Abril 17
El nuevo práctico se llama Ignacio y tiene una cara llena de pálidas arrugas que le dan un aspecto de momia fresca. A través de los pocos dientes que le quedan salpica saliva mientras habla sin parar. Lo hace más consigo mismo que con los demás. Respeta al Capitán, a quien conoce desde hace mucho tiempo. Con el mecánico, por consiguiente, mantiene una amistad en la que él hace el gasto de la conversación y el otro pone su carácter manso y su inagotable talento para relacionar la vida circundante con la impredecible conducta del motor, cuyos súbitos cambios amenazan a cada instante con el colapso definitivo.
Me había engañado al pensar que, de aquí en adelante, el paisaje y el clima se irían pareciendo cada vez más al de la tierra caliente. En la tarde entramos de nuevo a la selva. Penumbra formada por las copas de los árboles y las lianas que se entrecruzan de una orilla a la otra. El motor suena con el eco de los ruidos en las catedrales. Aves, monos e insectos se lanzan en una gritería sin sosiego. No sé cómo lograré dormir. "Los aserraderos, los aserraderos", repito para mí a ritmo con el golpeteo del agua en la proa de la lancha. Estaba escrito que esto tenía que sucederme. A mí y a nadie más. Hay cosas que nunca aprendo. Su presencia acumulada, en el curso de la vida, es lo que los necios llaman destino. Pobre consuelo.
Hoy, durante la siesta, soñé con lugares. Lugares donde he pasado largas horas vacías y que, sin embargo, están cargados de algún significado secreto. De ellos parte una señal que intenta develarme algo. El hecho mismo que haya soñado tales sitios es por sí vaticinador, pero no consigo descifrar el mensaje que me está destinado. Tal vez enumerándolos logre saber lo que quieren decirme:
Una sala de espera en la estación de una pequeña ciudad del Bourbonnais. El tren pasará después de media noche. La estufa de gas proporciona calefacción insuficiente y despide un olor a pantano que se pega a la ropa y se demora en las paredes manchadas de humedad. Tres carteles anuncian las maravillas de Niza, los encantos de la costa bretona y los deportes de invierno en Chamonix. Están descoloridos y sólo consiguen agregar mayor tristeza al ambiente. La sala está vacía. El pequeño compartimento del estanco de tabaco, donde también suele servirse café con unos croissants protegidos de las moscas por una campana de cristal con sospechosas huellas de grasa mezclada con el polvo que flota en el ambiente, se encuentra cerrado con rejas de alambre llenas de agujeros. Estoy sentado en un banco cuya dureza impide encontrar una posición que me permita dormir un rato. Cambio de postura de vez en cuando y miro el puesto de tabaco y las carátulas de unas revistas ajadas que se exhiben en un aparador, también protegido por las rejas de alambre. Alguien se mueve allá adentro. Sé que es imposible porque el expendio está contra un rincón en donde no hay puerta alguna. Sin embargo, a cada momento es más evidente que hay alguien ahí encerrado. Me hace señas y alcanzo a distinguir una sonrisa en ese rostro impreciso, no sé si de mujer o de hombre. Me dirijo hacia allí con las piernas entumidas por el frío y por la incómoda posición en que he estado durante tantas horas. Alguien susurra allá adentro palabras ininteligibles. Acerco la cara a la reja protectora y escucho un murmullo: "Más lejos, tal vez". Introduzco los dedos por entre el alambre, trato de mover la reja y en ese momento alguien entra en la sala de espera. Vuelvo a mirar. Es un guardia con su gorra reglamentaria. Es manco y trae la manga de la guerrera asegurada al pecho con un gancho de nodriza. Me mira receloso, no saluda y va a calentarse en la estufa, con evidente intención de mostrar que está allí para impedir que se infrinjan los reglamentos de la estación. Regreso a mi lugar en un estado de agitación indecible, con el corazón desbocado, la boca seca y la certeza de haber desoído un mensaje irrepetible y decisivo.
