dos armas de las que nunca se desprende. Conversa con nosotros bajo el parasol del Capitán y nos relata historias de los puestos de avanzada, la convivencia con los soldados del país fronterizo y las riñas de cantina los días de fiesta, que terminan siempre con varios muertos de uno y otro bando que son enterrados con honores militares como si hubiesen caído en cumplimiento del deber. Tiene la malicia de los hombres del páramo, silba las eses cuando habla y pronuncia con esa peculiar rapidez que hace las frases difíciles de comprender mientras nos acostumbramos al ritmo de un idioma usado más para ocultar que para comunicar. Cuando Ivar comienza a preguntarle sobre ciertos detalles del puesto fronterizo relacionados con el equipo que usan y con el número de conscriptos que alberga, entrecierra los ojos, sonríe ladino y contesta algo que nada tiene que ver con la cuestión. De todos modos no parece sentir mucha simpatía por nosotros y creo que no nos perdona el que hayamos enterrado a su compañero sin su consentimiento. Pero hay, además, otra razón más simple. Como toda persona que ha recibido una formación militar, para él los civiles somos una suerte de torpe estorbo que hay que proteger y tolerar; siempre empeñados en negocios turbios y en empresas de una flagrante necedad. No saben mandar ni saben obedecer, o sea, no saben pasar por el mundo sin sembrar el desorden y la inquietud. Hasta en el más nimio gesto nos lo está diciendo todo el tiempo. En el fondo siento envidia, y aunque siempre estoy tratando de minar su inexpugnable sistema, no puedo menos de reconocer que éste lo preserva del sordo estrago de la selva cuyos efectos comienzan a manifestarse en nosotros con aciaga evidencia.

La comida que prepara el práctico es simple y monótona: arroz convertido en una pasta informe, frijoles con carne seca y plátano frito. Luego, una taza de algo que pretende ser café, en verdad un aguachirle de sabor indefinido, con trozos de azúcar mascabado que dejan en la taza un sedimento inquietante de alas de insectos, residuos vegetales y fragmentos de origen incierto. El alcohol no aparece jamás. Sólo el Capitán lleva siempre consigo una cantimplora con aguardiente, de la que toma con implacable regularidad algunos tragos y jamás ofrece a los demás viajeros. Tampoco dan ganas de probar la tal pócima que, a juzgar por el aliento que despide su dueño, debe ser un destilado de caña de la más ínfima calidad, producido de contrabando en alguna ranchería del interior, y cuyos efectos saltan a la vista.

Después de cenar, cuando el soldado terminó sus historias, todos se dispersaron. Yo permanecí en la proa en espera de un poco de aire fresco. El Capitán, con las piernas colgando sobre la borda, disfrutaba su pipa. El humo se supone que ahuyenta los mosquitos, lo que en este caso no me sorprendería dada la pésima calidad de la picadura cuyo agrio aroma no recuerda para nada el del tabaco. El hombre se sentía comunicativo, cosa en él poco frecuente. Empezó a relatarme su historia, como si la locuacidad del soldado le hubiera soltado la lengua por un proceso de osmosis muy común en los viajes. Lo que pude sacar en claro de ese monólogo desarticulado, dicho con voz pedregosa y en el que intercalaba largos períodos circulares, carentes de sentido alguno, no dejó de interesarme. Había episodios que me resultaron familiares y que bien podían haber pertenecido a ciertas épocas de mi propio pasado.

