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– Sí -respondió el actor con un tono que me sorprendió por su carácter desafiante-. Sí, así es.

– ¡Oh, por Dios! -protesté airada-. No sé porqué he acudido a esta cita. Todo esto resulta absurdo, estúpido…

– ¿Recordáis el año de la muerte de vuestro hermano Hamnet?

– Por supuesto que lo recuerdo -respondí-. Fue en…

– …el año de Nuestro Señor de 1596 -concluyó mi frase.

– Sí -concedí-. Fue en 1596. Va a hacer veinte años.

– ¡Exacto! -concedió el hombre de verde-. A principios de ese mismo año, vuestro padre estrenó Romeo y Julieta y…

– No tengo el menor interés por lo que hacía mi padre fuera de casa -intenté interrumpirlo e hice ademán de levantarme.

– Vos no sabéis nada de Romeo y Julieta -dijo el actor mientras me sujetaba de la muñeca. A diferencia de tantos gañanes, su tacto era suave y su mano no estaba empapada de sudor, pero su firmeza me impidió que abandonara el asiento-. Es la historia, maravillosa y trágica, de dos jóvenes, casi niños, que viven en Verona. Enamorados, se empeñan en vencer todos los obstáculos que se oponen a su unión. El público por regla general suele fijarse especialmente en Julieta, una muchacha a la que su padre se empeña en no dejar casar con nadie y menos que nadie con Romeo, pero, en realidad, yo siempre supe que Will consideraba más importante al protagonista masculino. A decir verdad, me quedé totalmente sorprendido cuando leí los diálogos del muchacho. Quizá os neguéis a aceptarlo, pero eran las mismas palabras que, vez tras vez, le había oído pronunciar a vuestro padre al referirse a Anne, a la nostalgia del hogar, al deseo de fundirse en un abrazo con aquella mujer a la que veneraba hasta la locura…

– Bueno, ya está bien -dije intentando zafarme de aquel tacto a la vez grato y férreo-. Estoy harta, me siento cansada y es muy tarde.

– Escuchadme, os lo ruego -dijo con un tono de súplica inesperado que logró conmoverme-. A esas alturas, Will comenzaba a salir de los malos tiempos que agobiaron sus inicios. Los teatros habían vuelto a abrirse tras la peste e incluso había conseguido algún dinero. Se sentía tan confiado en el futuro que hasta pensaba en comprar una propiedad en Stratford y acariciaba la posibilidad de abandonar Londres y pasar temporadas largas y placenteras al lado de su familia. Pero a todo eso decidió unir lo que mejor sabía hacer, escribir. Como vos no conocéis Romeo y Julieta…

– No, no lo conozco -reconocí irritada, sin el menor interés por aquella historia de dos mozalbetes amartelados-. Lo único que me importa es la realidad.

– Si os interesa la realidad, permitidme, señora mía, que siga hablando de esa obra. Escuchadme con atención. Cuando Romeo veía por primera vez a Julieta y describía lo que sentía su corazón, no era Romeo el que hablaba sino Will recordando cómo se había conmovido al contemplar en un baile a Anne. Cuando Romeo intentaba ganarse a Julieta porque era consciente de que no podía vivir sin ella, no era un joven italiano el que se expresaba, era Will manifestando la añoranza insoportable que sentía por su esposa. Cuando Romeo gemía porque el destierro lo alejaba de Julieta y convertía a cualquier bestezuela cercana a ella en un ser envidiablemene dichoso, era Will recordando el dolor de la prolongada distancia. Todos creyeron ver en aquella tragedia la historia de dos enamorados, nacida de una imaginación prodigiosa, pero yo sé que Will sólo había escrito con algunas variaciones lo que henchía su corazón hasta casi reventarlo. Will era ese Romeo, y su Arme, al menos así lo creía él, era su Julieta.