En un pantano en donde giran los mosquitos en nubes que se acercan y parten de repente en espiral vertiginosa veo los restos de un gran hidroavión de pasajeros. Es un Latecoére 32. La cabina está casi intacta. Entro y me siento en una silla de mimbre con su mesita plegable al frente. El interior está invadido de vegetación que cubre los costados y cuelga del techo. Flores amarillas, de un color intenso, casi luminoso, que recuerdan las del árbol de guayacán, penden graciosamente. Todo lo que podía servir para algo ha sido desmontado hace muchísimo tiempo. Adentro se respira una serena y tibia atmósfera que invita a quedarse para descansar un rato. Por una de las ventanillas, que desde hace años ha perdido el vidrio, entra un gran pájaro de pecho color cobrizo tornasolado y el pico con una mancha naranja. Se para sobre el respaldo de una silla, tres puestos adelante de mí y me mira con sus pequeños ojos que tienen reflejos también de cobre. Empieza, de pronto, a cantar en un trino ascendente que baja luego en una brusca escala como si mi presencia no le dejara terminar la frase que inició con tanto brío. Vuela por el techo del Laté buscando la salida y, cuando parte, dejando el eco de su canto en el ámbito vegetal del interior, siento que han caído sobre mí los ensalmos dañinos a que está expuesto el que visita recintos que le son vedados. Un leve golpe de timón, allá adentro, en lo más secreto del alma, acaba de darse sin que hubiera podido intervenir, sin que siquiera se me tuviera en cuenta.
Un campo de batalla. La acción terminó el día anterior. Merodeadores con turbante despojan los cadáveres. Hace un calor húmedo que afloja los miembros, como una fiebre sin delirio. Entre los caídos hay algunos cuerpos con casacas rojas. Las insignias han desaparecido ya. Me acerco a un cadáver vestido con amplios pantalones de seda color pistacho y una chaquetilla bordada en oro y plata. No han podido robarla porque el cuerpo está atravesado con una lanza que penetra firmemente en el suelo y sujeta las vestiduras. Es un alto mandatario de rostro joven y cuerpo delgado y esbelto. Por su turbante me doy cuenta de que es un maharatta. Los merodeadores han desaparecido. De lejos se acerca un jinete de casaca roja. Detiene el caballo frente a mí y me pregunta: "¿A quién busca aquí?", "Busco el cuerpo del Mariscal de Turenne" -le respondo. Me mira con extrañeza. Sé que estoy equivocado de batalla, de siglo, de contendientes, pero no puedo rectificarme. El hombre se baja del caballo y me explica, ya con mayor cortesía: "Este es el campo de batalla de Assaye, en tierras que eran del Peshwah. Si desea hablar con Sir Arthur Wellesley, puedo llevarlo ahora mismo". No sé qué contestar. Me quedo allí parado como un ciego que trata de orientarse entre la gente. El jinete alza los hombros: "No puedo hacer nada por usted", y se aleja por donde vino. Empieza a oscurecer. Me pregunto dónde estará el cadáver de Turenne y a tiempo que lo pienso sé que todo es un error y que no hay nada que hacer. Huele a especias, a patchouli, a vendajes de herida que no se han cambiado en varios días, a sol sobre los muertos, a hoja de sable recién engrasada. Despierto con la deprimente certeza de haber equivocado el camino en donde me esperaba, por fin, un orden a la medida de mi ansiedad. Estoy en un hospital. La cama se halla protegida por una tela que la oculta de los demás lechos de la sala. No estoy enfermo y no sé por qué me han traído aquí. Descorro uno de los lados de la cortina y veo que hay una semejante que protege otra cama. Un brazo de mujer la corre y descubro a Flor Estévez, vestida con una precaria camisa de las que usan los pacientes que han sido operados. Me mira sonriente mientras sus pechos, sus muslos y su sexo semioculto se ofrecen con un candor que no le es propio en la vida real. Como siempre, tiene el pelo desordenado como la melena de un animal mitológico. Me paso a su lecho. Comenzamos a acariciarnos con la febril presteza de quienes saben que cuentan con muy poco tiempo y que en breve llegará alguien. Cuando voy a entrar en ella se abren bruscamente las cortinas. Unos monaguillos las sostienen mientras un sacerdote insiste en darme la comunión. Forcejeo para cerrar la cortina. El cura guarda la hostia en un cáliz y un monaguillo le pasa una cajita de plata con los santos óleos. El sacerdote intenta aplicarme la extremaunción. Vuelvo a mirar a Flor Estévez que me evita avergonzada, como si todo hubiera sido preparado por ella con algún fin que se me escapa. Flor moja sus dedos en los óleos y trata de frotarme el miembro mientras canta una canción cuya tristeza me deja en el desamparo de un desenlace que vivo como un engaño atroz. Todo erotismo se ha esfumado por completo. Quiero gritar con la desesperación de un ahogado. Despierto con el sonido de mi propia voz que se apaga en un aullido grotesco.