Había nacido en Vancouver. Su padre fue minero y luego pescador. Su madre era piel roja y había huido con su padre. Los hermanos de ella los persiguieron durante semanas, hasta que un día consiguió que un tabernero amigo suyo los emborrachara. Cuando salieron, los estaba esperando en las afueras, y allí los mató. La india aprobó la conducta de su hombre y se casaron a los pocos días en una misión católica. La pareja hacía una vida itinerante. Cuando él nació, lo dejaron al cuidado de las monjas de la misión. Un día no regresaron más. Al cumplir quince años, el muchacho huyó de allí y empezó a trabajar como ayudante de cocina en los barcos pesqueros. Más tarde se alistó en un buque-tanque que llevaba combustible para Alaska. En el mismo barco viajó luego al Caribe, y durante algunos años hizo la ruta entre Trinidad y las ciudades costeras del continente. Transportaban gasolina de aviación. El capitán del barco se encariñó con el muchacho y le enseñó algunos rudimentos del arte de navegar. Era un alemán al que le faltaba una pierna. Había sido comandante de submarino. No tenía familia y desde la mañana comenzaba a beber una mezcla de champaña y cerveza ligera, acompañada de pequeños bocadillos de pan negro con arenques, queso roquefort, salmón o anchoas. Un día amaneció muerto, tirado en el suelo de su camarote. En la mano apretaba la Cruz de Hierro que escondía debajo de la almohada y enseñaba con orgullo en la altamar de sus borracheras. Empezó entonces para el joven una larga peregrinación por los puertos de las Antillas, hasta que vino a recalar en Paramaribo. Allí se organizó con la dueña de un burdel, una mulata con mezcla de sangres negra, holandesa e hindú. Era inmensamente gorda, de un carácter jovial, fumaba constantemente unos puros delgados hechos por las pupilas de la casa. Le encantaban los chismes y llevaba el negocio con un talento admirable. Nuestro hombre se aficionó al ron con azúcar fundido y limón. Cuidaba de tres mesas de billar que había a la entrada del establecimiento, más para distraer a las autoridades que para beneficio de los clientes. Pasaron varios años; la pareja se entendía y complementaba en forma tan ejemplar que llegó a ser una institución de la que se hablaba en todas las islas. Llegó un día una muchacha china a trabajar en la casa. Sus padres la vendieron a la dueña y fueron a instalarse en Jamaica con el dinero recibido. Le escribieron dos o tres postales y luego no volvió a saber de ellos. La nueva pupila no tenía aún dieciséis años, era menuda, silenciosa y apenas hablaba unas pocas palabras en papiamento. El marino se fijó en ella y la llevó a su cuarto varias veces, bajo la mirada tolerante y distraída de la matrona. Acabó por apasionarse de la china y huyó con ella, llevándose algunas joyas de la dueña y el poco dinero que había en la caja del billar. Rodaron algún tiempo por el Caribe, hasta cuando fueron a parar a Hamburgo en un carguero sueco en el que trabajó como ayudante de bodega. En Hamburgo gastaron el poco dinero que habían logrado reunir. Ella se contrató en un cabaret de Sankt-Pauli. Hacía un número de complicada calistenia erótica con dos mujeres más. Subían las tres a un pequeño escenario y allí duraban muchas horas en una inagotable pantomima que excitaba a la clientela mientras ellas permanecían ausentes, conservando en el rostro una sonrisa de autómatas y en el cuerpo una elasticidad de contorsionistas que no conocía la fatiga. La china pasó luego a participar en un sketch con un tártaro gigantesco, algo acromegálico, y una clarinetista clorótica que se encargaba del comentario musical de la rutina asignada a la pareja. Un día, el Capitán -ya se llamaba así entonces- se vio involucrado en un negocio de tráfico de heroína y tuvo que abandonar Hamburgo y a la china para no caer en manos de la policía.

El Capitán mencionó luego una indescifrable historia en donde figuraban Cádiz y un negocio de banderines del alfabeto náutico que, merced a ciertas, casi imperceptibles alteraciones, permitían comunicarse entre sí a los barcos que traían algún cargamento ilegal. No pude saber si se trataba de armas, de mano de obra levantina o de mineral de uranio sin tratar. Allí también se insertaba una historia de mujeres. Alguna de ellas acabó por hablar, y la Guardia civil allanó el taller donde fabricaban las banderas de marras. No entendí cómo el hombre logró librarse a tiempo. Recaló en Belem do Pará. Allí trabajó en el comercio de piedras semipreciosas. Fue remontando el río dedicado a toda suerte de transacciones, sumido ya en el alcoholismo sin regreso. Compró el planchón en un puesto militar donde remataban equipo obsoleto de la armada y se internó por la intrincada red de afluentes que se entrecruzan en la selva formando un laberinto delirante. En medio de la niebla que entorpece sus facultades, ha conservado, por alguna extraña razón que se escapa a toda lógica, una destreza infalible para orientarse y un poder de mando sobre sus subordinados que le guardan esa mezcla de temor y confianza sin reservas de la que él se aprovecha sin escrúpulos, pero con ladina paciencia.

Abril 10

El clima empieza a cambiar paulatinamente. Debemos estar acercándonos ya a las estribaciones de la cordillera. La corriente es más fuerte y el cauce del río se va estrechando. En las mañanas, el canto de los pájaros se oye más cercano y familiar y el aroma de la vegetación es más perceptible. Estamos saliendo de la humedad algodonosa de la selva, que embota los sentidos y distorsiona todo sonido, olor o forma que tratamos de percibir. En las noches corre una brisa menos ardiente y más leve. La anterior nos hacía perder el sueño con su vaho mortecino y pegajoso. Esta madrugada tuve un sueño que pertenece a una serie muy especial. Viene siempre que me aproximo a la tierra caliente, al clima de cafetales, plátanos, ríos torrentosos y arrulladoras, interminables lluvias nocturnas. Son sueños que preludian la felicidad y de los que se desprende una particular energía, una como anticipación de la dicha, efímera, es cierto, y que de inmediato se transforma en el inevitable clima de derrota que me es familiar. Pero basta esa ráfaga que apenas permanece y que me lleva a prever días mejores, para sostenerme en el caótico derrumbe de proyectos y desastradas aventuras que es mi vida. Sueño que participo en un momento histórico, en una encrucijada del destino de las naciones y que contribuyo, en el instante crítico, con una opinión, un consejo que cambian por completo el curso de los hechos. Es tan decisiva, en el sueño, mi participación y tan deslumbrante y justa la solución que aporto, que de ella mana esa suerte de confianza en mis poderes que barre las sombras y me encamina hacia un disfrute de mi propia plenitud, con tal intensidad que, cuando despierto, perdura por varios días su fuerza restauradora.