Respiré hondo. La firme convicción con que hablaba aquel hombre, la acentuada vehemencia con que manejaba sus sólidos argumentos, la contundente firmeza con que los repetía eran demasiado poderosas como para que pudiera permanecer indiferente. ¿Realmente, había amado mi padre a mi madre como pretendía aquel desconocido? ¿De verdad, habíamos significado algo para él que fuera más allá del placer que había recibido nueve meses antes de nuestro nacimiento? ¿De verdad, nos había amado? ¿De verdad, se nos había ocultado la realidad durante años?

– Quizá es cierto lo que me decís -acepté a regañadientes-, pero ¿en qué cambia eso lo que sucedió? Os lo vuelvo a repetir. Si mi padre amó a mi madre, si nos quiso tanto a sus hijos, ¿por qué apenas lo vimos durante años? ¿Por qué no estuvo a nuestro lado cuando lo necesitábamos? ¿Por qué no acudió al lado de Hamnet cuando estaba agonizando? No me respondáis. Ya lo sé. Lo entiendo. Lo comprendo todo. Andaba demasiado ocupado escribiendo la historia de dos mocosos extranjeros.

Una sombra, negra, oscura, casi total, cubrió el rostro del actor al escuchar mis preguntas. Por un instante, no supe qué pensar. ¿Significaba aquello que se percataba de que su versión de las cosas no era la correcta? ¿Indicaba que se sentía avergonzado por estar llevando a cabo aquella comisión que, finalmente, se había demostrado indigna? ¿Se daba acaso por vencido?

– Señora… -Hizo una pausa y comprendí que, por primera vez desde que había dado inicio nuestra conversación, le costaba proseguir-. Señora, Will amaba a su descendencia como he visto hacerlo a muy pocos hombres.

– Veo que es inútil…

– ¡No! -me interrumpió-. No… señora, ¿es que acaso no os dais cuenta? ¿No podéis ni siquiera sospecharlo?

– ¿Sospechar? -pregunté sorprendida-. ¿Sospechar? ¿El qué debería sospechar?

– Señora. -El hombre de verde se pasó la diestra por la barba como si deseara limpiarla de algo sucio y pegajoso que se hubiera adherido a sus rizadas guedejas-. Señora…, no es fácil… Los hombres…, los hombres no suelen amar a los niños que, aunque hayan sido paridos por sus esposas, no proceden de sus lomos… que han sido engendrados por otros varones…

Un temblor desconocido y violento se apoderó de mi cuerpo y me sacudió con tanta fuerza que tuve que sujetarme las manos para que no entrechocaran contra la mesa donde estaban posadas. ¿Había escuchado bien? ¿Qué pretendía darme a entender aquel hombre de cuya existencia no tenía la menor idea tan sólo unas horas antes? ¿Qué estaba insinuando? Súbitamente, como si se hubiera encendido una luz cegadora en algún punto oculto de mi corazón, entendí todo. Lo comprendí con tanta claridad que en ese mismo instante una náusea, poderosa e irresistible, se apoderó de mi vientre y me trepó con la velocidad del relámpago por el cuerpo hasta llegarme a la garganta. Con gesto rápido, me llevé la diestra a la boca impulsada por el temor de vomitar.

Hubiera deseado decir algo, pronunciar alguna palabra, entonar un ensalmo que me permitiera regresar al momento anterior al conocimiento de un testamento cuya lectura estaba trastornando totalmente mi vida, una vida que, hasta entonces, se había caracterizado por la tranquilidad. No pude hacerlo. Venciendo a duras penas el malestar agobiante que se había apoderado de mí sólo acerté a musitar una frase incompleta:

– Pretendéis que…

El actor se limitó a asentir con la cabeza.

– Pero…, pero ¿cómo…?

– Fue vuestro propio padre, mi buen amigo Will, el que me contó que Hamnet y Judith no eran hijos suyos.

XI

El noviazgo, la boda y el arrepentimiento son similares a una jiga escocesa, a un minueto y a una tarantela. El primer cortejo es acelerado y ardiente, tan fantástico como una jiga escocesa. La boda es formal y discreta, rebosante de dignidad y tradición, como si fuera un minueto; y, al final, llega el arrepentimiento, y con las piernas deterioradas va apresurándose hasta caer en la tarantela, hasta que se precipita en la tumba.